No volverás a ver el agua que viste pasar - Brecha digital

No volverás a ver el agua que viste pasar

“¿Me podría indicar dónde vive el Pepe?” “Siga dos quilómetros por ésta, cuando llega a un almacén viejo, que tiene afuera un montón de leña, dobla a la derecha, sigue unos 200 metros y allí toma para la izquierda hasta...”

Mujica. Foto: Alejandro Arigón

Cuando se trata de José Mujica no es necesario conocer calle y número para llegar a su casa. Alcanza con el barrio, o mejor, el paraje. O sea Rincón del Cerro, muy cerca del Paso de la Arena. Sólo hay que llegar allí y preguntar. “¿Me podría indicar dónde vive el Pepe?” “Siga dos quilómetros por ésta, cuando llega a un almacén viejo, que tiene afuera un montón de leña, dobla a la derecha, sigue unos 200 metros y allí toma para la izquierda hasta…” Hasta un lugar donde las vacas atraviesan los caminos y los perros sin pedigrí se lanzan sobre aquel visitante que sin obedecer a sus advertencias abrió la tranquera y entró.

 

Primero salió Lucía con su pelo gris plateado y sus ojos mansos en un rostro sin arrugas. Adentro Pepe preparaba el mate con que los uruguayos celebran los encuentros con amigos. Y –por qué no ser sincera– también los desencuentros y cualquier otra cosa, merezca o no ser celebrada.

Durante unos minutos tomamos mate en silencio. Pepe ceba y por la ventana mira el campo.

—Uno mira tu vida hacia atrás y ve una serie de etapas bien definidas. Primero el deseo de cambio que te llevó a la militancia. Y luego una serie de éxitos y fracasos. ¿Qué edad tenías cuando entraste en la militancia?, ¿20?

—Menos, tenía 14 cuando empecé en una agrupación anarca.

—Anarca.

—Sí, como corresponde. ¿Qué vas a ser a los 14 años sino anarco? Bueno, más o menos, a eso no he renunciado hasta ahora.

—¿Renunciaste a algo? Nunca renunciás a pesar de algunos fracasos, la tortura, la cárcel.

—Fracasos sobre todo. Una enorme colección de fracasos.

—Sentís eso.

—Sí… aunque los fracasos son relativos, como los triunfos. Son relativos si te dejan algo, si te enseñan. Y, sobre todo, si no te amputan la capacidad de volver a empezar. En ese caso, paradójicamente, son positivos.

—Eso dice Esquilo en Agamenón: “Sólo a aquel que ha sufrido se le concede la capacidad de comprender”.

—Como si en el sufrimiento estuviera el origen de toda sabiduría. No tengo dudas de que se aprende más de la adversidad que de la bonanza.

—Creés que la experiencia viene del dolor.

—Sí, no tengo dudas. Más, te diría que muchas cosas, muchos elementos que son constitutivos de mi discurso contemporáneo, son hijos de los diez años que pasé solo dentro de una pieza. Si no hubiera vivido esa experiencia de tremenda soledad, yo no sería quien soy. Mirá qué barbaridad te estoy diciendo. Y eso que yo no tengo alma de santo. Lo cierto es que lo que me comí, me lo comí por falta de velocidad.

—¿Por qué por falta de velocidad?

—Mirá qué simple: porque me agarraron. Hay una manía de poetizar con esto y con lo otro. “Pobre tipo, pobre, lo reventaron.” No, te la jugaste y perdiste. Te agarraron, mala suerte.

—Tu cabeza siempre fría, ¿no, Pepe?

—Te digo esto porque sé que consciente o inconscientemente tratamos de crear una especie de estatus frente al devenir de lo nuevo.

—Una especie de medalla.

—Como una medalla, sí. Pero, como decía Schroeder, “Las credenciales se ponen viejas, hay que renovarlas”. No se puede vivir del pasado, la vida continúa. Y bueno, lo que fue fue. Pero hay un compromiso que es permanente y está hacia adelante. […]

—Nuestro país es muy centrista. ¿Qué pensás vos?

—Para mí es.

—Lo vemos en los plebiscitos.

—Es centrista, es conservador… pero conservador de los buenos.

—Yo lo veo como un animalito pequeño que, al no poder pelear ni con tigres ni con leones, trata de quedarse quietito y en silencio. Nada de hacer bulla, ni de jugarse lo poco seguro que tiene.

—Sí, nos cuidarnos mucho. Es curioso: cuando nos ven desde afuera no nos pueden entender. Me acuerdo de una vez que vino una periodista o investigadora estadounidense, durante uno de los plebiscitos, y se largó a preguntar a distintas personas. “Digamé –decía–, ¿las empresas del Estado están bien administradas?” “No, no, son un desastre”, le contestaban. “¿Y si estuvieran en manos privadas, estarían mejor?” “Sí, seguramente andarían mucho mejor.” “Entonces usted va a votar a favor de que esta empresa sea vendida.” “Ah no, yo voy a votar para que no se venda.”

“Este es un pueblo esquizofrénico”, dijo la mujer. Ella no vio que si bien veíamos que andaban mal, también veíamos que si las vendíamos nos iría peor.

—Mucho peor.

—En ese sentido teníamos el ejemplo de aquí enfrente. Menem fue un benefactor indirecto de Uruguay. […]

Yo creo que en alguna medida hay cosas que, potencialmente, vienen programadas en nosotros. Cosas que tienen que ver no con lo que vas a hacer ni con tus idas y vueltas, sino con el rumbo que vas a tomar. El camino, el camino real, viene después. No es lo mismo camino que rumbo.

—No, claro, el camino puede ser éste o aquél. El rumbo es uno o no es rumbo.

—Claro. A nosotros, los que nos sentimos inclinados al socialismo, nos gustaba y nos gusta la afirmación de que somos científicos. Yo no creo mucho en eso. Si fuéramos realmente científicos nos hubiéramos preocupado mucho más en tratar de saber qué es el hombre en cuanto animal. Cuáles son aquellas cosas naturales en él y cuáles son las adquiridas. Puedo estar equivocado, pero prácticamente después de Engels nadie más se interesó en estas cuestiones. Yo creo que vendrá la hora en que se demostrará que la memoria genética existe, lo cual explicará finalmente esas diferencias entre los seres humanos difíciles de explicar fuera de la memoria genética.

—En definitiva, que muchas de las conductas humanas las explicarías a partir de la biología.

—Sí, aunque no quiero caer en una explicación biologicista de la historia humana, creo que la vida humana no se entiende sin un poco de biología. Pensá que si te sacan un pedacito de tejido y lo ponen en las condiciones ideales (alimento necesario, oxidación necesaria y temperatura necesaria) sus células seguirán reproduciéndose. Pero no hasta el infinito sino hasta determinado momento. Ese momento en que, a pesar de todas esas condiciones ideales, dejará de crecer, envejecerá y morirá. Venimos con la muerte programada. Y seguramente con muchas otras cosas que desconocemos.

—No sé si me equivoco, pero pienso que hay algo en ti mismo que te llevó a esta larga cavilación. Algo que pensás que trajiste programado.

—Hay, sí, algunas cosas en mí mismo que me indujeron a meterme en esta línea de pensamiento, y otra cosa que hay, además, es un gran contacto con la naturaleza desde muy chico.

—Contanos.

—Hay algo que yo hacía desde niño. Algo que no era corriente. Muchas veces pensé en eso. ¿Por qué lo hacía? ¿De dónde me venía aquel deseo de hacerlo?

—Contá qué era.

—Yo pertenezco a una familia pobre. De chico, como es lógico, tenía pocos juguetes. Sin embargo, con frecuencia, esos pocos juguetes los repartía con los gurises pobres de mi barrio que, claro, eran más pobres que yo. Muchas veces me cascaban. “Por nabo”, me decían.

—¿Tu vieja te decía?

—Sí, mi vieja. Me acuerdo de la paliza que me dio cuando un botija al que llamaban el “Japonés” me rompió una bicicleta que me habían regalado. “¿Por qué se la prestaste?” Éramos amigos, él era muy pobre y no tenía juguetes. ¿Cómo podía no prestársela? Yo pienso en esas cosas y me digo que esa posibilidad de desprenderme de cosas que me gustaban –actitud que nunca me enseñaron– tengo que haberla traído conmigo al nacer.

—Esto te hace pensar en la memoria genética. En que naciste programado para repartir.

—Yo no podría asegurarlo, pero ¿de dónde salen en un niño estas cosas?, ¿por qué éste sí y este otro no? ¿Cómo se explica? […]

—Vos a veces has hablado de varios tipos de izquierda. ¿Cómo ves eso?

—Hay una izquierda que tiende a cambiar de vereda y termina pasándose para el cuadro de enfrente, hay otra izquierda nostalgiosa, que vive mirando la década del 60, y hay otra que vive las limitaciones de nuestra época y lucha por un poco más de guiso, un poco más de pan, por mejorar la enseñanza, pero que es consciente de que eso no cambia la ley del sistema.

—Esa sería la posición más extendida hoy en el país. No sé, creo yo.

—Ese es el punto de la izquierda hoy.

—Dar de comer. Pero no llegamos solamente para dar de comer.

—Claro que no llegamos sólo para dar de comer. Macanudo. Pero, ¿sabés?, ese es un razonamiento del que come todos los días.

—Sí, puede ser. Es difícil pensar y filosofar si no comés primero. Esto ya lo dijeron los griegos.

—El pensar es un lujo para los pueblos.

—Sin embargo creo que fuiste vos mismo quien dijo alguna vez: “No llegamos acá solamente para dar de comer”.

—Sí, claro, puedo haber sido yo, pero ¿si no comemos primero quién puede sentarse abajo de un árbol a tomar mate y pensar? Pensar es un lujo de los pueblos ahítos. Hay derechos que son los fundamentales del ser humano. No hay que perderlos.

—Y volviendo a tu relación con la gente. Hay algo que importa mucho a la gente: el pasado.

—Sí, claro, pero la gente no da valor a ese pasado si te equivocaste.

—Eso, en definitiva, no importa.

—Vos querés decir que ahora la gente te da la razón, que piensa que tuviste razón… La gente no calcula hoy si tuviste o no razón. Te está apoyando ahora. No por lo de ayer, por lo de hoy. ¿Para qué le serviría a la gente lo de ayer?

—Para saber quién sos como persona.

—Ah, claro. Para decir no, no, estos locos son derechos, ponen la carne en la parrilla. Pusieron la carne en la parrilla, pusieron toda la carne en la parrilla. Ese pasado es pasaporte de credibilidad.

—Credibilidad, claro.

—Más que nada en un mundo donde la credibilidad está en crisis.

—Sí.

—La gente tiende hoy a no creer. ¿Y vos sabés una cosa? Si hay una constante que la antropología muestra es que el hombre necesita creer en algo. Necesitamos creer como necesitamos el pan. Podemos ver eso en cualquier grupo humano, sea cual sea el grado de civilización. Esa necesidad siempre está presente. Siempre estuvo presente. El hombre sale de la cueva, ve una piedra, ve un palo y ya está. Porque encontraste algo en qué creer. Es una constante humana. Está aquí, allá y más allá. Mires a donde mires te encontrás con eso. Decime una cosa, ¿por qué sos hincha de Nacional o de Peñarol? Esa es la cosa más irracional que existe. ¿De quién sos hincha? […]

—Mirá, esto que te voy a preguntar es como un juego. Si pudieras por arte de magia, es decir, sin recurrir a un golpe de Estado, liquidar la oposición, ¿qué harías?

—Volvería a inventarla al otro día.

—Te parece que la oposición es imprescindible.

—Absolutamente imprescindible, porque en aquella afirmación de que el poder absoluto corrompe hay mucho de verdad. Yo creo que la administración del poder siempre va acompañada de un sentimiento de fragilidad, de inseguridad, de un temor de perderlo que puede llevar a cometer errores a quien lo ejerce. Nadie podrá controlar mejor a quien ejerce el poder que el opositor.

—Alguna vez has dicho que el poder no existe. En esta misma entrevista tal vez.

—En el sentido profundo del término creo que no existe. Lo que hay son aproximaciones, pero el poder como tal sólo está no sé si en las manos de Dios o de la naturaleza. Creo que en los hechos los hombres peleamos por algo que está siempre moviéndose. Acaso, a veces, conseguimos tocarle la cola mientras se aleja, mucho más creo que no.

—Está tan demostrado que el poder deforma que aunque la mayoría de quienes votaron al Frente piensan que éste está fuera de esas posibilidades, yo me pregunto: ¿cómo pensás vos que es posible defenderse de esta enfermedad que ataca incluso a los mejores?

—Yo creo que hay que cambiar, que renovar. Que lo peor que hay es el institucionalismo, la estratificación, la sedimentación.

—¿Vivir en un cambio perpetuo, decís tú?

—Creo que no se puede vivir en una ebullición permanente, lo que sí se puede es vivir en una política de retoque de lo institucional, de lo establecido, lo que implica un proceso constante de renovación. El problema está en que nos cuesta enormemente ver esa necesidad de cambio. Yo pienso que el gobierno también aburre y tiende a castrar la capacidad creativa. Para que esto no ocurra es necesario apostar un poco a la aventura, apuntar con frescura de espíritu a la aventura. Pero esto no es fácil. No puede, el mismo sujeto, en el mismo lugar, apostar a la aventura. Se hace conservador. Entonces, me parece que sin entrar en la locura de una ebullición sin tasa hay que ambientar una constante política de cambios.

—En tu caso esto tendría que ver con el equipo del que ya hemos hablado.

—El cual debe funcionar mirando para abajo, abriéndose a los que vienen. Hasta el juicio final.

—Eso también se compadece con el gran temor que expresa tu frase: “Es peor la burocracia que la burguesía”.

—Ah sí, y lo peor es que el burocratismo está agazapado en todos nosotros. La burguesía en cambio puede crear. Mirá, hace unos días estuve en Iporá, en el departamento de Tacuarembó.

—¿Es un pueblito?

—Es una especie de balneario inventado por la cabeza de un hombre. Era un gerente de banco a quien de pronto, ante determinado paisaje –tres cerros pelados–, soñó que se podía hacer una especie de estación residencial. Inventó unas represas, hizo unos lagos, plantó árboles. Toda una inversión. Pero económicamente no le dio para aguantar la mecha y se fundió. El municipio lo agarró y siguió adelante. Allí se había creado un lugar que daba pena perder, un lugar bellísimo. Que ahora tiene futuro. El que lo creó pensaba que una vez formado podría vender los terrenos. El tipo se fundió, pero el balneario quedó allí, a cinco quilómetros de Tacuarembó. Un balneario inventado.

—Quería especular, pero también crear algo. Es verdad lo que decís de los burgueses y los burócratas. ¿Tendremos que terminar adorando a los burgueses? (Pepe se ríe sin soltar el mate, diciendo no con la cabeza.)

—Es curioso cómo el agua atrae al hombre. Lo que quedó allí es un lago gigantesco.

—En algún momento tú has hablado de lo inédito de nuestra izquierda. ¿Qué cosas son las que la diferencian de otras izquierdas?

—La construcción del Frente Amplio es una excepción en la historia de la izquierda mundial. La izquierda no acepta las diferencias. Cada agrupación de izquierda tiene definido hasta el color de los calzoncillos. Eso impide toda unión. Es casi imposible pensar que en otras partes se pueda conformar un sistema de alianzas que esté mucho más allá de las coyunturas electorales y que dure 30 años, y que haya sido capaz de generar una cultura y hasta una tradición. Porque hay una masa no despreciable de gente que va para uno y otro lado pero que está ahí. Ese es un capital amortizado que no se va de allí. Eso no lo tiene la izquierda de ninguna otra parte. Es singular de Uruguay.

—Lo que pasa es que en el Frente hay un centro muy fuerte que no cambia de grupo a grupo. Las cosas que cambian no son las que están en el centro, las que constituyen… llamémosle el espíritu del Frente. Sería interesante saber por qué esto fue posible en Uruguay.

—Voy a decir algo que sé que la izquierda no lo va a aceptar. Pero es lo que pienso. Al Frente lo posibilitó la historia cívica de Uruguay. Si querés analizar tenés que hacerte esta pregunta: ¿cómo los llamados partidos tradicionales consiguieron sobrevivir durante tanto tiempo?

—Nacieron hace cerca de 200 años y ahí están.

—¿Cómo lograron sobrevivir tanto tiempo? Si los bajás más a tierra te vas a encontrar con esta maravilla: nunca fueron partidos en el sentido europeo. Siempre fueron frentes. Y fueron aprendiendo a vivir porque negociaron y conciliaron. Cuando se analiza su historia se descubre el macramé interno.

—Que la izquierda criticó mucho.

—Hicieron de la negociación interna una cultura.

—Recuerdo que en los actos políticos de comienzos de los setenta había siempre algún contra que gritaba “¡Colcha de retazos!”. Recuerdo muy claramente una vez que se lo gritaron –a pesar de ser tan querido– a Benedetti, mientras hablaba en Rivera y Soca.

—Somos, sí, una colcha de retazos. Pero cómo abriga, cómo abriga. Lo importante es que con todos esos retazos se ha formado una unidad que está asegurada abajo. No arriba, abajo.

—Según tú, a partir de qué se creó esa unidad.

—A partir de algo muy difícil de crear y que tiene que ver con una cultura y una tradición. Algunos bobos se sienten ofendidos cuando les dicen que son un partido tradicional, para mí es un mérito llegar a la mayoría de edad. Somos un partido tradicional. Hay gente que llora con la bandera del Frente. Que siente al Frente místicamente. Ninguna organización está segura hasta que tiene eso. Es un capital, pero el racionalismo, el abuelo racionalista que este país lleva adentro, siente esto como un pecado, cuando es en verdad lo que nos da fortaleza. Por eso creo que nuestra izquierda es muy singular. Aunque, claro, con enormes desafíos por delante. Enormes, como toda la izquierda en el mundo.

(Pasajes de la entrevista al líder del MPP realizada para De tupamaro a ministro. El loco encanto de la sensatez.)

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