En marzo de 2019, Rodrigo Goñi, Valentina Rapella y Daniel Peña presentaron un proyecto en la Cámara de Representantes que buscaba regular la educación sexual en las instituciones educativas. Por aquel entonces, la correlación de fuerzas en el Parlamento no permitió su avance. Ahora, con un escenario legislativo distinto, el proyecto fue enviado a estudio de la ANEP y del MEC para intentar avanzar.
Al proyecto se le pueden hacer observaciones de todo tipo: legales, éticas, pedagógicas, de viabilidad e incluso de falta de comprensión acerca de qué es la educación sexual y qué objetivos persigue. Sin embargo, en lugar de diseccionar una iniciativa que es, a todas luces, un producto del lobby neoconservador, conviene pararnos a reflexionar en cuáles «sentidos comunes» se apoya, buscando generar una masa crítica contra la educación sexual. Proponemos examinar, a partir del proyecto de ley, dos aspectos sobre los que este toma una posición, entre varias posibles: primero, la relación entre sistema educativo, desarrollo humano y progreso social, y segundo, la relación entre sistema educativo, familia y educación sexual.
Para analizar el primer aspecto, queremos señalar que la educación general, obligatoria y pluralista constituye un pilar fundamental no sólo para el desarrollo personal, sino también para el de las sociedades en su conjunto. Es la exponencial variación de intercambio de ideas entre pares que estudian, generada por los sistemas educativos universales, lo que ha permitido el avance de todas las disciplinas.
El intercambio plural de ideas, a partir de programas diseñados como un recorte de los contenidos disponibles en una época, puestos en juego en el aula, le permiten al estudiante desarrollar su propia visión del mundo, incluso transitando por instituciones con posiciones pedagógicas rígidas. Sin duda, si este fenómeno natural que se produce en el encuentro entre el estudiante, el docente, el currículo y sus compañeros se acompaña con una estrategia pedagógica que favorezca la elaboración de ideas propias, el desarrollo del sujeto se fortalece.
No obstante, hay quienes quieren debatir –tanto a nivel local como global– una parte muy específica de esta noción: se niegan a la necesaria confrontación de ideas –las que el sujeto trae como herencia familiar y las que las sociedades eligen para incluir en sus sistemas educativos–. No es un fenómeno nuevo: pasó con los fanáticos religiosos en algunos países cuando se decidió incorporar la teoría de la evolución de las especies a los programas escolares. El sentido común detrás de esas posiciones era el siguiente: esas ideas (por consensuadas científicamente que estén) sólo «les llenan la cabeza a nuestros hijos» con mentiras promovidas por los Estados; la ciencia es parcial y esos estudios son engaños y teorías. Cuando este proyecto de ley propone darle a la familia el control de los contenidos sobre educación sexual que se trabajarán en el aula, se apoya en ese sentido. Esto no es ajeno a la campaña internacional que propone que los estudios de género son «ideología» y que la intención del sistema educativo es «adoctrinar». Este intento parlamentario es un movimiento más, de los muchos que han hecho estos grupos organizados, para obturar la educación sexual.
Antes de pasar al segundo asunto, llevemos dos mensajes de tranquilidad a los grupos detrás de esta ley y a los parlamentarios que la promueven:
Primero, no se preocupen, el sujeto que está siendo educado no es un depósito de ideas que son aceptadas sin contradicciones internas. Además, es sabido que la principal resistencia que encuentra la socialización secundaria (en la que está inscripta la educación) es, precisamente, que se encuentra con un yo ya formado por la socialización primaria (la familia).
Segundo, en la educación sexual que se imparte en Uruguay, se acepta y defiende que cada uno tenga sus posiciones, respetando las leyes y las posiciones de los demás. Hemos visto, en algunas comunicaciones de estos grupos opositores a la educación sexual, cómo deforman las premisas con las que se imparte la educación sexual en el país y denuncian que se «busca homosexualizar a los niños y las niñas», o que se pretende «borrar las diferencias entre varones y mujeres», confundiendo diferencia con desigualdad. No se preocupen ni quieran preocupar al resto de las familias; en este país, lo que se trabaja en el aula sobre educación sexual se sustenta en la ciencia o en instrumentos de derechos humanos.
El segundo aspecto, más específico, se deriva del anterior: la relación entre sistema educativo, familia y educación sexual. Cuando comienza la discusión sobre la necesidad de universalizar la educación sexual, con un enfoque higienista y prevencionista (que en Uruguay ocurrió alrededor de los años veinte del siglo pasado), parte de la argumentación de sus defensores era que las familias no tenían o bien la capacidad, o bien la voluntad de transmitir información de calidad y confiable acerca de prácticas sexuales sanas. Esta primera posición colocaría al sistema educativo como sustituto de una familia que aparecía ausente.
Otra posición surge en los años sesenta y setenta, cuando la educación sexual aparece en varios sistemas educativos. En ese contexto, con la sociedad civil más organizada, algunas organizaciones de familias formaron un núcleo de resistencia frente a estos programas. Fue el origen de los movimientos que reclaman por el derecho exclusivo de las familias a tratar el tema (antes los que abogaban por esto eran especialmente los sectores religiosos; su mano puede verse en la generación de las organizaciones de familias).
En el primer momento, la educación sexual buscaba sustituir a la familia. En el segundo, las organizaciones reclamaban el espacio como sólo de la familia. En la actualidad, todas las recomendaciones internacionales y la previsión de nuestro sistema plantean «educar con la familia». Esto, vale aclarar, no supone «educar en el aula como la familia quiera», que es lo que plantea el proyecto de ley, sino incluirlas en el proceso educativo.
Uruguay planteó la universalización de la educación sexual a nivel legal en la Ley General de Educación de 2008 (proceso que se venía trabajando desde 2005 en ANEP). Asimismo, UNFPA, Unicef y Unesco, entre otros organismos internacionales, han acumulado evidencia de las ventajas que tiene para niños, niñas y adolescentes la universalización de la educación sexual integral en los sistemas educativos. La idea de «educar con la familia» es apoyada por las recomendaciones internacionales y fue tomada por el Programa de Educación Sexual uruguayo desde que se formuló.
No obstante, queremos compartir algunos datos de un estudio financiado por ANII, que dirigimos en 2019. De este se desprende que, para el 50 por ciento de los adolescentes, el emisor más importante de mensajes sobre sexualidad son los adultos referentes de la familia. Y para el 80 por ciento, los adultos referentes son uno de los tres emisores más importantes. Pero el estudio también muestra la otra cara y cuando se pregunta con qué frecuencia reciben mensajes de esos mismos emisores, la mitad señala que nunca y siete de cada diez dicen que nunca o casi nunca. Es interesante ver cómo, mientras el proyecto de ley plantea la importancia de que la familia participe en la selección de enfoques y contenidos en los programas oficiales, los adolescentes nos comentan que, en casa, «de eso no se habla», y la familia desperdicia la ventaja de ser el agente de socialización en el que más confían.
Proponemos algo distinto: en vez de discutir entre adultos quién debe definir los contenidos de la educación sexual, empecemos por que cada institución asuma su papel. Es decir, que el sistema educativo se encargue, como corresponde, del recorte de contenidos y su transmisión, de acuerdo con el momento histórico y el avance de la ciencia y el derecho, y que las familias se encarguen de aportar el capital valórico, religioso, moral al que adscriben. De esa forma, podremos apostar a que se puedan generar los espacios para que esas visiones se construyan o se debatan.