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Los refugiados y los pobres de Hong Kong

Venid a mí los ricos

Icono del capitalismo en la China comunista, la llamada “perla de Oriente”, no es sitio para pobres. Y menos para pobres extranjeros. Y menos aún para pobres extranjeros que huyen de guerras. Desde que bajo mandato británico esta tierra se mantuviera al margen de la Convención de las Naciones Unidas de 1951, los refugiados no son formalmente bienvenidos en Hong Kong.

Asentamiento de refugiados en Hong Kong, registrado por la ONG Vision First

Luego de que asesinaran a su padre y a uno de sus hermanos, Abdul decidió huir de Pakistán. En el invierno de 2008, con 20 años, recorrió en autobús la distancia que separa Islamabad de la frontera con China. Desde allí siguió el viaje en tren, durante siete días, hasta llegar a Shenzhen, frente a Hong Kong. Llevaba una mochila, algo de ropa y un par de zapatos. Sus amigos le habían contado que en Hong Kong podía estar a salvo. “Lo único que necesitaba era seguir vivo”, dice. Pagó 700 euros al dueño de una barca clandestina y emprendió el último tramo de su huida junto a otras once personas. Recuerda que habiendo ya zarpado comenzó a nublarse y al cabo de poco tiempo se desató una tormenta eléctrica. La embarcación no resistió el aguacero y empezó a hundirse. Entre todos intentaron achicar el agua. Abdul gritó, después lloró y rezó. “Voy a morir”, pensó. Se tiró al agua y nadó. No sabe cuántos minutos u horas pasaron hasta que la guardia marítima de Hong Kong lo rescató primero y lo detuvo de inmediato. Cree que estuvo retenido durante nueve días.

Abdul relata su historia siete años después como si hubiese ocurrido una semana atrás. Habla sin pausa, deprisa. Tropieza con las palabras pero no con su memoria. Llegando a su casa, a las afueras de Hong Kong, saluda en cantonés a sus vecinos chinos. “Aquí vivimos unas veinte personas, compartimos el lavabo y la cocina”, explica. Se refiere a un asentamiento de la villa Nai Wai, levantada en un área situada más allá de las montañas que dibujan el límite entre la región administrativa especial de Hong Kong y el resto de China continental. La imagen del lugar es la que se encuentra en muchas villas miseria: familias hacinadas debajo de planchas de zinc agujereadas, superpuestas y atadas con alambre, con paredes de aglomerado enmohecido, parcheadas con nailon y cartón. Arriba, varias piedras y muchos trastos sujetan el techo. Abajo hay tierra, trechos de cemento, algunas baldosas y charcos con insectos muertos. Cables sueltos cuelgan por todos lados. En los pasillos, el humo del incienso se mezcla con el hedor fétido del pozo que utilizan como retrete, dentro de un habitáculo que es guarida de ratas y cucarachas. El resto del espacio se lo disputan sillas destartaladas, una heladera herrumbrada y alguna tele quemada.

Esta no es la única villa miseria de Hong Kong. La Ong Vision First detalla la existencia de por lo menos 60 barriadas, con habitáculos arrendados con dinero público. “La génesis de estos asentamientos está en que el gobierno no le da a los refugiados una cantidad suficiente para el alquiler. Pero sobre todo está en que no les permite trabajar. En una ciudad como ésta, si no podés trabajar, ¿cómo hacés para vivir?”. La pregunta que plantea el director de Vision First, Cosmo Beatson, es la que se hacen los cerca de diez mil solicitantes de asilo que viven aquí en Hong Kong. Por ley, no deben trabajar. Si lo hacen pueden ser condenados a más de un año de prisión, como le ocurrió a Abdul cuando fue descubierto mientras lavaba platos en un restaurante. “Mi único delito fue intentar pagarme los gastos diarios, la ropa, los muebles, pero me trataron como a un criminal”, explica en su habitación de Nai Wai.

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En esos 15 metros cuadrados, Abdul se las ha ingeniado para acomodar una cama, un sofá, una mesilla, una estantería y una heladera. El perchero, que no cupo entre los muebles, cuelga del techo. Quiere mudarse, pero reconoce que no tiene alternativa.

El gobierno de Hong Kong otorga a los solicitantes de asilo 1.500 dólares locales mensuales (unos 170 euros) para arrendar un espacio donde vivir. “Con ese dinero aquí no se alquila ni el párking para una moto”, sostiene Beatson. En una ciudad en la que según la revista Forbes el precio de la vivienda es casi diez veces superior al de Nueva York, con ese monto, las opciones se limitan a una improvisada habitación en un barrio marginal de chabolas o una jaula-dormitorio en reducidos pisos que llegan a ser compartidos por 15 personas e incluso más. En jaulas duermen de hecho alrededor de cien mil personas, según denuncia Angela Lui, de la Ong Soco, la mayoría ancianos e inmigrantes. Unos y otros forman parte del 20 por ciento de los 7 millones de habitantes de Hong Kong que vive por debajo de la línea de pobreza, de acuerdo con esta organización local.

Desde que Hong Kong adhirió a la Convención contra la Tortura de 1992, casos como el de Abdul pueden ser sometidos a un escrutinio administrativo con el fin de comprobar su veracidad. De confirmarse que corre peligro de muerte o de ser torturado en su país de origen, Hong Kong no le otorgará la residencia sino que lo derivará a un tercer país que admita refugiados. El proceso puede durar una década y los resultados no son alentadores: de las 16.700 solicitudes presentadas desde 1992 la ciudad ha reconocido a 37 víctimas de tortura, según cifras presentadas por Vision First a partir de datos oficiales.

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“Esta es una sociedad racista y cerrada. Sólo hay respeto por el extranjero rico”, señala Beatson. “Si la gente llega aquí con mucho dinero, no importa si viene de Kenia, Nepal o Pakistán. Siempre va a poder encontrar una visa de negocios o de inversión. Pero cuando se trata de una trabajadora doméstica, un inmigrante o solicitante de asilo, la xenofobia es muy fuerte”. Los solicitantes de asilo esperan un promedio de 7 a 10 años para obtener, a la luz de las estadísticas, una respuesta negativa. Actualmente 10 mil personas se encuentran ancladas en un limbo legal, sometidas a un sistema draconiano, extenuante, que no quiere ser asociado con tipo alguno de solidaridad. Sin ambages y en esa dirección, las autoridades subrayan que la “ayuda humanitaria” otorgada a los solicitantes de asilo “no pretende proporcionar más asistencia de la necesaria” a fin de evitar cualquier “efecto imán” que pueda tener “graves consecuencias sobre la sostenibilidad del programa de ayuda y el control de la inmigración”. La ciudad, considerada una de las más ricas del mundo, se blinda así ante posibles “abusos” que amenacen su sistema liberal, que encabeza “el vergonzoso ranking de sociedades desarrolladas con mayor índice de desigualdad”, como escribió Rubén González, profesor de Desarrollo y Relaciones Internacionales en la City University de Hong Kong (El País, Madrid, 03/X/14).

Bajo este régimen de estricto control, un número indeterminado de refugiados permanece en barriadas, a la deriva, y durante años a merced de la caridad de organizaciones no gubernamentales e instituciones religiosas. ¿Cuántas personas se encuentran en esta situación? El International Social Service (ISS) no responde a ninguna pregunta específica sobre estos tugurios. Y debería hacerlo, porque esta organización suiza ha sido seleccionada por el gobierno local para gestionar el monto destinado al alojamiento de los solicitantes de asilo, dinero que nunca va directamente a los inmigrantes sino al titular de la tierra, en el caso de los barrios de chabolas. “Antes de entregárselo al propietario, International Social Service solicita los documentos pertinentes que deben cumplir con determinados requisitos”, indican sus portavoces en Hong Kong. Aseguran que ISS también lleva a cabo visitas para comprobar, por ejemplo, las condiciones de salubridad del lugar donde viven los refugiados. Sin embargo, Abdul y todos sus vecinos aseguran que allí nunca recibieron a ningún responsable de ISS. Ante la propuesta de visitar la vivienda del joven pakistaní, representantes de la organización no acceden por motivos de agenda. “De hecho no les importa”, dice Abdul. Recuerda que no fue hasta enero pasado, cuando un inmigrante de Sri Lanka murió en un asentamiento a causa de un incendio, que el gobierno hongkonés comenzó a prestar atención a esta realidad denunciada por medios de comunicación locales e internacionales. Pero de acuerdo con la lista de Vision First (nunca desmentida por el gobierno) de las casi 70 barriadas sumergidas en lo que fueran granjas de cerdos, sólo diez han sido clausuradas.

Aideen McLaughlin, de Justice Centre Hong Kong, otra ONG de referencia en materia de refugiados, tampoco conoce el número de inmigrantes que vive en chabolas ni la cantidad de barriadas que existen en la ciudad. “Hay una creciente preocupación entre algunas ONG por esta situación. Pero no podemos hacer comentarios porque no lo hemos investigado en profundidad”, sostiene. Reconoce por otra parte que Justice Centre ha recibido “todo tipo de reclamaciones” por parte de los refugiados con respecto a los servicios gestionados por ISS. Así como ocurre con la vivienda, también en lo que atañe a la alimentación la organización suiza ha sido severamente criticada. Pero en este último caso el gobierno dio la razón a los demandantes. En el transcurso del año pasado, los miembros  de la Unión de Refugiados de Hong Kong llevaron adelante movilizaciones y protestas con el objetivo de poder adquirir los alimentos personalmente en lugar de los paquetes de comida entregados por ISS, cuya calidad y cantidad fueron puestas en cuestión por los refugiados. “Fue un paso muy importante”, añade Abdul en alusión a los cupones que pueden canjear ahora por alimentos en los supermercados autorizados. El ISS no hace comentarios al respecto, limitándose a repetir la información que ofrece su página web.

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“¿Pero quién quiere venir aquí? ¿Quién quiere dejar voluntariamente su hogar, su tierra, para venir a Hong Kong? Todos sabemos que el gobierno da la bienvenida a la gente rica y poderosa y quiere mantener lejos a los pobres y a los refugiados. Por eso la política gubernamental, al no permitirles trabajar, los empuja a cometer delitos”, remarca el hongkonés Jaco Lam, portavoz de Acción Socialista, la única agrupación política que defiende abiertamente las demandas de la Unión de Refugiados. “El racismo se ha transformado en un problema cada vez mayor aquí, también en Europa y en otras partes de mundo, porque en medio de las crisis económicas los defensores de este modelo suelen echar la responsabilidad a la gente que viene de fuera”. Y agrega: “Eso es demagogia. Porque en realidad muchos de los problemas que sufren ellos los sufrimos los más pobres de esta ciudad”.

En pleno agosto, con una humedad sofocante, Abdul acaba de ser padre de una niña. Planifica vivir junto a su pareja, una joven indonesia, y a la recién nacida, pero no sabe dónde ni cómo. “Necesito trabajar y hacerlo legalmente”, repite indignado. “Es muy injusto. El gobierno nos acorrala. ¿Qué puedo hacer?”, se pregunta con poco margen para el optimismo. Por lo pronto, sabe que la movilización y la presión de la Unión de Refugiados pueden traducirse en resultados concretos. También confía en los medios de comunicación y el apoyo de organizaciones locales. “Nuestra obligación es no dejarlos solos. Pensamos que el asilo es un pilar básico de la democracia, no se trata de una minoría étnica. Es un derecho de todos los seres humanos”, enfatiza Lam.

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