Provocador, mago, brujo, malabarista de las formas estéticas y de las emociones humanas: uno de los directores de cine más importantes de la historia hubiera cumplido 100 años el pasado enero. Esta nota está escrita en agradecimiento a la maravilla de su legado, que resulta transgresor aún hoy, a 30 años del estreno de “La voz de la luna”, su última película.
Pocas cosas parecen más contradictorias que repasar el cine de Federico Fellini en un estado de encierro y confinamiento. Aunque, tal vez, esa misma paradoja contribuye a reforzar el poderío primario, casi sobrenatural, de sus imágenes: el de acercarnos el mundo en su carácter de exceso, de inmensidad repleta de historias, de espacios, de tiempos y, sobre todo, de cuerpos y pedazos de cuerpos, rostros, piernas, caderas, narices, ojos, bocas, tetas, culos (¡muchos culos, tantos!). Su gusto y su fascinación por las personas que están delante de cámara son de una extraña intensidad, porque muy pocas veces radican en el desarrollo psicológico: tienen mucho más que ver con el entendimiento de lo cinemático a la Bresson (aunque resulte extrañísima la comparación, ya que están en extremos opuestos en cuanto a los métodos de trabajo). Fellini, como Bresson, utilizaba la cámara para descubrir algo oculto en sus personajes, incluso a pesar de sí mismos. Algo que no sería posible de construir únicamente en forma dramática, como en una obra de teatro, por ejemplo. Algo que se ve, se muestra y se revela a partir de la insistencia y el deseo obsesivos, pero que se logra gracias a un extraño equilibrio entre el sometimiento de las personas a una determinada puesta en escena y el movimiento de retirada del director, que habilita que sus figuras se descontrolen y lo enamoren, lo desafíen y lo sorprendan durante el rodaje de cada plano. De ahí que, incluso antes de que lo hiciera de forma totalmente consciente –y a pesar de su concepción insoslayable del cine como espectáculo–, sus trabajos resulten, en muchos casos, enmarcables en el concepto de no ficción: ese territorio barroso entre la ficción y el documental que tiene la potencia de captar o construir una forma única de representación de la realidad, que se aleja de toda regla previa y le pertenece a la disciplina cinematográfica (porque sólo el cine puede registrar la contingencia del instante, suspenderla y volver a reproducirla infinitas veces, en cada proyección de la película, a lo largo del tiempo).
COMO DANTE EN LA COMEDIA. Los personajes protagónicos de Fellini nunca se quedan quietos. Se trasladan por lugares más o menos grandes, por sus ciudades, sus pueblos o sus barrios, pero siempre están viajando, poniéndose en contacto con situaciones diversas, llenas de gente, de momentos memorables, de pequeños descubrimientos. Los ejes de acción de sus películas anteceden a la estructura dramática que hoy llamamos “de road movie”, en la que, más que un objetivo claro que guía al héroe hacia su destino, importa su devaneo, su paseo por las diversas instancias que van aportándole más o menos sentido a su viaje. El confinamiento estricto en una sola historia, en una serie de locaciones y personajes que se repiten, no era una opción para nuestro maestro italiano, fanático de las aglomeraciones y el movimiento que los cuerpos humanos aportaban a sus composiciones plásticas. Las constricciones de tiempo y espacio son como las cadenas que Zampanò –el personaje que interpreta Anthony Quinn en La strada– rompe con sus fuertes pectorales:hay que destrozarlas para hacer aplaudir al público. Ese deseo de libertad absoluta frente a la narrativa clásica resulta una primera herencia –¿un principio, un valor, quizás?– del neorrealismo italiano, pero se profundiza mucho más a medida que corre su filmografía, y, si bien encuentra su primer gran estallido en La dolce vita –y, un poco más adelante, en esa obra única y perfecta que es Roma–, en películas como La strada y Las noches de Cabiria ya se encontraba insinuado. De hecho, en Las noches de Cabiria, lo que puede leerse como un conflicto propiamente dicho aparece bien entrado el metraje: toda la primera mitad consiste en conocer a la prostituta que interpreta, con gracia deliciosa, Giulietta Masina. Fellini se preocupa por enseñarnos a quererla, pero su estrategia no es suavizar sus ambigüedades o romantizar sus circunstancias, sino más bien lo contrario: nos hace pasar tiempo con ella, verla sortear situaciones, conocer sus dificultades y su torpeza para habitar el mundo, pero también devela el costado mágico de su forma de vida, la complicidad humana que la une a otra gente de la calle. El trabajo que se toma para mostrarnos cómo los cuerpos –los de los ricos y los pobres, los de las mujeres y los hombres, los de los niños y los viejos– se afectan unos a otros y modifican, además, su entorno nos transporta al goce de la contemplación y se sale por completo de la idea, restrictiva, de que todo lo que hay en una escena debe tener un sentido hacia adelante. Ya en el Fellini de la primera época la pregunta deja de ser “¿qué pasa después?” y se transforma en “¿qué está pasando ahora?”. Cada escena es un pequeño enigma, tiene una plasticidad propia y una polisemia que, a pesar de exigir de los espectadores una concentración y una sensibilidad un poco más especiales que de costumbre, logra efectos emotivos y poéticos de altísimo vuelo. Efectos que incluyen la repulsión y el asco, por supuesto, pero también la empatía y la ternura.
UN CINE DE VARIETÉ. Es un lugar común referirse al inmenso amor con el que Fellini retrató a los artistas populares; a los payasos, sí, pero también a las bailarinas, los maestros de ceremonia, los cantores, los magos, los músicos callejeros, las actrices y los actores. Su fascinación y respeto por el mundo del circo y la varieté no está, sencillamente, en haber inmortalizado sus talentos, sino en el propio modo de concebir el cine como un espacio de experimentación con los vestuarios, los maquillajes, los gags cómicos y, otra vez, las voces y los cuerpos: su flexibilidad, su capacidad de encantar, sorprender y llamar la atención. La idea de número como pequeño sketch unitario en el que sucede algo extraordinario está completamente emparentada con su idea del cine. Hay un millón de ejemplos, pero pienso en la fiesta final de La dolce vita, en la que los personajes se turnan para divertir a los demás y ofrecen, cada uno, un número –la escena incluye un frustrado striptease–, en Anita Ekberg metiéndose en la Fontana di Trevi sin más sentido dramático que deleitar a los espectadores con su exuberancia y en esa secuencia de Amarcord en la que el tío de la familia, recién salido del manicomio, se sube a un árbol, se niega a bajarse y empieza a gritar: “Voglio una donnaaaa!” (¡quiero una mujeeeer!). Esa secuencia, solita, perfectamente podría convertirse en cortometraje. La decisión de superponer fragmentos que brillan con luz propia le permite alternar las temporalidades y las dimensiones narrativas con una gran libertad. Porque no es que un tiempo esté por encima del otro o que la imaginación esté en función de la realidad; como todo tiene cierta unidad de estilo, las cosas quedan a la misma altura. En 8 1/2, el pasado no está ahí para explicar el presente y los sueños no son un complemento para entender lo que pasa en la vigilia: son elementos que están a la par, que van interconectándose hasta terminar mezclándose del todo. En esa técnica se condensa, también, una actitud lujuriosa, hondamente inmoral, con respecto al montaje. En el puzle de muchas de sus puestas de cámara el punto de vista parece múltiple y desdibuja la idea de que alguien está mirando de modo individual, incluso cuando se trata de sueños o desvaríos. La sensación es que somos invitados a habitar atmósferas en las que rige el inconsciente colectivo, en las que muchas personas tienen, juntas, la misma alucinación. Las secuencias vinculadas con la Iglesia y lo bíblico suelen estar signadas por esa estética delirante, pero no sólo: ya en La strada, en la escena en la que Gelsomina ve cruzar la cuerda a Il Matto –el equilibrista interpretado por Richard Basehart–, Fellini juega con una multiplicidad de encuadres que nos despistan y nos embriagan, todo al mismo tiempo.
PROBLEMATIZAR LA MASCULINIDAD. La erotización absurda y desmedida de los cuerpos femeninos es una constante en el cine de Fellini, y, mirando con nuestros ojos actuales, es posible notar cierta naturalización, algo celebratoria, de la violencia patriarcal, tan asociada al estereotipo de lo italiano. También es posible constatar algunos tratamientos burlones y estereotipados –algo vengativos, diría yo– de las figuras maternales. Pero también es verdad que resulta deslumbrante la sensibilidad de Federico y su equipo de guionistas (todos varones, hay que decirlo) para retratar la condición de vida de las mujeres. La escena en la que Gelsomina es violada por Zampanò debe de ser, en su austeridad de recursos, una de las más impactantes de la historia del cine. En Las noches de Cabiria, el papel de los varones es no sólo ominoso sino patético: son incapaces de sobreponerse a su propia crueldad. En La dolce vita, la escena de la prostituta que le presta el cuarto a la pareja de famosos para que pase la noche está tratada con una honda empatía. Y en casi todas las películas es notoria la vinculación entre la opresión de género y la pobreza, la falta de autonomía de las mujeres, su “quedar fuera” de los ámbitos de decisión, su situación de desventaja en los espacios públicos frente a la rudeza y la brutalidad, muchas veces bárbara, de los hombres. Pero, además, Fellini se anima con las masculinidades no hegemónicas. Ya en Los inútiles, de 1953, hay un personaje –el que interpreta Alberto Sordi– que se presenta, de forma casi evidente, como homosexual. Esa película también traza un espectro de personalidades entre los amigos del pueblo, desnudando las mentiras del galán, poniendo sobre la mesa la agresión pasiva entre los propios varones y mostrando la relación de esas características psicológicas con la crianza institucional y familiar. Pero, además, son innegables la inmensa apertura de su cine a la concepción de la belleza y el modo en el que la estética de lo grotesco le permite incorporar una inmensa cantidad de cuerpos que están lejísimos de lo que hoy consideramos hegemonía. Gordos y gordas, personas con discapacidad, viejos calandracas, hermosas fealdades de todos los colores. Incluso, en una escena de Los payasos, una especie de documental sobre la condición de vida de los payasos en la Europa de 1970 –que, dicho sea de paso, tiene uno de los finales más maravillosos de su filmografía, según esta humilde cronista–, un clown enano le pregunta a un crítico, un intelectual que ha publicado muchos libros sobre circo, por qué en sus textos nunca habla de los payasos enanos y por qué hace como si no existieran. Es realmente fuerte: lo escuchamos increpar, de frente, al señor blanco universitario. Resulta imposible no contagiarse de la conciencia libertaria que se traduce en el modo en que estos cuerpos, que hoy reconocemos como tan hondamente políticos, se ponen en juego frente a la cámara de Fellini, no sólo porque tienen lugar en la pantalla, sino porque son objetos de erotismo y sujetos de deseo. Esa actitud provocativa, incitadora de la inmoralidad y la liberación sexual, tal vez encuentra uno de sus puntos culminantes en Satiricón, película en la que el retrato de la barbarie le permite a Fellini escenificar no sólo el amor entre varones, sino la culpa frente a la propia impotencia sexual, en una interpelación evidente a los imperativos de género que resultaban, en aquella época, prácticamente incuestionables y cuya problematización le valió, a lo largo de la carrera, una tormentosa relación con la censura, tanto eclesiástica como de otras instituciones.
UN ALTRO FILM SENZA SPERANZA. Esa especie de fiesta del cuerpo, con los planos siempre llenos de gente, con personas que se disfrazan o utilizan máscaras de diversos tipos para transformarse en aquello que no son, con celebraciones y recreos llenos de vitalidad y música orgánica a los movimientos, los ritmos y las intensidades dramáticas –la colaboración de Fellini con Nino Rota fue tan fructífera y duradera que resulta imposible pensar en uno sin relacionarlo con el otro–, tiene como contracara una actitud bastante pesimista frente a la vida: los personajes terminan, frecuentemente, hechos pedazos, animalizados, arrastrados por el piso o volando por los aires, en un límite absurdo que les estalla en la cara. En ese sentido, uno de los ejemplos más duros está en Il bidone, de 1955, película en la que uno de los delincuentes protagonistas termina tirado en la ladera de una montaña solo, con la espalda rota, sin poder caminar. El mundo es hostil, y punto. Los personajes aquejados por la pobreza y la falta de opciones, sí, pero también los campesinos, los anarquistas, los jipis, los fascistas y los burgueses tienen que lidiar con su propia existencia, con diversas represiones para mantener su condición social, y con el paso del tiempo y las pérdidas que trae aparejadas. Nadie se salva del ridículo, el tedio y la fiereza del azar, y el crítico que en 8 1/2 le pregunta, burlón, a Guido –el director que intenta filmar su propia película, alter ego de Fellini, interpretado por Marcello Mastroianni– si está haciendo “un altro film senza speranza” está levantando la voz de una autocrítica que tiene razón de ser. Pero, a la vez, en el cine de Fellini no hay nada que esperar, no hay esperanza, porque lo que importa es el presente, la intensidad y la velocidad de cada plano, la travesura de una sonrisa, el andar de una bicicleta, el ondear de una bandera italiana que un loco de la guerra clava en un montículo de tierra en la vereda, creyendo que está en la batalla. En la película Roma, un joven –también alter ego del Fellini que emigró de Rímini– llega a la ciudad en el período de posguerra y se encuentra con una cultura, una forma de ser, llena de pequeños detalles y gente que grita y come y corre y se pelea, como desnudando que la vida no es encontrar un sentido único e individual, un sentido perfecto predeterminado por el destino, sino habitar lo comunitario en estado de fascinación, saboreando lo que sucede, gozando la unicidad de cada instante de tránsito y encuentro. Aun hoy, y sobre todo hoy, el cine del maestro italiano es capaz de hacernos pensar que la felicidad es mucho más sencilla de lo que parece. Nos queda honrar su memoria, qué más.