Un héroe del capital - Brecha digital
Menem y su revolución neoliberal

Un héroe del capital

En ancas de la hiperinflación alfonsinista, impuso un programa de ajuste, privatizaciones y endeudamiento. El modelo terminaría, para muchos, en el incendio de 2001. Para otros, en una acumulación inédita de riquezas.

Ilustración: Ombú

Nadie creía que un caudillo riojano, patilludo y con formas propias de la barbarie sarmientina llegara a gobernar el país acunado, finalmente, por la flor y nata del empresariado liberal argentino asociada al capital foráneo. Es decir, acunado por aquellos a quienes todos suponían que iba a combatir. Carlos Saúl Menem lo hizo. Venció en 1988 en la interna del Partido Justicialista a su rival Antonio Cafiero y un año después en las presidenciales al candidato oficialista Eduardo Angeloz, heredero del entonces presidente, Raúl Alfonsín, y verdadero protegido de esos sectores empresariales. En un clima social enrarecido desde febrero de 1989 por la hiperinflación que hizo morder el polvo a Alfonsín (en mayo la inflación interanual alcanzó el 764 por ciento, aniquilando de forma brutal el poder de compra de los trabajadores, y la pobreza llegó a ubicarse en el 47 por ciento), Menem ganó los comicios adelantados del 14 de mayo con la promesa de un salariazo, una fuerte subida general de los salarios, que surgiría de lo que él llamaba una revolución productiva. El gran capital apuraba al gobierno alfonsinista, del que intentaba sacar todo tipo de ventajas, para, de paso, mostrar así todo su poder al futuro presidente peronista.

Pero Menem sorprendería a propios y ajenos una vez llegado al sillón presidencial. La privatización acelerada de empresas públicas, un plan de convertibilidad de la moneda, relaciones carnales con Estados Unidos y una corrupción extendida son los cuatro tópicos característicos de la década menemista, según una rápida lectura de las notas publicadas en los medios argentinos con motivo de la muerte de Menem en la madrugada del domingo 14. Pero esos tópicos, que quedaron grabados a fuego en la memoria colectiva, fueron parte de un proceso que conviene repasar para entender la perdurabilidad del legado menemista, que aún hoy sigue vigente.

EL PRIMER MENEMISMO

Para Gabriel Vommaro, sociólogo, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, y docente de las universidades de General Sarmiento y San Martín, donde dicta la materia Sociología Política Argentina Contemporánea, hubo tres menemismos. «El primero incluye el período que va desde 1989 hasta 1991, cuando el gobierno tiene políticas erráticas y no encuentra la forma de consolidar el rumbo que ya tiene planificado bajo la idea general de privatizar», asegura Vommaro en diálogo con Brecha. «El segundo ocurre con el plan de convertibilidad y es el apogeo de Menem, entre 1991 y 1995, cuando concreta las privatizaciones y alcanza la estabilidad económica. Y el tercero va de 1996 a 1999, cuando aparecen ya competidores internos en el peronismo y toman fuerza y estado público las denuncias por corrupción», añade.

Ese comienzo del menemismo, entre 1989 y 1991, es, para Claudio Lozano, economista, cofundador de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) y actual director del Banco Nación, la «inauguración de una nueva forma de hacer política a partir del desconocimiento del mandato popular: presentarse a las elecciones con una promesa de proyecto político y encarnar otro desde el gobierno». «Menem gana con un discurso antiliberal y luego él mismo encarna el proyecto liberal», según sentencia Lozano en diálogo con este semanario.

Apenas asumida la presidencia, Menem forjó una alianza con el gigante agroindustrial Bunge & Born, del que obtuvo a sus dos primeros ministros de Economía, Miguel Angel Roig –vicepresidente ejecutivo del conglomerado, fallecido cinco días después de asumir en la cartera–, y Néstor Rapanelli –también vicepresidente de esa compañía, quien dirigió la política económica hasta diciembre de 1989–. Lejos de las promesas de campaña del ahora presidente, Rapanelli implementaría una fuerte devaluación, acompañada de drásticas subas de tarifas. Sin embargo, la hiperinflación se mantenía y en abril de 1990 alcanzaría el 16.900 por ciento. Menem convocó a un hombre de su confianza, el riojano Erman González, quien se dedicó a canjear de forma compulsiva fondos bancarios por títulos públicos como forma de reducir la liquidez de los ahorristas, una maniobra conocida como Plan Bonex. Pero González dejaría el ministerio a los dos meses tras un escándalo de corrupción. Recién en febrero de 1991 el presidente se decidiría por Domingo Cavallo y su plan de convertibilidad, que ya incluía privatizaciones, ajuste y endeudamiento externo.

La convertibilidad, aprobada en 1991, entraría en rigor en enero del año siguiente. Implicaba crear una nueva moneda nacional, el peso convertible, que sustituía al depreciado austral de la época alfonsinista. En el nuevo esquema, el Banco Central debía garantizar, mediante sus reservas en dólares, una relación de cambio en la que 1 dólar valía lo mismo que 1 peso, lo que fijaba de forma aparentemente definitiva el precio de la moneda y ponía límites a la emisión de billetes como medio para financiar al Estado, y daba así por terminada la hiperinflación y, en teoría, la posibilidad de que esta se repitiera.

La oposición a esa política, con la pérdida de poder de compra mordiéndoles el cuello a los trabajadores y la izquierda aún intentando recuperarse de la dictadura militar, sería mínima. «El menemismo implicó un consenso neoliberal entre los partidos políticos del sistema y las elites empresariales por el que todos admitieron que no había otra alternativa para el país más que el ajuste, la privatización y las políticas de derecha. El resto de los partidos políticos, incluido el peronismo, no pudo construir una alternativa de país y adoptó el neoliberalismo. Por eso decimos que en esos años se terminó la diferenciación política», señala Vommaro.

Parte del consenso que lograría el menemismo en su primera etapa pasaría, además, por abatir las cifras absolutas de pobreza: del 47 por ciento del final alfonsinista se pasaría a cerca de un 22 por ciento en 1995, al momento de la reelección de Menem. «Para entonces, cuando se inicia el segundo período menemista, una parte importante de la sociedad rescata la estabilidad monetaria, pero no tiene en cuenta que ese mismo año el desempleo trepa al 18 por ciento. Otra parte de la sociedad está en serios problemas», señala Ana Castellani, socióloga de la Universidad de Buenos Aires y autora de un ensayo incluido en el libro colectivo Los años de Menem. La construcción del orden neoliberal (Siglo XXI, Buenos Aires, 2011). Aquella fiesta de «pizza y champán» escondía un aumento pronunciado de la pobreza relativa y la desigualdad: a comienzos de los noventa, el quintil más favorecido de la población recibía 12 veces más ingresos per cápita que el más desfavorecido; a fines de la década, el primero recibía 20 veces más que el segundo, según estimaciones oficiales del Ministerio de Economía.

Bajo el gobierno de Menem, los trabajadores sufrieron, además, una fuerte pérdida de calidad en sus trabajos: la industria local retrocedía forzada por la convertibilidad y la quita de subsidios a competir con una avalancha de importaciones, y los empleos en ella –donde previamente se habían logrado importantes conquistas sindicales– cedieron terreno a la economía de servicios, mientras se flexibilizaban derechos laborales en pos de «atraer inversiones».

UN MODELO INSOSTENIBLE Y RESISTIDO

La votación en el Congreso de las privatizaciones de empresas públicas –de teléfonos, petróleo y combustibles, ferrocarriles, energía eléctrica, gas, agua potable, administración de pasividades– ocurrió entre 1989 y 1993, mientras la convertibilidad de Cavallo consolidaba la estabilidad monetaria, frenaba la inflación y Menem cosechaba el rédito. Pero, fuera de las cámaras, el panorama no era tan prometedor.

«Fue un modelo con fecha de vencimiento: cuando el gobierno ya no pudiera endeudarse más en el exterior, se iba a venir abajo, porque sólo funcionaba a partir del ingreso de divisas», reseña Lozano. En efecto, para sostener el famoso uno a uno mientras reducía los impuestos al capital, el Estado argentino se endeudaba furiosamente: la deuda externa pasaría de representar un 29 por ciento del producto bruto interno en 1993 a representar un 50 por ciento en 1999. Las privatizaciones con las que Menem terminó con lo que aún quedaba del modelo estatista del peronismo argentino serían otro puntal de la convertibilidad, al proveerle dólares frescos al Estado con rapidez y facilidad. «Con el endeudamiento el menemismo podía sostener la paridad cambiaria con el dólar y, al mismo tiempo, habilitar la fuga de capitales. Pero a partir de 1998 el modelo de convertibilidad ya mostraba serias señales de agotamiento. Sin embargo, el menemismo prefirió que estallara en la cara del próximo gobierno. No movió un dedo para evitarlo», recuerda el economista.

Todavía aupado por la popularidad que le daban la convertibilidad y la derrota de la hiperinflación, Menem se impuso en las elecciones de 1995 con casi el 50 por ciento de los votos contra apenas un 30 por ciento sobre el Frente País Solidario, una formación con peronistas disidentes y sectores de centroizquierda. Pero los efectos de las privatizaciones ya empezaban a crear nuevos escenarios de protestas sociales.

Cuando Cavallo asumió, la desocupación y la subocupación llegaban al 8,1 y el 8,6 por ciento, respectivamente. Para 1995 habían alcanzado las cifras récord del 18,4 y el 11,3 por ciento a consecuencia de las reestructuraciones y los despidos masivos en las compañías privatizadas, el auge de la terciarización y otras medidas de flexibilización laboral. «El menemismo creó los movimientos de desocupados que en la segunda presidencia de Menem van a convertirse en nuevos protagonistas hasta hoy», señala Vommaro. En 1996 y 1997 el sur de Argentina vivió las puebladas de Cutral Co y Plaza Huincul, donde los primeros piqueteros se levantaron contra las privatizaciones menemistas y su tendal de desempleo y pobreza. Según Castellani: «Los movimientos piqueteros se convertirían en nuevos actores sociales. Una parte de sus integrantes eran trabajadores de más de 40 años que perdían su empleo y no podían reinsertarse en la formalidad laboral. Por otro lado, había una nueva generación que ni siquiera había conocido los beneficios de las viejas leyes sociales, la estabilidad salarial y los beneficios laborales».

LOS GANADORES

«Los mayores beneficiados del período fueron los capitales extranjeros, los capitales nacionales que se asociaron a ellos para participar de los beneficios de las privatizaciones y los acreedores patrocinados por el Fondo Monetario Internacional. Esos tres factores de poder unidos crearon una nueva fuerza poderosa sobre la economía, que implicó una mayor concentración en pocas manos», señala Lozano.

«Los ganadores indiscutidos del modelo inaugurado en 1989 fueron las empresas de servicios privatizados, el sector bancario y financiero extranjero, y algunos grupos económicos concentrados que se aliaron a los grupos foráneos. Las tres características salientes del ciclo menemista fueron la primarización de la economía, la extranjerización y la concentración, y la pérdida del rol del Estado en las empresas públicas. Todo eso se dio a partir de las reformas estructurales del Estado con las privatizaciones entre 1989 y 1991», dice Castellani.

«Durante el menemismo el sector financiero se expandió al igual que el de servicios en detrimento de la producción industrial. Los grupos concentrados avanzaron frente a los pequeños productores en el sector agropecuario, en el que la innovación tecnología beneficiaba a esos grandes grupos con la introducción de agroquímicos, cereales transgénicos, la siembra directa y los paquetes tecnológicos», detalla Lozano. La concentración de la tierra hizo que se perdieran 103 mil explotaciones medianas y pequeñas y 900 mil puestos de trabajo. La convertibilidad llevó a hipotecar 12 millones de hectáreas. Por su parte, la privatización de los ferrocarriles trajo como consecuencia que 600 pueblos pequeños y de menos de 10 mil habitantes, que no eran rentables para los nuevos dueños del tren, quedaran deshabitados o perdieran su sistema productivo local. Los datos precedentes fueron publicados por los Cuadernos del Instituto de Estado y Participación, de la CTA, en la década del 90.

«El 80 por ciento de las exportaciones quedó en manos extranjeras y eso es algo que aún permanece. Los capitales foráneos y la gran burguesía local diversificaron sus negocios en el agro. Así fue como [Gregorio] Pérez Companc se quedó con Molinos Río de la Plata y el grupo Grobocopatel se hizo fuerte no sólo con la soja, sino también con el arrendamiento a pequeños productores. En ese sentido, Menem profundizó los postulados económicos de la dictadura militar, que habían tenido apenas un conato de resistencia durante el gobierno de Alfonsín», remata Lozano.

«Además, si bien uno de los derrotados por el menemismo fue el movimiento obrero, hay que diferenciar a los sindicatos y sus cúpulas que optaron por negociar con el modelo a cambio de beneficios económicos de aquellos sindicatos combativos, especialmente los estatales y los docentes, que iniciaron una resistencia al modelo. Los trabajadores desempleados terminaron, al final de los noventa, creando un nuevo modelo autogestivo, que hoy se expresa en los movimientos sociales que operan fábricas recuperadas y son protagonistas de la economía popular», opina el fundador de la CTA. Para él, quienes quedaron fuera del sistema durante el primer menemismo fueron quienes resistieron en la segunda etapa, que va de 1996 a 1999, y protagonizaron el estallido de 2001, luego de que la convertibilidad estallara en pedazos y el pedo de una deuda impagable asfixiara la economía argentina a niveles históricos.

El preferido

«En función del desarrollo de la Argentina, ¿cuál fue el mejor gobierno de los últimos 50 años?», preguntó en 2010 la publicación Ámbito Financiero a lo más granado del empresariado argentino. El de Carlos Saúl Menem ganó, cómodo, la encuesta: el 53 por ciento de los capitalistas lo prefirieron, bastante por arriba del exiguo 20 por ciento del segundo favorito, Arturo Illia. La revista repitió la pregunta, luego, con un leve cambio de enfoque: «¿Cuál fue el mejor en función de las perspectivas de su sector o de su empresa?». Carlos Saúl arrasó esta vez con el 63 por ciento, superando por 50 puntos a Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde. Es cierto que el riojano corría con ventaja: las reglas del cuestionario eran claras, no se podía elegir gobiernos militares.

Once años antes, cuando terminaba su segundo mandato y en una encuesta de Hugo Haime y Asociados realizada entre la población en general, no a una clase en particular, Menem había recibido un 74 por ciento de desaprobación. Un cable de la Inter Press Service del 11 de diciembre de 1999 consignaba que, tras entregar el poder a su sucesor Fernando de la Rúa, el expresidente tenía previsto realizar un acto de despedida en un teatro de Buenos Aires, pero el evento «se suspendió por falta de público». Para 2004, luego de su intento fallido de volver a la Presidencia el año anterior, los sondeos indicaban que más del 80 por ciento de los ciudadanos tenía de él una imagen negativa. Sus peores guarismos los registraba entre los sectores de más bajos ingresos. La política es ingrata, de todos modos: también entre los que se enriquecieron bajo su mandato habría quienes, sin mayor autocrítica, lo desconocerían durante el nuevo siglo. No serían pocos. Entre ellos, una pareja de abogados y políticos justicialistas de Santa Cruz que en 1994 lo saludó como el presidente que más escuchaba al pueblo «desde Juan Perón» haría historia a partir de 2003 denunciando, desde el balcón presidencial, su obra y su legado.

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