“Unas palabras tan bruscas que te duelen y te llegan al alma” - Brecha digital
El testimonio de las trabajadoras bolivianas explotadas en la mansión de Carrasco

“Unas palabras tan bruscas que te duelen y te llegan al alma”

Fue necesaria una orden de allanamiento para que los inspectores del Ministerio de Trabajo pudieran entrar a la mansión de Carrasco donde trabajaban de manera ilegal varias ciudadanas bolivianas. Era la punta de una madeja que prosiguió con una denuncia en un juzgado del crimen organizado. Brecha conversó con varias de las trabajadoras que llegaron para cumplir tareas en la casa de Nathalie Manhard y en la de su padre, Enrique Manhard, miembros de una de las familias más adineradas del país. Las trabajadoras relataron cómo son captadas en su país, las condiciones a que son sometidas en Uruguay y lo difícil de escapar cuando el mundo es tan ajeno. En el Uruguay de 2012, una historia de gente que se piensa con derecho a ser dueña de otra gente. Por suerte el Estado esta vez parece estar dando todas las garantías necesarias.

Se las había arreglado sola, siempre. Incluso cuando se fue a Buenos Aires, y también a San Pablo, a trabajar en talleres de costura, y dormía y trabajaba y comía y vivía en una pieza. Seguramente en alguna de esas maquilas tan infames como ilegales, que dos por tres son noticia en la tevé cuando se incendian, o cuando se descubre que allí trabajan cientos de migrantes irregulares por salarios miserables.

Pero esa mañana, cuando su sobrina la invitó a probar suerte en la agencia de colocación de personal llamada Verónica, Laura –así le diremos a los efectos de esta nota– aceptó. Hacía poco sus antiguos empleadores se habían mudado de La Paz a Santa Cruz y ella no los siguió porque sus hijos van al colegio en la capital boliviana. Así que decidió probar suerte. Apenas llegó, “Vero” le preguntó si quería trabajar en Uruguay. Se extrañó, pensando que le hablaban de la avenida paceña, famosa por ser lugar de venta de pescado; pero no. “De Argentina, más allá”, le aclaró la dueña. “Anímate. Es una señora muy rica, paga muy bien, trata muy bien a las muchachas.” Preguntó cuánto era el salario y Vero aseguró: “Quinientos dólares para empezar. El segundo mes te va a aumentar 100 y vas a ganar 600 dólares”. Mientras ella sacaba cuentas y dudaba, Vero marcó un celular y lo dejó sonar un par de veces antes de cortar. Miles de quilómetros al sur, Nathalie Manhard Sasson entendió el mensaje y con presteza devolvió la llamada. Instantes más tarde boliviana y uruguaya mantenían el diálogo:

—El trato es que te voy a pagar 500 dólares. Pago muy bien. Tengo otras muchachas bolivianas ¿sabés limpiar?
—Sí, tengo certificados de trabajo.
—¿Estarías dispuesta a venir?
—No sé, es que tengo niños…
—¿Tenés a quién dejárselos?
—Con su papá o mi hermana.

Durante la conversación, “Vero me dice: ‘¿Para qué le dices que tienes hijos? No tengo hijos, debes decir’. Y me dice la señora: ‘No hagas caso a lo que dice Vero, hacé caso a lo que yo te pregunto y contestame’. Y yo le contestaba todo: sabía limpiar, sabía de costura, porque en Buenos Aires y San Pablo he trabajado en talleres de costura. Me pidió mi teléfono pero le di el de mi hermano, porque no estaba decidida a trabajar. Vero me decía: ‘Anímate, anda. Es una señora millonaria, que bien paga. No es cualquier señora, una cónsul, me dicen que es. Dicen que es bien grande, bien linda, la casa. Las otras muchachas que trabajan me dicen que es bien buena. ¿Quieres hablar con las otras?’. Hablando no voy a ganar nada. El lunes vengo si no encuentro trabajo”. Y se fue.

Después, todo sucedió muy rápido. Cuando llegó a su casa, Manhard ya se había comunicado nuevamente. Horas más tarde volvió a llamarla y prometió: “Si te quedas un año no te voy a descontar el pasaje. Te voy a dar un celular, te voy a dar un chip”.

“Yo debía al banco –cuenta ahora la trabajadora a Brecha–, y mi hermano y mi cuñada me decían que así pagaría más rápido. No es que 500 dólares fuera mucha plata. Son 3 mil bolivianos porque el dólar allí está muy bajito, pero me venían como anillo al dedo, como dicen. Que yo esté aquí, no gaste en mis pasajes… podía mandar un monto para mis hijos y otro para el banco”. Cuando el domingo a la mañana Manhard insistió con un nuevo llamado y aseguró que había girado dinero a Vero para el pasaje, Laura decidió aceptar.

El martes al mediodía tomó el bus que la separaría de la cordillera de los Andes para, tres días después, dejarla con el mar a sus pies en Montevideo. Tomó el taxi negro y amarillo tal como “la señora” le había indicado y minutos más tarde arribó a la mansión ubicada en Américo Ilaria, entre Viña del Mar y Copacabana. Los 400 pesos del taxi los pagó la cocinera. Dejó sus cosas en la habitación, se dio un baño, e instantes después comenzó su trabajo. Enseguida su identidad comenzó a desdibujarse. A partir de ese momento era “la de la planta baja”, como se llama en aquella casa a la encargada de la limpieza de ese sector. No imaginaba todo lo que viviría en los próximos meses.

En la residencia de Carrasco trabajan cuatro personas, siempre de origen boliviano (una “planta alta”, una “planta baja”, una niñera y una cocinera). La paciente reconstrucción que hizo el colectivo feminista Cotidiano Mujer –institución a la que se acercaron varias mujeres en busca de ayuda– permite saber hoy que al menos 12 ciudadanas de aquel país pasaron por la casa en el último año. Todas llegaron a través de la agencia Verónica, solicitadas por Nathalie Manhard. Viajaron por tierra, sin contrato, permanecieron de forma irregular en el país. Recibían 500 dólares de salario, trabajando prácticamente el doble de horas de lo estipulado por ley y con un descanso de cuatro horas semanales, nunca en fin de semana (véase recuadro).

Brecha está en condiciones de informar que Manhard también contactaba a la agencia boliviana en procura de personal doméstico para sus amigas y para sus padres (Enrique Manhard y Vivianne Sasson). Al menos en la casa de sus padres, las trabajadoras recibían un trato similar. Según el testimonio de una ex trabajadora de esa casa, el vínculo laboral en ese lugar también era a través de Nathalie. Era ella quien decidía todo lo referente al trabajo. Relatan también que, mientras su madre solía mantener un trato amable, Enrique, el padre, era parecido a su hija en la forma de dirigirse a las trabajadoras.

Otra de las constataciones es que cuando el vínculo laboral finalizaba (sea porque no aguantaban el nivel de estrés o porque Manhard decidía que no trabajaran más) eran “despachadas” (tal es el término que utilizan) a Bolivia, incluso contra su propia voluntad. A partir de que algunas lograron permanecer en el país es que se conoció la historia.

LA SEÑORA TIQUI TIQUI

“Tiqui tiqui. Acá se viene a trabajar”, cuentan que decía Nathalie Manhard a sus empleadas, mientras movía ágilmente los dedos en señal de caminata. “Hasta ahora tengo en mi mente esa palabra”, comenta una de ellas mientras repasa algunos de los hechos que muestran, además de las irregularidades y el incumplimiento de las leyes, un fuerte componente de racismo y clasismo por parte de la empleadora.

“Nos teníamos que parar a las 6 de la mañana y el desayuno debía estar servido a las 7 en punto. ‘La comida de la casa’, decían ellos, porque tienen la cocina principal y la cocina del servicio. Y la comida del personal es muy distinta a lo que ellos comen. Nos compraba carne picada común, un quilo, que tenía que durar un mes. Lo que más comíamos era polenta con pulpa de tomate o fideos hervidos con pulpa de tomate o con atún. El jardinero no estaba autorizado a comer, pero la cocinera decía ‘yo tengo hijos, sobrinos’, y tratábamos de cocinar algo más y le dábamos. Nuestro plato de lujo era arroz con huevo, o con pancho. Muy rara vez podíamos comer lenteja. No podíamos comer tomate, salvo que estuviera a precio bajo. No podíamos comer lechuga porque es carísima. Pero había rúcula en su huerto y podíamos comerla. El desayuno era con un paquetito de Nescafé. No podíamos tomar leche, Si era temporada de manzana compraba una bolsa para nosotras. O de naranja. Pero otra fruta no se podía comer. Ni banana ni otras cosas más. Ella decía que en todo Uruguay el trato era así. Que teníamos que comer así.” Un día, enterada de que una trabajadora decía que ya no quería comer, Manhard les dijo: “Si nadie quiere comer lo que les doy aquí, pueden salir, comprarse con su plata. Hay Mc Donald’s; pueden ir a comer ahí, puede ir a comer al restorán, si tienen plata”. A la mala alimentación se le sumaban las extenuantes jornadas de trabajo: un promedio de 14 horas de lunes a lunes, con media hora para comer, y una hora de descanso que difícilmente podía cumplirse porque siempre había tareas para hacer. “No tenía ese tiempo”, dice una trabajadora.

Después de la limpieza de las habitaciones, había que ayudar en la cocina, y además “tenía que planchar. Planta alta lavaba y planta baja planchaba. Decía en la carpeta (un “manual de instrucciones” que se les entregaba a su llegada) que planta baja se hace cargo de coser, limpiar los championes a diario, bajar y subir las cosas. La misma señora nos hacía pelear. Demasiado estrés, era”. Por ejemplo, dice el manual que la persona encargada de la planta baja debe, según el día de la semana, limpiar el hall de entrada y el baño de visitas, el breakfast, el comedor, el living, el lavadero, el depósito de deportes, el dormitorio y el baño de huéspedes, el depósito frente al dormitorio de servicio, el baño y el hall del escritorio, el estar, el billar, el playroom y su baño, la barbacoa, con su baño y cocina incluidos. Entre sus tareas también está tender y servir la mesa durante la comida, lavar a máquina y a mano, colgar y secar la ropa, limpiar y lustrar zapatos, guardar la ropa y el calzado. Asimismo debe ayudar a la cocinera (salvo los días que está cubriendo a la niñera) en el mantenimiento de la cocina principal (“siempre impecablemente limpia, horno, anafe, micro, heladeras, filtros, muebles, pisos”).

Hojo de Ombú

Al principio pensaba que el trabajo en Uruguay “debe ser así”. Pero un día la cocinera, que llevaba más tiempo en la casa, dijo que así no era. Eso le había comentado una profesora uruguaya que durante un tiempo frecuentó la casa. Le habló de las leyes, del descanso, de la limitación de la jornada y los beneficios que les correspondían y de los cuales no tenían noticias. Las trabajadoras no tenían a quién preguntar. No conocían a nadie en el país, no sabían a quién recurrir. Es que el trabajo migrante, cuando además es irregular, atrapa y congela. Sólo tenían cuatro horas semanales libres. Eso impedía su movilidad a lugares alejados de la residencia de Carrasco, a lo que se le suma el temor (el autoimpuesto y el propiciado) de ser “atrapadas” en tanto que, luego de los primeros tres meses, su permanencia en el país era irregular. “Si saben que están irregulares las detienen”, cuentan que les decía Manhard, quien hacía rato había perdido las buenas formas que mostraba por teléfono. La prohibición imperaba también dentro de la residencia: tenían prohibida la conversación entre ellas a no ser por asuntos estrictamente laborales.

“Una noche se rompió una carpa que en la mañana se abre y en la noche, antes de que entre el sol, se recoge. No sabemos qué pasó. Llegó furiosa y era tan… Me agarró primero a mí, me gritó que era una muerta de hambre, que ella hacía comer a mis hijos. Que con lo que ganaba ni en 20 años podía pagarle porque esa carpa costaba más de 20 mil y pico. Luego tomó a la otra. Pero con unos ojos, tenía un carácter… una voz que te hace temblar. Yo con sólo mirar a esa señora le tengo miedo. Hasta el día de hoy le tengo miedo, un miedo grande. Te grita, te da como unas palabras tan bruscas que te duelen y te llegan al alma.”

SALIR DE AHÍ

Los intentos por conocer sus derechos fueron permanentemente boicoteados. Un día la cocinera decidió que saldría muy temprano y utilizaría sus horas libres para ir al Ministerio de Trabajo. Salió, volvió sin haber encontrado la sede, pero con la certeza de que en Uruguay las cosas no eran como las pintaba Manhard. “Nos iremos”, le dijo a Laura. “Una muchacha ya había escapado de la casa; había sacado su maleta por la ventana y se había escapado. Estaba antes que yo llegara,” contó. Pero el plan en este caso era otro: “Le diremos que nos vamos a ir, y nos vamos a Punta del Este, que pagan bien”, dijo la cocinera. A los pocos días Manhard le anunció que le adelantaba las vacaciones porque ella viajaría a Punta del Este, a casa de su madre. La cocinera propuso ir con ella pero la dueña de casa dijo que su madre tenía su propio personal, que visitara a sus hijos en Bolivia y que se verían al regreso. Para ella quedaba claro que estaba siendo “despachada”. “Lo mismo sucedió con otra muchacha que estaba averiguando. Una peruana le había dicho que el trabajo es bien distinto. Eso fue en la mañana, y en la noche la despachó a Bolivia.”

Era domingo por la tarde cuando la cocinera debió abandonar la casa. Al poco rato llamó. “Como había estado más de ocho meses no podía salir sin pagar a Migraciones. Pero como era domingo no podía. La señora Nathalie le dijo que se volviera.” Sin embargo, a la mañana siguiente “la señora se tomó la ‘amabilidad’ de llevarla a Migraciones y despacharla en el ómnibus de Tres Cruces hasta Buenos Aires. Su plan no dio resultado. Esa noche sólo hablamos ella y yo, luego se fue y perdimos contacto. Pero ahí supimos cómo era. La muchacha de la planta alta conoció a una peruana y le dijo lo mismo: el trabajo no es así.” Para ese entonces Laura ya había anunciado a Manhard que quería viajar a Bolivia en verano, cuando se cumpliría más de un año de su llegada al país. “Ella me decía: ‘¿Por qué te vas a ir, si tú me agradas? Haces bien las cosas, la costura, peinas’. Pero yo decía que extrañaba a mis hijos. Quería salir de esa casa porque era mucho, yo no daba más.”

DESENLACE

¿Cómo supo la dueña de casa las intenciones de la cocinera? Según el relato de varias trabajadoras (que no se conocían entre sí hasta su encuentro en Cotidiano Mujer), en la residencia hay cámaras y micrófonos que permiten ver y escuchar todo lo que sucede. “(Nathalie) estaba en Punta del Este y en la computadora veía lo que sucedía en la casa”, dijo a Brecha una de las trabajadoras de la casa de los padres, que en el verano cumplía funciones en su residencia del balneario. “Una vez vinieron a arreglar una pared y ella llamó preguntando quién era la persona que estaba en el pasillo.” Un relato similar fue aportado por otra trabajadora, que cumplía funciones en casa de los padres Mahard: “Una vez me puse muy triste. A veces me digo qué estoy haciendo aquí. En eso, me llama la señora y pregunta si me pasa algo, no sé cómo supo que estaba llorando. Le dije que me iba a retirar. Ella quería volverme a Bolivia. Me dijo que esperara hasta el 2 de agosto”, narró a Brecha. La “señora” a la que hace referencia es Nathalie, puesto que era ella quien gestionaba los temas con el personal de su madre. Días después las dos trabajadoras bolivianas que cumplían funciones allí fueron trasladadas sin previo aviso a Migraciones para cambiar la tarjeta de entrada por una de salida del país. En la noche el chofer las llevó a Tres Cruces, con el cometido de “despacharlas” a Buenos Aires. “Vino la señora a pagarnos, con los descuentos. Yo contaba con 400 dólares para llevarlos”, al igual que la otra trabajadora. “Pero viendo la plata ya no llegábamos. Habíamos venido con poca plata pero ya regresarnos sin nada… No queríamos volver, pero decía ¿dónde vamos a dormir? Yo estaba llorando (en la terminal) cuando vino una señora que nos preguntó qué nos pasaba. Nos ha dado la dirección de un refugio donde fuimos a pasar la noche (la Casa del Inmigrante César Vallejo). Lo encontramos como a las 12 de la noche. Al día siguiente estábamos en plaza Independencia y una amiga nos trajo aquí” (se refiere al local de Cotidiano Mujer).

Es en la casa del colectivo feminista donde confluyen las historias y donde varias de las trabajadoras bolivianas han tenido contacto entre ellas por primera vez. Laura también llegó a Cotidiano después de abandonar la casa de los Manhard: “La señora quería que firmara un papel y yo he firmado. En ese papel me descuenta hasta el último centavo del pasaje que me había pagado. Pensé que me llevaba como 400 y pico de dólares. Salí con 200 dólares. Mi compañera no quiso firmar, entonces el jardinero le impedía el paso. Ella quería salir y denunciar porque una peruana ya le había hablado de Cotidiano. Ella logró salir antes y yo después”. Cuando ambas se encontraron “ya empezaba a asustarme, porque la señora había dicho que nos iban a detener, y como siempre me dijo que ella tenía mucho poder… el día que me fui dijo: ‘Si hoy día no van a partir a Bolivia yo voy a mover mis contactos y ustedes van a estar detenidas’”. La historia de esta persona, que luego sería víctima de una privación de libertad, o secuestro, o como jurídicamente pueda llamarse, sería la que finalmente desencadenaría la denuncia judicial (véase aparte). Pero al principio: “Me he resignado, lo dejo así y busco otro trabajo. Al fin y al cabo no le debo nada a esa señora. Me alejé. Me hice a un lado porque me dijo que tenía tanto poder. El que tiene tanta plata siempre sale ganando. Y soy una persona así, ¿qué voy a hacer con una persona así?”, dice, mientras con sus dedos dibuja algo pequeño primero y luego algo mucho más grande.

Nathalie Manhard Sasson y Javier Fernández Diego

De tal palo tal astilla

En la calle Américo Ilaria, en pleno Carrasco, se levanta la imponente mansión del matrimonio compuesto por Nathalie Manhard y Javier Fernández. Ella es empresaria, uno de los pilares del grupo Parisién, que agrupa las cadenas de tiendas Parisién, Indian Emporium, Indian Oulet y La Casa de las Telas y que es propiedad de su padre Enrique Manhard. Javier Fernández es vicecónsul honorario de Malta y dueño de la empresa Frimaral, única en el país dedicada al diseño y desarrollo de contenedores y módulos tanto para transporte y depósito de mercadería como para soluciones habitacionales. Su padre, Alberto Fernández, ostenta el cargo de cónsul honorario del mencionado país, pero es más conocido como propietario de la empresa pesquera Fripur.

Ambas familias son conocidas –y han sido denunciadas– por violar con insistencia las leyes laborales por las que sus empresas debieran regirse. El Grupo Parisién ha sido señalado por sus trabajadores por las paupérrimas condiciones de trabajo. El año pasado sus empleadas todavía peleaban por la entrada en vigencia de la ley de la silla, que data de 1918 y establece la obligatoriedad de lugares suficientes en los comercios para que las empleadas “puedan tomar asiento siempre que sus tareas lo permitan”. Los sueldos ínfimos, el amedrentamiento a quienes se sindicalicen (desde el acoso verbal hasta los castigos económicos) y las malas condiciones laborales fueron desnudadas por sus trabajadores en un importante conflicto en 2011. Y aunque Nathalie es hoy un “pilar”, su padre Enrique sigue siendo el dueño y aún está en actividad. En su casa de Pocitos también son contratadas trabajadoras bolivianas en situación irregular (véase nota central). Es, además, socio de Punta Carretas Shopping e integrante de su comité ejecutivo; propietario de las Expoferias Ariel e inversor inmobiliario. Enrique es miembro de la B´nai B´rith de Uruguay y de la selecta Fundación Círculo de Montevideo, “una usina de reflexión a propósito de asuntos que podrían englobarse bajo los títulos de‘Estado, mercado y equidad’, ‘inversión social’, ‘sociedad civil y partidos políticos’, ‘integración y cohesión social’”, donde se codea con personajes como el mexicano archimillonario Carlos Slim y su amigo de la infancia Julio María Sanguinetti. Fue en la casa de Manhard en Punta del Este donde Sanguinetti, Batlle y Lacalle disfrutaron de un almuerzo con Mario Vargas Llosa en su última visita al país.

Los Fernández no le van en saga en cuanto a vínculos y “desprolijidades” empresariales. Alberto Fernández fue quien financió la banda presidencial que lució José Mujica al asumir como presidente. Tiempo antes le había prestado su avioneta para que el entonces candidato viajara con Astori a Brasil, y en 2004 le regaló un Volvo a Tabaré Vázquez. Su empresa ha enfrentado fuertes denuncias de los trabajadores a causa de la represión sindical. Intimidaciones, presiones en el trabajo, recortes en las compensaciones salariales de los trabajadores afiliados al sindicato son algunas de las denuncias que se repiten a lo largo de los años en esta empresa que, a pesar de regalonear a los candidatos de izquierda, es conocida como una de las peores en cuanto a condiciones laborales.

Mínimo, mínimo

La jornada laboral en la residencia Fernández Manhard comienza a las 7 de la mañana y finaliza alrededor de las 11 de la noche, según los testimonios relatados a Brecha. El descanso son cuatro horas semanales, que no caen en sábado ni domingo. El sueldo de las empleadas es de 500 dólares (10 mil pesos). No se cobran horas extra, no se paga doble los feriados, ni tampoco se les da libre, y no cuentan con seguridad social. Si el personal permanece menos de un año (cosa frecuente dado el trato que reciben) se les descuenta de sus haberes el costo del pasaje. En la actualidad el sueldo mínimo fijado por el Estado para las trabajadoras domésticas es de 8.534 pesos por 44 horas semanales (siete horas diarias) y el descanso es de un día y medio.

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