QUIÉNES CUENTAN
La sección 2 del artículo I de la Constitución de Estados Unidos estipula que se hará un censo de población cada diez años, y la sección 2 de la enmienda 14 establece que tal empadronamiento «contará el número completo de personas en cada estado, excluidos los indígenas, a quienes no se cobra impuestos». El primer censo se llevó a cabo en 1790 y desde entonces ha habido 22 censos federales. El de este año es el décimo segundo que coincide con una elección presidencial.
Otras estipulaciones constitucionales hacen del censo un proceso central en el funcionamiento institucional del país: las cifras de población en cada estado determinan la distribución de la representación estatal en la Cámara de Representantes del Congreso federal y el Colegio Electoral. Esas mismas cifras determinan, para la década siguiente a cada censo, la distribución de cientos de miles de millones de dólares en ayuda federal para las escuelas, los hospitales, la infraestructura y los programas de asistencia social.
Durante 2019, el presidente, Donald Trump, insistió en que se reinsertara en el cuestionario del censo la pregunta sobre la ciudadanía de los habitantes, lo que en un país donde hay casi 40 millones de inmigrantes –entre ellos, unos 11 o 12 millones de indocumentados– sembró preocupación entre mucha gente. La ley estipula que los datos del censo no se compartirán con otras agencias, como las que se ocupan de la inmigración, pero en la era de Trump se ha intensificado la desconfianza pública a las agencias del gobierno. Tras las correspondientes querellas, dictámenes, apelaciones y fallos judiciales, el Tribunal Supremo de Justicia vetó la iniciativa de Trump, y los grupos que bregan por incrementar la participación ciudadana han dedicado esfuerzos a informar a la población sobre que esa pregunta ya no se hará.
Si se sobrepone el mapa de densidad de población de Estados Unidos y el de los estados que votan más por los republicanos o los demócratas, es claro que la mayor parte de la población reside en la costa oeste y en el este y el nordeste del país, esto es, donde los demócratas tienen mayorías. Y es también donde residen más inmigrantes, documentados o indocumentados. En el último mes Trump encontró otra vuelta en el asunto del censo: propuso que, para cuando llegue el momento de distribuir las representaciones políticas y los fondos federales, no se tenga en cuenta a los inmigrantes indocumentados. Esto subvierte el mandato constitucional que requiere, con precisión, que se cuenten y se tomen en cuenta a todos los habitantes de cada estado.
QUIÉNES ELIGEN
La distribución de representación de cada estado en el Colegio Electoral es, asimismo, crucial, dado que en Estados Unidos no son los ciudadanos quienes eligen al presidente. En ninguna parte la Constitución estipula esa expresión de la voluntad ciudadana. El día de la elección nacional, los votantes, en realidad, eligen a los «electores» asignados a cada uno de sus estados. Estos son, en general, funcionarios de los partidos o personas que han ocupado algún puesto prominente, pero que, en general, son desconocidos para los votantes. Tan sólo en el Distrito de Columbia y en dos estados (Maine y Nebraska) la distribución de «electores» refleja hasta cierto punto la proporción de votantes por uno u otro candidato presidencial. En los otros 48 estados rige la regla de «el ganador se lleva todo». Es decir, el candidato del partido más votado, aunque haya ganado por mayoría simple, se lleva todos los «electores», incluso si la mayoría absoluta de los votantes del estado sufragó en conjunto por otros candidatos.
Dada la polarización política que ha venido consolidándose en Estados Unidos por varias décadas, hay estados con mayoría claramente «azul» (demócrata) o «roja» (republicana). Un ejemplo es Maryland, donde los demócratas dominan el escenario político. En Maryland –un estado con diez «electores»– habrá ciudadanos que voten por un candidato republicano, pero bajo la regla de «el ganador se lleva todo». De todos modos, los diez «electores» marylandenses irán al Colegio Electoral con el mandato de apoyar al candidato demócrata. Gracias a este sistema, por dos veces en 16 años, los candidatos presidenciales republicanos –George W. Bush en 2000 y Donald Trump en 2016– ganaron la mayoría en el Colegio Electoral, aun cuando habían recibido menos votos directos de los ciudadanos que sus rivales.
Todas las encuestas de opinión pública –incluidas las de la cadena Fox y la firma Rasmussen, que simpatizan con Trump– indican a esta altura que el candidato presidencial demócrata Joe Biden lleva una ventaja de diez o más puntos porcentuales sobre el presidente. Pero estas son encuestas de alcance nacional, y la elección se decide el primer lunes después del segundo miércoles de diciembre, cuando los «electores» se reúnen en la legislatura de cada estado y emiten su voto. En el Colegio Electoral, de 538 miembros se necesitan 270 votos para ganar la elección. El sitio web www.270towin.com indica que si las elecciones se realizaran ahora, Biden contaría con 278 votos, Trump con 169 y habría 91 indecisos. Estos «indecisos» corresponden a los estados descritos como battleground (campo de batalla) o toss (moneda al aire), que son, en definitiva, los pocos estados que pueden determinar la elección presidencial en un país de 330 millones de habitantes.
Toda la estructura de la elección presidencial de Estados Unidos puede lucir extraña para quienes en el resto del mundo escuchan las admoniciones sobre la democracia representativa, pero ha funcionado por 220 años y los estadounidenses la reconocen como legítima. Aunque, como en todas partes, hay algunos protestones. En un mes tan reciente como febrero, un tribunal federal de apelaciones en Texas rechazó la demanda de la Liga Unida de Ciudadanos Latino Estadounidenses (LULAC, por sus siglas en inglés) contra el mecanismo de «el ganador se lleva todo». La LULAC, que ha iniciado querellas en tribunales de todo el país, argumentó que ese método es una afrenta al concepto de una persona-un voto, pero el juez Jerry Smith, que escribió el fallo del tribunal de tres jueces, respondió que «las elecciones democráticas, necesariamente, resultan en ganadores y perdedores». «La frustración por la derrota, sin embargo, no viola la Constitución», añadió.
CÓMO SE CUENTA
Para complicar el panorama, este año de pandemia la Oficina del Censo ha encontrado problemas adicionales para completar lo que, en otras épocas, ha sido un empadronamiento aceptable y eficiente, que produce cifras con impacto para toda una década. El censo consta de dos fases: la respuesta de los habitantes a los formularios que les llegan por correo o que pueden, ahora, responder por Internet y la labor de cientos de miles de censistas que van puerta a puerta visitando los domicilios de quienes no han respondido.
La primera fase debió completarse en abril, pero, debido a la pandemia, la Oficina del Censo extendió el plazo hasta julio. La segunda debió completarse en agosto, pero la Oficina del Censo extendió el plazo hasta el 30 de octubre y fijó para abril la entrega al gobierno de las primeras cifras a tener en cuenta en la distribución de representaciones políticas y electorales y de fondos federales. Ahora, Trump ha demandado que la fase del puerta a puerta se cierre el 30 de septiembre y que la Oficina del Censo presente sus datos el 31 de diciembre. Esto es, antes de que –si pierde la elección– concluya su mandato presidencial, el 20 de enero.
CÓMO SE VOTA
Los ciudadanos en Estados Unidos pueden sufragar en los puestos de votación el día de la elección o emplear el voto «ausente» y el voto por correo. El voto postal se ha tornado tan común en las últimas dos décadas que en 34 estados y en el Distrito de Columbia cualquier ciudadano puede solicitar una boleta de sufragio aun si el día de la elección está capacitado para concurrir al puesto de votación. En toda la historia de la república, la expansión del derecho al voto ha sido resultado de largas luchas entre quienes consideran que la democracia se fortalece con la participación ciudadana y quienes miran con suspicacia la irrupción de «las multitudes», a las que consideran poco educadas para decidir el destino del país. El concepto de «We, the people», que encabeza la Constitución, se refería, cuando esta fue redactada, a los hombres blancos con cierto nivel de fortuna personal. El país demoró décadas y requirió una guerra civil para que el derecho de voto se extendiera, al menos en los papeles, a los exesclavos. Y esta semana se cumple el centenario de la enmienda constitucional que amplió el derecho de voto para las mujeres. Pero las resistencias no han desaparecido.
Por un siglo, especialmente en los estados del sur, las autoridades locales crearon vallas para el registro de votantes y exigieron a los negros pruebas de educación o los sometieron a cuestionarios absurdos, cuando no a la violencia abierta, para que no se registraran. En tiempos más recientes, los republicanos han instituido requisitos de prueba de identidad y domicilio, han restringido los horarios de votación o han buscado dificultar el «voto ausente» en detrimento de las minorías y la gente de ingresos más bajos. Trump sostiene que su derrota en el voto popular en 2016 fue resultado de la concurrencia de más de tres millones de personas sin derecho al voto; según él, inmigrantes indocumentados. Para probarlo, designó una comisión encabezada por el vicepresidente, Mike Pence, que, sin encontrar pruebas de tal fraude, se disolvió en 2018.
Los demócratas argumentan que el voto postal permite la participación de más ciudadanos y que este año, con una pandemia que en Estados Unidos ha enfermado a más de 5,4 millones de personas y ha causado más de 172 mil muertes, habrá muchos votantes renuentes a formar fila, esperar en grupos e ingresar en aulas y oficinas para emitir su sufragio. En mayo, Trump designó como jefe del Servicio Postal a Louis DeJoy, un acaudalado recolector de fondos para sus campañas, quien, de inmediato, ordenó numerosos cambios en la operación del servicio de correos. Entre esas reformas se cuentan recortes de gastos y cambios en la instrucción del personal, en los horarios y los días de distribución, y en la ubicación de los buzones, que, como el mismo DeJoy reconoció, podrían evitar el procesamiento de millones de papeletas de votación por correo en 46 de los 50 estados del país. Esto se da en un contexto en el que Trump ha dicho que «tiene que ver» si aceptará el resultado de la elección y que sólo él puede perder «si hay fraude». También ha sugerido que quizá sería conveniente postergar o suspender la elección debido a la pandemia. Nunca en Estados Unidos se ha suspendido o postergado una elección, ni siquiera en medio de la guerra civil.
La semana pasada, tras avalar las medidas dispuestas por DeJoy, Trump admitió que su oposición a la aprobación en el Congreso de fondos adicionales para el Servicio Postal tenía como fin evitar que la agencia tuviera recursos para manejar los millones de votos postales en noviembre. En un pronóstico de su actitud tras un revés electoral, el mandatario, quien las tres décadas antes de llegar a la presidencia ha estado involucrado en 3.500 querellas en tribunales, advirtió, además, que habría innumerables demandas judiciales sobre la validez de millones de votos postales y que el país podría pasar meses sin saber cuál será el resultado real de los comicios.
La amenaza sin precedentes al proceso electoral hizo que la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, demócrata de California, interrumpiera el receso legislativo veraniego y convocara a una sesión de emergencia para interpelar a DeJoy y aprobar los fondos adicionales para el correo. «[Este martes,] para evitar siquiera la apariencia de cualquier impacto en el correo relacionado con las elecciones, suspendo estas iniciativas hasta después de que concluyan las elecciones», anunció DeJoy. El miércoles de mañana, impertérrito en su habitual ristra de publicaciones de Twitter y en una referencia a las protestas multitudinarias que han agitado a Estados Unidos desde fines de mayo, Trump escribió: «Si puedes protestar personalmente, puedes votar personalmente».