En apenas 48 horas, las del pasado fin de semana, la política española pegó un doble volantazo que garantiza tiempos difíciles para el acuerdo y la estabilidad institucional. El sábado 21 de julio el XIX Congreso del Partido Popular (PP) eligió como presidente al candidato más abiertamente derechista, Pablo Casado, con un 57 por ciento de los votos, frente a la heredera natural de Mariano Rajoy, su vicepresidenta del gobierno durante ocho años, Soraya Sáenz de Santamaría, que se quedó en un 42 por ciento de perfil menos ideologizado.
Paralelamente, ese mismo sábado, en Barcelona, el huido ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, imponía desde Alemania su deseo caudillista en la asamblea del Partit Demòcrata Català (Pdecat). Tras haber forzado la dimisión de la presidenta de la formación de la derecha independentista, Marta Pascal –la posibilista partidaria del diálogo con el nuevo gobierno socialista de Pedro Sánchez–, Puigdemont consiguió que el partido se abocara a su consunción en favor del nuevo sello creado por él mismo en días previos, la Crida (el “llamamiento”) Nacional per la República, a mayor gloria de su hiperliderazgo intransigente en el unilateralismo y en el corte de los puentes de diálogo establecidos este mes en Madrid (véase en este número “Sobredosis de hiperliderazgo”).
Ambas derivas hacia el integrismo dejan entrever curvas e intensidades en el futuro inmediato de la política en España. Tanto Pablo Casado como Carles Puigdemont muestran tendencias que nos acercan a los choques de trenes, con el populismo nacionalista de corte españolazo y la enésima huida hacia adelante de la hoja de ruta independentista catalana.
LA FAMILIA, LA VIDA Y LA PATRIA. Como buen hijo político del ex presidente español José María Aznar, bajo cuya égida creció políticamente en la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (Faes), Pablo Casado, cuando se deja deslizar por el tobogán de los principios de la derecha de otro tiempo, utiliza –a modo de carta blanca– ese concepto tan querido por Aznar de expresar lo que siente “sin complejos”. Ya se sabe que esa visa es el preámbulo para una serie de llamamientos a la visceralidad de ideas-fuerza que no son políticamente correctas pero que excitan mucho a la audiencia ultraconservadora del PP, los mismos a los que emocionó y puso en pie su discurso del XIX congreso del sábado: es el llamamiento a los valores “de la familia, de la vida, de la patria”. Y ahí va en el tique el deseo de revocar la ley de interrupción del embarazo aprobada por el socialista Rodríguez Zapatero en 2006, una ley de plazos, para volver a la trasnochada ley de supuestos de 1985, de Felipe González, según la cual el aborto solamente se permitía en casos de violación, malformación del feto o peligro para la salud de la madre. Durante sus ocho años de gobierno, Mariano Rajoy no se atrevió a tocar la nueva ley de Zapatero –aunque esté impugnada ante el Tribunal Constitucional por el PP–, y cuando su ministro de Justicia, Ruiz Gallardón, esbozó el deseo de derogarla, le costó el cargo. Pero al dirigirse al auditorio de los 3 mil compromisarios que iban a decidir si le entregaban las llaves del partido, Pablo Casado sí habló sin temor y sin complejos de volver a la ley de aborto del 85. Y también de cargarse una “ley por la muerte digna” que el gobierno de Pedro Sánchez ni siquiera ha tenido tiempo de aprobar.
También –va en el libreto, en esta opereta dirigida a los bajos instintos de la derecha más básica– le tocó referirse a la unidad de España. A la timidez y lentitud con que Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría aplicaron en Cataluña el artículo 155 que suspendía el gobierno de la Generalitat. Él lo habría aplicado antes. Y envidó más: propuso ilegalizar, cuando gobierne, a los partidos independentistas catalanes, con la misma ley con la que, en el País Vasco, se dejó fuera del marco legal al movimiento que sustentaba las actuaciones de Eta. Así habló Casado ante el congreso que lo iba a aureolar.
UN MÁSTER EVANESCENTE. Nacido hace 37 años en Palencia, Pablo Casado fue presidente de las Nuevas Generaciones del PP desde 2005 a 2013, jefe de gabinete de José María Aznar en la neocon Faes desde 2009, cuando este último llevaba ya años rumiando contra el PP de Rajoy su rencor de ex presidente que no se resignaba a ser un jarrón chino. Como chambelán de Aznar, Casado tuvo ocasión de sentirse “viajado”: conoció a Tony Blair, a George W Bush, como en una nostálgica balada de los abatidos viejos y felices guerreros del “trío de las Azores”. Y, mientras tanto, Casado no olvidaba dorarle la píldora a su otro referente dentro de este dueto de ultracuerpos, Esperanza Aguirre, a la sazón todopoderosa líder del PP madrileño que se configuraba como la más emponzoñada ciénaga de la corrupción y de las cloacas del dinero negro que todavía ahora siguen saliendo a la luz. Aguirre se encargaba de hablar con los responsables de las universidades (la Cardenal Cisneros, la Rey Juan Carlos), que a ella le debían sus cargos, para que Casado aprobase en seis meses la carrera de derecho en la que llevaba siete años estancado. O para que obtuviese en 2008 el ya famoso máster en derecho público en el que se le convalidaron 18 de las 22 asignaturas. Ese muerto que todos los políticos viejos tienen en el armario –bueno, algunos esconden tres o cuatro, hasta una colección entera, un osario–, Pablo Casado, tan precoz, puede presumir de que ya lo almacenaba antes de llegar a los 30 años. Es ese extraño caso del máster por el cual no fue a clase, no cursó ningún tipo de examen y se habría limitado a hacer cuatro trabajos más livianos que una hoja del lunes, uno por cada una de las cuatro asignaturas por las que obtuvo sobresaliente. Y convocó una rueda de prensa para mostrar a la prensa los fasciculitos. Pero Casado no recuerda a ninguno de los respectivos profesores que se los encargaron. No llegó ni a conocerlos. Entonces, ¿quién le indicó los temas de sus cuatro estudios? Ah, él los eligió. Y se limitó a depositarlos, como quien sella una quiniela, en el despacho del director del Instituto de Derecho Público, Enrique Álvarez Conde, el mismo preboste imputado ya judicialmente por los supuestos favores que costaron el puesto a Cristina Cifuentes (véase “No robarás”, Brecha, 27-IV-18) como presidenta de la Comunidad de Madrid. El encuentro en el despacho de Álvarez Conde entre Cifuentes, mirlo rubio del PP, y Pablo Casado, el mirlo blanco que ha venido a agitar la mustia pajarería que es el PP, hubiera sido improbable, ya que ninguno de los dos necesitó ni tan siquiera pisar la Universidad Rey Juan Carlos –territorio del PP– para obtener sus respectivos másteres.
De modo que Pablo Casado se dirigió a los compromisarios del XIX Congreso del PP con golpes bajos emocionales, haciéndolos levitar cuando los jaleaba: “El PP ha vuelto”. Pero tal vez, mientras elevaba el entusiasmo de las huestes, Casado llevaba plomo en los pies, en forma de máster fantasma que sale del armario del líder treintañero y telepredicador de sonrisa inmarchitable. Este mismo lunes el cerco se estrechaba. La jueza Rodríguez-Medel, que sigue el rastro de ese currículum tan magnífico como evanescente, imputó a tres compañeras de Casado en el mismo posgrado, todas ellas con cargos en el PP. Y concluyó que los cuatro trabajos académicos del alumno Casado no se hallan en la Universidad Rey Juan Carlos. Este miércoles el director Álvarez Conde respondió a la jueza que tampoco él conserva en su poder ningún trabajo ni ninguna otra documentación del actual presidente del PP. En esas circunstancias plantea ya elevar el caso del flamante líder popular –mirlo blanco, mirlo negro– al Tribunal Supremo.
LA ESPAÑA DE LOS BALCONES. Pero no estropeemos el momento de éxtasis de Casado. Era el sábado del congreso que él valoraría como de refundación. Había escuchado la desfondada intervención de su rival, Soraya Sáenz de Santamaría, quien de tanto mandar desde la Moncloa, de tanta confianza sobrada en su victoria por simple bagaje político, había subido al escenario y leído una arenga con la emoción de un prospecto farmacéutico y algún pespunte a lo Prosper Mérimée: “Yo soy Soraya, la del PP”, afirmó mientras desplegaba un abanico rojo y gualda como la bandera española. Sáenz de Santamaría no había sopesado que su pulso no era sólo contra el joven Casado, que en su contra contaba también el tan nutrido antisorayismo que sumaban los compromisarios de la ex secretaria general del partido, Dolores de Cospedal, más el llamado “G 8”, el grupo de ministros veteranos y mayoritarios en el gabinete, que estimaban a Rajoy pero detestaban a su criatura política.
Y en éstas llegó Casado. Él sí tenía estudiada la cuestión de la banderita y el patriotismo. “Yo soy de la España de los balcones”, repetía en alusión al nacionalismo español resucitado de un coma autoinducido (tras haber permanecido en ostracismo vergonzante después de los 40 años de fascismo nacional-católico) gracias al surgimiento de la anti-España en la forma del independentismo catalán. Fue a partir de la polarización que desató el referéndum sobre la independencia de Cataluña en octubre pasado que comenzaron a aparecer banderas españolas colgando de balcones en apoyo al españolismo. La España de los balcones suena como a la rancia y cursi poética falangista de José Antonio Primo de Rivera escrita por José María Pemán. Supo Casado cómo masajear al PP tan alicaído después de los ocho años de Rajoy y de Soraya, y de su gestión fría y despiadada en su ausencia de empatía con el dolor causado en la crisis a los más desfavorecidos. Y sin una palabra de disculpa por el lodo de la corrupción que hundió primero la autoestima de la militancia y luego dinamitó el gobierno censurado un 30 de mayo.
VENDETTA FAMILIAR. Pero luego Casado subió al proscenio para lo que muy claramente sería la segunda moción de censura a Rajoy. Ya no en el Congreso de los Diputados español, sino esta vez en su propia casa, como una vendetta familiar. Como el fantasma hijo de la ira de Aznar, Casado se le presentó a Rajoy cuando éste ya creía purgadas todas sus culpas, una vez que salió en estampida abandonando la política. Porque si –según dice el nuevo elegido– “el PP ha vuelto”, entonces, ¿qué han sido los 14 años de Rajoy a su frente sino una impostura, un trono detentado, un liderazgo apócrifo?
Casado ya había dejado “arreglao” a Rajoy, para no aguantar ni la del estribo. “Somos del partido de la España que madruga”, afirmó, como si Rajoy fuese el señorito de casino que no se despereza hasta las once y media. Y semejante aforismo, entre Churchill y Lichtenberg, espumó la emoción en un auditorio entregado: es ese PP que cuando se ve desalojado del poder, sobre el cual esta derecha tradicional tiene un sentido patrimonial, embiste contra el socialismo que le ha hurtado lo que es suyo. Ese Pedro Sánchez “que ha entrado en el gobierno por la puerta de atrás” y “de la mano de los batasunos pro-etarras y de los que quieren romper España”. “A mí no me dan pena las familias de los presos de Eta”, esgrimió Casado, por el posible acercamiento de etarras a las cárceles en Euskadi planteado por el gobierno de Sánchez. Y subieron los decibelios.
UNA EXTREMA DERECHA MOVILIZADORA. Al margen de las consecuencias judiciales que para él puedan derivarse de las posibles irregularidades de su máster, el triunfo de Casado está trufado de piezas por encajar. Y que serán las que diluciden su futuro.
En primer lugar, la pretendida “refundación”, término utilizado durante años por Aznar para ningunear a Rajoy. Habrá que seguir muy de cerca ese claro escoramiento del PP de Casado hacia posturas de derecha extrema. Hay quien sugiere que ese discurso duro, que ha admitido el apoyo de la plataforma homófoba y ultraderechista Hazte Oír, y que desprecia la ley de memoria histórica y cualquier derecho de reparación a las víctimas del franquismo, ha tenido mucho de estrategia congresual, hacia el interior del partido. Y se verá sometido a una corrección, para no dejar espacio en el centro político al gobernante Psoe.
Sin embargo, se olvida casi siempre que con ese discurso de combate, con groseros ataques a un gobierno socialista y el apoyo de la jerarquía más reaccionaria de la Iglesia Católica, Mariano Rajoy obtuvo en las elecciones de 2008 más de 10 millones de votos y un 40 por ciento de los votantes, y que sólo perdió finalmente porque en torno a Zapatero se agrupó todo el voto útil de la izquierda, especialmente en Cataluña. Pero el PP alcanzó ese elevadísimo resultado con una estrategia extrema de oposición basada machaconamente en dos acusaciones tan miserables como delirantes: la de que Zapatero era cómplice de Eta –por negociar el fin de la banda armada–, y la referida a que su ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, se encontraba de alguna manera en conocimiento del atentado yihadista en los trenes de la estación de Atocha, en Madrid, en 2004.
No parece entonces que una política de negación de cualquier consenso, de una agresividad antisistema, sea sólo válida para un núcleo duro de militantes. Por el contrario, el votante del PP ha dado pruebas de una elevadísima movilización frente a la amenaza de presidentes socialistas como Rodríguez Zapatero, a quienes se les adscribían todos los males de la izquierda radical, con un tono propagandístico que hace guiños al autoritarismo español del siglo XX. Este mismo reclamo podría funcionar frente a un Pedro Sánchez que gobierna con una minoría de 85 diputados, necesitado del apoyo de los restantes grupos de izquierda y de nacionalistas vascos y catalanes. Sobre todo cuando España entra desde ya en un non-stop electoral que comenzará en otoño con el más que probable adelanto de los comicios en Andalucía, continuará en mayo con las autonómicas y municipales en todo el Estado, y culminará dentro de año y medio con las elecciones generales.
LA SOMBRA DE ALBERT RIVERA. Todo invita, pues, a la hipótesis del PP de Casado como un partido belicoso que tratará de hacerse con todo el voto del extremismo reaccionario y disputará tanto ese espacio como el de la derecha más moderada. El PP estará siempre a la expectativa de lo que sea capaz de flexibilizarse su rival en la derecha, el partido Ciudadanos, y su líder Albert Rivera, para situarse tanto en las simas del españolismo rampante como en ese arcano del extremo centro.
Mucho se ha hablado ya de las similitudes de las figuras de Albert Rivera y Casado, que en algunos rasgos semejan casi clónicas. La edad: Rivera, de 38 años, es sólo unos meses mayor que Casado. Idénticos orígenes políticos: por mucho esfuerzo de ocultación que haga, es un hecho irrebatible que Rivera militó en las Nuevas Generaciones del PP, de las cuales Casado fue presidente. Ambos comparten además el desprecio por una visión reparadora de la desmemoria del franquismo. En esto sin duda es Casado el que ha ido más lejos en un negacionismo abiertamente ofensivo. En el archivo están sus declaraciones refiriéndose a la izquierda como “unos carcas, que están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no sé quién, con la memoria histórica…”. Y queda, como campo de batalla esencial, Cataluña. Allí pegó Ciudadanos el gran sorpasso, al resultar la fuerza más votada en las elecciones autonómicas de diciembre. Por eso, como pieza clave de la lucha del voto españolista, sobre ella desplegarán ambos su arsenal pesado. De momento, a Casado le ha faltado tiempo para utilizar lenguaje bélico, explicando que todo pasa por “reconquistar” Barcelona, quizás Tarragona, luego Hospitalet…