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Allá por 2010, Hugo Chávez caminaba por Caracas señalando aquí y allá con su «¡Exprópiese!». Cristina Fernández hablaba a plazas llenas y buscaba conflictos con Clarín y los empresarios cerealeros. En 2011, unos jóvenes radicales ocupaban una plaza en Wall Street para denunciar la desigualdad, mientras en Chile miles de estudiantes salían a las calles. En España vinieron primero los indignados y después Podemos. En Grecia el movimiento antiausteridad producía el gobierno de Syriza, primera victoria electoral de la izquierda radical en Europa en mucho tiempo. En Uruguay, José Mujica ganaba en 2009 gracias a su historia como guerrillero, con expectativas de un giro a la izquierda, para aumentar las inversiones en las empresas públicas y en el sector cooperativo, y desplegar, junto con un movimiento de jóvenes militantes, lo que se pasó a llamar agenda de derechos.

En algún momento entre 2013 y 2016, las cosas empezaron a ir muy mal. El impeachment contra Dilma Rousseff, la capitulación de Syriza, la crisis venezolana y la victoria de Donald Trump mostraron un cambio radical de situación. La elección de Jair Bolsonaro y el golpe en Bolivia fueron la frutilla de la torta del horror. Ya en 2011, el terrorista noruego Anders Breivik había avisado que había una ultraderecha dispuesta a matar, bajo la consigna de luchar contra la corrección política y el marxismo cultural. Aunque siguieran apareciendo esperanzas, como el breve experimento del socialista Jeremy Corbyn al mando del Partido Laborista británico y las enormes manifestaciones feministas que tomaron cientos de ciudades, la ola reaccionaria era palpable. En Uruguay, en 2015 fue la esencialidad, en 2019 ganó la derecha, y acá estamos.

Primero vino la negación, después la confusión. Después, la autoflagelación, cuando los errores y el ombliguismo se hicieron más visibles. Siguieron la vergüenza, siempre bien aprovechada por los trolls profesionales y los amateurs, y el sentimiento de soledad y aislamiento al ver lo lejos que estaban grandes pedazos de pueblo. Se sintieron los ecos de la gran derrota de fines de los ochenta y principios de los noventa. Retumbaron las burlas a los deseos de transformación, a los discursos radicales, a los pelos de colores, a los experimentos alternativos, que muchas veces vinieron desde los que hasta hacía muy poco estaban hombro con hombro. En fin, la desilusión y, finalmente, el realismo. Había que volver al centro, a un sentido común vagamente nacionalista, y soltarle la mano a todo lo que fuera raro. Para no desilusionarse, hay que no haberse ilusionado.

Pero, como todo, esa etapa también pasó. El tiempo va pasando, y la cosa se va poniendo ambigua. Incluso, hay quienes hablan de una segunda ola progresista en América Latina. El golpe boliviano fue derrotado. La revuelta chilena puso una constituyente. Aunque ahora no sea nada evidente que la nueva Constitución sea aprobada. Cristina Fernández puso a Alberto Fernández para sacar a Mauricio Macri. Aunque la verdad es que eso no está saliendo especialmente bien. El triunfo de Pedro Castillo en Perú rápidamente se transformó en un fiasco. En México AMLO sigue ganando elecciones, pero no se pueden ignorar las abundantes críticas por izquierda que llegan desde allá. Hay expectativas sobre lo que pueda pasar en Colombia, aunque, teniendo en cuenta la historia de ese país, deben ser expectativas moderadas. En Brasil, parece que Luiz Inácio Lula da Silva va a sacar a Bolsonaro, pero acompañado por un vicepresidente de derecha. El segundo ciclo progresista pinta bastante menos ambicioso que el primero.

Acá, el referéndum produjo una casi victoria y un volver a encontrarse. El «Vamos a volver» suena al mismo tiempo que se admite que no se puede volver para hacer lo mismo. Pero sin saber exactamente qué quiere decir eso. Argentina y Brasil señalan que son tiempos de prudencia. El centrismo tecnocrático se ofrece como salida posible. El avance de las ultraderechas parece mostrar que el horno no está para los bollos de las grandes batallas culturales, y aparece la tentación de ir hacia un nacionalismo conservador. Lo peor es que pueden pasar las dos cosas al mismo tiempo y que vayamos hacia tecnocracias centristas nacionalistas conservadoras: realismo.

Otra hipótesis parte de la idea de que la derrota vino justamente por alejarse de los deseos de transformación y de los movimientos sociales, y de que si se encontraron límites, ahora hay que traspasarlos para no tropezar dos veces con la misma piedra. Aunque no estemos necesariamente de acuerdo en cuáles son esos deseos ni en cómo participar o relacionarse con qué movimientos sociales. Y sabiendo que ahí están los poderes fácticos, avisando que no van a tener problemas para organizar ofensivas mediáticas y huidas de capitales ni para desatar al fascismo, que está siempre listo.

Las derechas no tienen tanto apoyo popular ni tanta capacidad de arrasar como parecía hace un par de años. Pero las izquierdas no están seguras de que sea posible avanzar. Esta situación produce pantanos y empates. El poder de fuego económico, mediático y represivo de las derechas no es omnipotente, pero está ahí. Los movimientos sociales tienen capacidad de veto, pero las transformaciones que promueven se encuentran con muros cuando se trata de avanzar. Parece un momento propicio para las estrategias defensivas. Pero conviene tener en cuenta que los momentos defensivos no son solo para replegarse y resistir, sino también para pensar e inventar formas creativas de contraatacar y buscar nuevos aliados, nuevas estrategias, nuevos escondites y nuevos caminos de escape, nuevas técnicas y nuevas narraciones que en algún momento puedan desequilibrar. Porque una defensa sitiada e inmóvil en algún momento se queda sin recursos.

Inventar no es una tarea fácil. Es difícil escapar de la maraña jurídica, económica, ideológica e internacional en la que nos metió el neoliberalismo. El costo de la desobediencia es alto, y no siempre tenemos esto claro, ya que preferimos consolarnos con la idea de que es posible volver a un tiempo «normal» de progreso gradual y mejora de la vida sin conflicto. Estamos en un momento en el que el capital y el neoliberalismo apuestan cada vez menos a la hegemonía y cada vez más a la dominación. El optimismo neoliberal de los noventa, que prometía una utopía de prosperidad para todos, dio paso al terrorismo ultraderechista y a la crudeza del poder de los mercados y la represión. Esto se debe a que no tienen mucho que ofrecer. Están creando un mundo cada vez más desigual, más feo y más confuso, que va a toda velocidad hacia el desastre ambiental y donde se producen crisis cíclicas cada vez más difíciles de enfrentar, porque los mecanismos políticos para hacerlo fueron demolidos. El discurso adecuado para ellos, entonces, es la crispación y la paranoia.

El fascismo y el ultraliberalismo dan miedo. También fascinan. Pero la verdad es que no traen nada realmente nuevo. Solo gritan más fuerte lo que antes susurraban los fachos de toda la vida. Vienen a traer un mundo igual pero peor: con más violencia, más desigualdad, más desastres y más miseria. Ahí no hay creatividad, no hay belleza, no hay futuro. Cierto que habrá que prestarles la atención mínima para ver venir los golpes e intentar esquivarlos mientras hacemos otras cosas. Pero no pueden ser más el centro de nuestra atención.

Los movimientos y los experimentos de las últimas décadas siempre fueron formas de aprovechar creativamente las crisis causadas por el neoliberalismo: las de principios de los dos mil en América Latina, la de 2008 en el norte. Infelizmente, crisis va a seguir habiendo, por lo que seguirá habiendo oportunidades. Sabemos que este sistema va a seguir sin funcionar y que los intentos de mejorar un poco las cosas dentro de él, aunque coyunturalmente necesarios, van a toparse con los problemas que ya conocemos.

Sabemos que la solución solo puede venir de quienes piensan que hay que cambiar la dirección. Aunque todavía no tengan la capacidad ni las ideas. Pero comienzo tienen las cosas, y nada viene de la nada. Hay tradiciones y organizaciones. Se puede prefigurar y planificar. Resistir y construir. En diferentes lugares y de diferentes maneras. Con coordinaciones formales y complicidades discretas. Con herramientas nuevas y viejas. Insistir con las movilizaciones. Dando a fondo discusiones sobre la economía, la tecnología, las formas de organización, las formas de vida, las instituciones. Mientras se hacen experimentos, se buscan encuentros y se inventan lenguajes e imágenes. En algún sentido, nada nuevo: lo que ya se ha hecho en todos los momentos de transformación. Potenciar la imaginación y el deseo, el pensamiento, la solidaridad y la capacidad colectiva es una tarea trabajosa y urgente. Hacer el duelo de los sueños rotos también. Salir del «Te lo dije» y del sarcasmo protector también. Estar dispuestos a aprender y a recordar también. Volver a soñar también, por estricto realismo.

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