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Vivir del trabajo de sus brazos

Desde 2007 los emprendimientos colectivos de pequeños productores y asalariados rurales son prioritarios para las entregas de predios del Instituto Nacional de Colonización (Inc). A 200 años del reglamento de tierras artiguista, en Cerro Largo cinco cooperativas dividen su trabajo en dos colonias: la Maestro Julio Castro y la Misiones Socio-pedagógicas Maestro Miguel Soler.

Colonia el Mangrullo. Foto: Manuela Aldabe.

Los alambres se cruzan: suben, bajan, parece que nacen de la nada y que sin inicio buscan dividir potreros. Es que en Cerro Largo las sierras mueven a los vehículos que circulan por los caminos, y en las tardecitas tapan de a ratos los rayos de sol. Para llegar a la colonia Maestro Julio Castro, del Instituto Nacional de Colonización (Inc), es necesario hacer 50 quilómetros desde Melo por la ruta 8 y, después de dar con el pueblo Isidoro Noblía, olvidar el bitumen de la carretera y empezar a transitar un camino de tierra.

Al costado del camino, pequeños relieves sobresalen de los campos, son tacuruses (hormigueros de termitas), pero parecen saltitos que la tierra ensaya para estar en sintonía con las penillanuras de la zona. La agricultura los impuso en esas tierras, porque luego de invadir la pradera natural con alguna semilla, estos campos –que se dedican en su mayoría a la ganadería extensiva– quedaron inundados de hormigueros por donde las vacas angus, hereford y sus cruzas circulan con tranquilidad.

Daniel Tort está casado con la presidenta de la cooperativa que conforma con cuatro colonos más; tiene dos hijos y una hija. Varios patos, gallinas y cuatro pavos saludan a la entrada de su casa, entre perros, gatos, ovejas y chanchos, detrás de un cartel de advertencia que él mismo fabricó: “Cuidado, gente trabajando”. Vive a unos metros de donde nació, en un predio de pocas hectáreas, en un rancho de chapa y madera que está colgado de una sierra y que es frío, frío, pero está a unos pocos quilómetros de la colonia.

Todos los compañeros de la cooperativa de Daniel viven en la zona de San Diego, que hasta hace poco tiempo era un punto olvidado del mapa. “San Diego era un lugar perdido en el tiempo, no existía, pero en 2007 con el programa Uruguay Rural empezó a cambiar un poco la cosa, y desde entonces ya comenzamos con el grupo”, cuenta Robert Romero, otro de los colonos que junto a Daniel –y tres más– forman el grupo Chambón y Maturrango, una de las tres cooperativas que desde abril están en la Julio Castro. En la zona la luz eléctrica llegó hace dos años. Muchos habían optado por vender sus campos, allá por el año 2000, para irse a ensanchar los pueblos en búsqueda de una casa firme y con la ilusión de poder vivir de las zafras agrícolas o ganaderas.

De libre circulación. Cuando Robert se enteró de que su grupo iba a ser uno de los tres que se quedaran en la colonia, renunció al trabajo de toda su vida en una estancia, empezó a ser dueño de su tiempo y responsable de generar sus propios mecanismos para sobrevivir: “Al patrón le dije hasta luego”. Pero los otros tres colonos –además de Daniel– no tuvieron su suerte, y siguen aún como asalariados rurales, dividiendo su trabajo dependiente con el que hacen en el campo del instituto.

Robert es el secretario de la cooperativa y el presidente de la comisión de vecinos de la escuela 60, donde desde 1954 hasta 1961 funcionaron las misiones sociopedagógicas del maestro Miguel Soler y donde este año se está comenzando a generar un espacio de nucleamiento de tres escuelas de la zona. Todos sus hijos aprendieron a leer y a escribir en la escuela de La Mina, pero sólo el más chico sigue en edad escolar, “la otra está en el liceo y al más grande le quedan dos exámenes”. Roberto Romero tiene 19 años, trabaja a diario con su padre: ayuda con los alambres y siempre está listo para montar a caballo. Es el más grande de los hermanos y dice que no le gusta mucho el liceo, pero que le encantan los animales: “En diciembre los voy a dar –a los exámenes– porque quiero ser veterinario”.

Las hectáreas que le tocaron al grupo Chambón y Maturrango son 296 y ahí tienen 75 cabezas de ganado que pertenecen a tres de los integrantes del grupo. “Estamos esperando la llegada de unas 50 cabezas, que esas sí van a ser colectivas.” Después de que las vacas comen lo grueso del pasto por estos campos que terminan en el río Yaguarón, 112 lanares mastican el resto de la pradera. Con una pintura rojiza en el medio del lomo blanco están marcadas las ovejas del grupo, y en la cabeza las que son de Daniel: “porque las ves de lejos y ya sabes, no tenés que estar mirando el número”.

También hay un par de caballos y un toro que está aislado, porque trabajan la reproducción por estaciones, así ordenan la producción y no tienen vacas pariendo todo el año. Pero además de las horas que dedican a vigilar el ganado tienen que hacer guardia casi permanente porque “los tatúes se comían el maní, después los zorros los descubrieron y les siguieron el camino”, explica Robert, mientras una de sus perras –la que lleva como nombre el de la presidenta brasileña: Dilma– parece ver algo entre los montes que aparentan ser el último obstáculo para llegar a Brasil.
Los animales silvestres no sólo destrozaron los plantíos de maní, porotos y zapallos –que hicieron para vender en los pueblos cercanos–, sino que unas pocas hectáreas de soja sembradas a medias con un agricultor de la zona fueron devoradas por las palomas. Pero los peores son los chanchos jabalíes, dice Daniel. Robert no sabe explicar por qué le gusta cazar, pero pone su mano un poco más abajo de la cintura y con seguridad dice que esa es la altura del jabalí que vio hace dos noches, grande como un ternero y que por el arrastre que deja en la tierra pesa unos cien quilos.

Entre los alambrados que los colonos del grupo Chambón y Maturrango hicieron en conjunto, con la colaboración de la familia directa pero también con hermanos y hasta con las parejas de sus hijas, se ven cruces y caminos bien marcados: son los pasos de los venados salvajes. Pero para los dos colonos de la cooperativa no son tan claros los senderos para mantener a un grupo de pequeños productores unidos. “El que diga que en un grupo no hay problemas, lo único que hace es faltar a la verdad. Hay discusiones, pero las cosas siempre se arreglan conversando”, cuenta Daniel. Y agrega: “lo malo del grupo es que somos pobres, pequeños productores muy pobres”.

Según Robert hay personas que entienden lo que es trabajar en grupo y hay otras que se quedan sólo con la idea personal de lo que quieren hacer, y se cierran en eso, “y no es así, todo se puede conversar”. Para ellos dos cabezas piensan más que una, dicen que son muchos los ejemplos, y se nota, porque no tienen que ir muy para atrás en el tiempo. “Ayer tenía un trabajo que me iba a llevar el día entero, pero pasó Daniel y me dijo por qué no lo hacemos así, y la tarea quedó pronta en dos horas.”

Más que un grupo. Toda su vida se la pasó en el campo, nació en el medio de tres hermanas mujeres y un varón, y con la misma tranquilidad que los espinillos se mueven para dejar en el aire el aroma de sus flores amarillas, Karina Rivero dice: “Desde niña me gustaron las tareas de campo, siempre hice todo”. Vive a unos 20 quilómetros del predio grupal y amanece todos los días a las siete de la mañana, para poder combinar las tareas rurales con las domésticas. Karina es una de las pocas colonas mujeres que el Inc tiene registradas, y es parte activa del grupo Cruz de Piedra, otra de las cooperativas que se quedaron en la colonia Julio Castro.

La cooperativa Cruz de Piedra está integrada también por cinco pequeños productores ganaderos, pero tienen la maquinaria y las 78 reses en forma colectiva. Algunos siguen siendo asalariados rurales y otros trabajan por su cuenta en campos de pocas hectáreas, pero todos viven en la zona y se juntaron para poder desarrollar mejor la ganadería.

Algunos integrantes del grupo querían ser colonos desde hacía años, cuando los campos sólo se los daban a individuos y no a colectivos, como el Cruz de Piedra, que empezó a trabajar en el año 2007. Para Miguel Moreno, otro de los integrantes del equipo, este cambio de política del Inc es fundamental; a él que se le van todas las mañanas y las tardes trabajando en una estancia, esta es su oportunidad. “Trabajar en grupo es fundamental, porque solo es muy difícil. Capaz que el que tiene el dinero para invertir en un campo, solo, no necesita que el Inc le dé uno, esto de lo colectivo favorece a muchas familias y no a una sola.” En total la colonia Julio Castro –que lleva este nombre por la influencia que tuvo el maestro en los trabajos que Miguel Soler realizó en la zona– tiene 770 hectáreas, y son 15 familias de asalariados rurales y pequeños productores familiares las que se benefician del proyecto.

Si a Miguel se le pregunta qué es lo más importante de su grupo no tiene dudas, y sus manos anchas se siguen mostrando abiertas al diálogo: “Acá nosotros somos pobres en lo económico, pero ricos en lo humano”. Hace cuatro meses, cuando recibieron el campo, la sequía era muy grande, no había pasto ni agua para las vacas, y hasta los bajos estaban amarillos. “Acá no es revolvete como puedas, porque entre todos los vecinos nos ayudamos, el que tenía algo de comida le prestó al compañero, y lo mismo con el agua”, cuenta Miguel.

El grupo trabaja en conjunto con otra cooperativa, Esperanza, que es el tercer colectivo de productores que integra la colonia Maestro Julio Castro. Entre las tres cooperativas y algún otro vecino se arreglan para hacer colectivas las ventas de ganado, y ahora tienen un proyecto en común; con la ayuda del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca van a construir una represa para sustentar todo un sistema de riego.

El grupo Cruz de Piedra tiene un objetivo claro para el futuro, luego de cumplir lo acordado con el Inc para los próximos cinco años. Porque, siguiendo el espíritu del reglamento que Artigas propuso en 1815 –quien recibía un campo estaba obligado a cumplir con ciertas tareas mínimas–, el instituto supervisa la explotación de la tierra, ya que se busca lo mismo que hace 200 años: poblar la campaña y generar más producción.

Pero la idea de este grupo es poder hacer en unos años más el ciclo completo del ganado (desde la cría hasta el engorde) y vender reses ya “terminadas”. Por ahora el poco pasto que tienen no les permite hacer este proceso, por lo tanto miran al futuro con un tractor, un par de herramientas más y muchas ganas de trabajar. Aseguran que van a arrancar todos los árboles, la paja y las chircas que ocupan más de la mitad del campo, para poder entonces tener más ganado, no depender de intermediarios que se queden con sus ganancias y mejorar su escala como pequeños productores ganaderos.

Más de 15 opiniones. La estancia que un brasileño le vendió al Inc pasó a ser desde 2011 la colonia Misiones Socio-pedagógicas Maestro Miguel Soler y es explotada hoy por dos grupos de cinco colonos cada uno. La antigua casa principal, la del capataz, la del administrador y la de los peones son instalaciones donde viven dos familias, pero en total las utilizan ocho.

Fueron 14 los grupos que se presentaron al llamado de aspirantes para ocupar esta colonia, y luego de que presentaran sus proyectos, de varias entrevistas con ellos y de que el directorio del instituto estudiara cada perfil, la colonia se partió al medio. El Inc toma los ideales de la legislación artiguista para otorgar sus tierras y beneficia a los que menos tienen: según la ley 18.187, se prioriza a los pequeños productores, a los asalariados rurales, a los desalojados y a las familias jóvenes con hijos en edad escolar.

Cerca de 400 hectáreas quedaron en manos de cada grupo, que trabaja de modo distinto la ganadería (aunque en una colonia se subarrienda un espacio para la agricultura). Los colonos y el instituto tienen un acuerdo con un agricultor particular que paga al Inc una renta más cara que la que pagan los colonos, y el organismo estatal invierte ese dinero en semillas o fertilizante para los colonos. El agricultor tiene el compromiso de dejar una pradera sembrada luego de su cosecha, lo cual genera un espacio con una pastura mejorada para el ganado.

“Nos empezamos a juntar en 2009, y antes de ser colonos estuvimos dos años en este campo con nuestro ganado a pastoreo”, cuenta Pablo Beck, uno de los integrantes del grupo Guayubira. Dos de los miembros de esta cooperativa trabajaron como peones en el antiguo establecimiento del brasileño, algo similar pasa en el otro grupo que tomó el nombre de la estancia como propio: Cimarrones.

Según Pablo, trabajar en grupo no sólo es difícil sino que a veces se hace imposible, “porque esto es como un matrimonio: sólo que te casás con cuatro personas más, sus parejas y sus hijos; en realidad, te casás con una situación”. Los problemas más grandes no están en las decisiones financieras o en los acuerdos para vender el ganado, sino en la resolución de las situaciones diarias y en el mecanismo de toma de decisiones.

Pablo pone un ejemplo, dice que se puede pasar toda la tarde contando distintas situaciones y agrega que lo fundamental para trabajar en grupo es respetar las decisiones colectivas: “Tenemos que ver si se echa fertilizante en la tierra o no. Y ahí todos opinan: los cinco titulares, sus parejas, los hijos y hasta los perros”. Con el tiempo esto fue cambiando, y ahora muchas de las reuniones son sólo con los cinco colonos titulares.

Las peleas grandes llegan básicamente por una razón: “no se puede trabajar sin colectivizar el ganado”. Pablo ahonda en esto que afirma como máxima, porque hoy el grupo tiene el 90 por ciento del ganado en común, pero esto no fue sino hasta fines de 2012, cuando se cansaron de las peleas. “Cuando empezamos a trabajar nos propusimos colectivizar de a poco el ganado, y era ideal, pero al año y medio teníamos una ensalada tan grande… No pudimos colectivizar, no llegamos a separar el ganado por raza, ni a uniformizar por categoría.”

La realidad le impone frenos a los ideales, en poco más de 400 hectáreas cada uno de los cinco colonos trabajaba el ganado como si fuera propio. “Teníamos que vacunar y entonces en el tubo había 15 jeringas”, cada uno tenía sus propios medicamentos y se los administraba sólo a su ganado. “Aquello era imposible. Que ésta es mía y le di el medicamento; ah, pero no era tuya, entonces tenés que compensarme en una vaca mía.” El productor agrega que este modo de trabajo no sólo es desorganizado, sino que generaba mucha desconfianza.

“Parece fácil, pero no lo es, la gente piensa que tiene que hacer lo que su corazón le manda”, reflexiona el colono, después de contar que la idea es que en sólo tres meses del año las vacas queden preñadas, pero muchas veces algunos de sus compañeros unen al toro al rodeo en cualquier momento del año. De todos modos el productor dice que ahora que gran parte del ganado es de todos las cosas van mejor, porque antes “me tocaba a mí recorrer y curaba mis vacas, pero justo no veía que la tuya también estaba para curar”.

Según Pablo, si bien la labor grupal tiene muchos problemas, los beneficios son más, porque significa una mejora patrimonial muy importante. Hasta en lo personal ve el desarrollo: “Yo no sabía andar a caballo y acá se reían de mí, pero tuve que aprender”. Entre risas cuenta que él también les enseñó algo a sus compañeros, porque ninguno tiene el hábito de sembrar lo básico de una huerta para el consumo propio. “Acá al gaucho no lo bajás del caballo, te planta un árbol si el patrón lo manda. Y en la comida te comen un tomate y media hoja de lechuga, lo demás es cosa rara.”

Desde San Diego se ve Brasil, pero no se divisa la ruta 8, menos sus pozos, que en algunos quilómetros son zanjas, no se escuchan las motos que pasan cargadas de garrafas desde la frontera, tampoco los ómnibus con el surtido para todo el mes que desde Aceguá van a Melo. Las sierras de este paraje de Cerro Largo parecen que apresan a los paisanos, que recién desde hace dos años pueden tener luz eléctrica, que viven de la ganadería extensiva y que recuerdan con anhelo la época dorada cuando por el río Yaguarón, y sin marca alguna, vendían su ganado a los del otro lado del río.

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