En el bonito spot publicitario en el que Edinson Cavani promociona la sección de ballet de la Escuela Nacional de Formación Artística del SODRE, el gran futbolista recorre los espacios del auditorio mientras compara al jugador y al bailarín, mientras vemos insertos de imágenes breves en los que él mismo, de malla, ensaya pasos de danza y muestra a los bailarines cómo patear y cabecear, para diversión de todos.
No pretendo en absoluto disminuir los muchos méritos involucrados en ese comercial. Se dice que las inscripciones de la escuela del SODRE «explotaron» con esa campaña, así que desempeñó en forma sobresaliente su función publicitaria. Al parecer, el futbolista no cobró por su trabajo (al menos, más allá de lo que pueda implicar el logo de Nike muy visible en su malla) y eso merece reconocimiento. Las similitudes que señala Cavani son pertinentes: es posible apreciar el fútbol por la belleza física de sus movimientos; tanto el fútbol como la danza son espectáculos y demandan gran dedicación y disciplina. Además, la idea contribuye a derrumbar estereotipos al usar una figura muy popular para promocionar un arte que surgió entre las elites y se suele asociar con gente delicada, sensible y que habla francés.
Por supuesto, quedan pendientes discusiones mastodónticas sobre la pertinencia de que el ballet, arte pasatista vinculado con las monarquías europeas, siga siendo usado como emblema de la cultura en Uruguay. Pero no se puede desconocer las condicionantes que hacen eso posible: los prejuicios según los cuales ese tipo de cultura es más «cultura» y que habilitan al ballet para operar en forma inmediata como emblema; el hecho de que otras formas de danza que se practican en el SODRE (contemporánea, folclórica, tango) pueden encontrarse también en otros lugares, mientras que el ballet es exclusivo y gráficamente muy reconocible.
Sin embargo, quisiera llamar la atención sobre un pensamiento vicioso que es perfectamente ilustrado por esa propaganda: el niño tiene «un sueño que alcanzar» y los adultos debemos apoyar esos sueños. Así, él podrá hacer una carrera, incluso internacional. Se infiere el eslabón omitido que completa el círculo: el éxito de esas personas es lo que las habilita como modelos de los sueños del niño. No está en cuestión, reitero, la eficacia publicitaria: se trata de encender el deseo de los niños de entrar a la escuela del SODRE y de que los padres se sientan bien con ello. Simplemente me produce desaliento constatar por enésima vez la dificultad que suelen tener las autoridades de la cultura en las instituciones gubernamentales para poner en palabras el sentido que la cultura puede tener (es decir, el sentido que vuelve pertinente que el Estado ponga plata pública en ese tipo de actividades).
Recuerdo una ocasión en la que un jerarca de un organismo gubernamental calificó como «premio» el monto económico que me había otorgado para editar un libro. Mi concepto de premio es otra cosa: en ese caso me daban plata, pero yo tenía que brindar el libro a cambio, con todos los gastos materiales. Me quedó claro que esa autoridad no sentía que estaba otorgando un monto económico para que la sociedad se beneficiara de la existencia de un libro que él consideraba que servía para algo, sino que parecía responder a una concepción según la cual existe una clase especial de rompehuevos (la gente de la cultura) que tiene «sueños» y que, por algún motivo (quizá porque su poder de rompehuevismo es más grande que los demás), hay que apaciguarlos. Nunca está presente en la ecuación que el producto cultural sirva para algo por fuera de ese círculo centrado en los realizadores, sus pretensiones y sus satisfacciones, y que, en todo caso, se aplaude o se apoya para cumplir con la reproducción eterna del mito de premiar al que pelea y alcanza. Si ni siquiera se contempla que el arte sirve para algo, que puede comunicar cosas relevantes o propiciar impulsos que contribuyan a un mundo mejor, entonces queda lejísimos la esperanza de que haya discusiones reales sobre política cultural desde el punto de vista cultural. No es una visión limitada a los jerarcas: es bastante general. Véanse, por ejemplo, los comentarios que circularon a propósito de la emergencia sanitaria, casi todos referidos a que los artistas se quedaban sin un medio de vida y no a que la sociedad se perdía el contacto con ciertas experiencias artísticas.
O quizás haya una visión inconscientemente «cultural» en el trasfondo de esa mentalidad no cultural. El artista bien puede funcionar como la versión simbólica, muy visible, mitificable y de alto impacto emocional del esquema meritocrático que responde a la visión idealizada del funcionamiento capitalista. Su actividad sería nada más que una especie de propaganda, muy indirecta, para el modelo del trabajador o del inversor tenaz que se traza un objetivo y se empeña en alcanzarlo para luego, en caso de triunfar, recoger los frutos. En esa visión empobrecida, esta función simbólica es la única justificación para la existencia de personas dedicadas a la cultura: la cultura en sí misma ya está desahuciada.