En el inicio no se trataba de salas, eran antros. Pero el interés por el espectáculo y las estrategias agresivas del marketing hacían de la incomodidad algo intrascendente: en 1913 nuestra capital tenía 49 salas, 360 mil habitantes y 3 millones de espectadores. Faltaba más de una década para que la inversión empresarial –de la mano de Max Glücksmann y su Rex Theatre– trajera el lujo edilicio y la nueva y polémica gracia: el cine sonoro.
La crítica cinematográfica vernácula contó, en aquellos tiempos, con un precursor de lujo: el autor de Cuentos de amor, de locura y de muerte.Horacio Quirogadesarrolló una tarea crítica tan original como irregular; su trabajo fue iniciático en un contexto en el que la intelectualidad veía con sospecha el cine, y la prensa lo abordaba sólo de forma margi...
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