Es 8 de marzo de 1990 y la avenida 18 de Julio se vuelve el escenario de un aquelarre: «Con sombreros negros muy puntiagudos, capas y vestidos negros y los consabidos pañuelos lilas, las mujeres marchaban, y con escobas, muchas escobas».1 La manifestación se inició alrededor de las 19 horas en la Plaza de los Treinta y Tres, de la cual partió hacia la plaza Cagancha una marcha encabezada por un carro alegórico que transportaba a las «reinas del hogar». El carro, que solía transportar a las reinas y las vicerreinas del Carnaval, había sido redecorado con carteles colgados con palillos de ropa, carteles que enunciaban cosas como: «Mujeres unidas contra la violencia», «Mujer, no compres productos que te vendan a ti de yapa», «Si te pegan: sal, grita, denuncia». Las «reinas del hogar» iban acompañadas por «plebeyas» de a pie que llevaban más carteles, en los que pedían: «Guarderías para nuestros hijos», «Pan, trabajo, vivienda e igualdad», y en los que categóricamente denunciaban que «si la mujer no está, la democracia no va». El paso de la marcha se apuraba al ritmo de las consignas «La mujer se rebela, ni le gritan ni le pegan», «Ni muertes ni palizas, las mujeres se organizan».
El movimiento de mujeres y feminista de Uruguay había decido realizar una manifestación de carácter perfomático en alusión a la contraposición de las brujas con las reinas del hogar. Esto puede leerse como la oposición de dos modelos de feminidad: el de la mujer desobediente que defiende su autonomía con el del deber ser, asociado a la obediencia al pater familias y la sumisión. Las manifestantes expresaron una identificación explícita con quienes durante la Edad Media fueron símbolo de transgresión, por sus conocimientos «mágicos», por sus supuestos vínculos con el Diablo, por el ejercicio de una sexualidad libre, por su nocturnidad, por la ausencia de instinto maternal, por vivir al margen de la sociedad y por la creación de círculos de solidaridad femenina (aquelarres). Asimismo, teniendo en cuenta la ya mencionada influencia del feminismo anglosajón, estas acciones podrían ser un indicador de la transnacionalización de las formas de protesta. Durante la segunda ola del feminismo, fueron las activistas estadounidenses integrantes de Women’s International Terrorist Conspiracy from Hell (WITCH, por su siglas en inglés),2 colectivo formado entre 1968 y 1969, quienes hicieron manifestaciones performáticas vestidas como brujas.3 En cualquier caso, apelar a la figura de las brujas en aquelarre significaba transgredir el mandato hegemónico de la «buena mujer» y sustituirlo por la fuerza de las mujeres organizadas autónomamente y reunidas en colectivos. En esta línea, la representación de las brujas adquiere fuerza enunciativa en oposición a las reinas del hogar, que llevaban colgadas en cuerdas y sostenidas con palillos (simulando ser ropa) sus pancartas. La figura de la reina del hogar apela a la satirización –recordemos que el soporte de la performance eran los carros utilizados durante el Desfile de Carnaval– de una variante latinoamericana de la figura inglesa conocida como ángel del hogar,4 arquetipo de domesticidad atravesado por el liberalismo y el protestantismo. La variante uruguaya fue reelaborada durante la dictadura, a instancias de la celebración del Año de la Orientalidad, en 1975, y puede resumirse en el enunciado «yo, ama de casa, yo, oriental».5 Se trataba de la reelaboración del ideario tradicional moderno, sustentado en el binarismo sexual y en la tríada nación, patria y familia. La esencia de los orientales se configuraba como tributaria de una retórica rural, atemporal y con una escala de valores masculinizada. En consecuencia, la integridad del hogar, la crianza y el desarrollo de los hijos y las hijas parecían ser la única y más alta misión de las mujeres.
Las consignas de la movilización señalaban la politización de la domesticidad, la disputa por el sentido de la democracia y la opresión sufrida por las mujeres, y vaticinaban una primera respuesta a la violencia doméstica: rebelión y organización. Simultáneamente, mediante la performatividad, estas mujeres materializaban lo que pensaban y sentían desde hacía varios años. Es que, tal como lo expresó Graciela Dufau en 1986, sentían que «tener hijos es hermoso, pero no lo es que la vida se nos vaya entre la pileta de lavar, la plancha, las cacerolas, mientras soñamos con un porvenir diferente».6 Así, las manifestantes convocadas por la Concertación de Mujeres y la Coordinación de Mujeres evidenciaron que el compromiso feminista trascendía las luchas políticas clásicas y estaba presto a batallar culturalmente por los sentidos y significados de las prácticas culturales naturalizadas.
No obstante, para que en marzo de 1990 fuera posible manifestarse contra la violencia hacia las mujeres, y particularmente contra la denominada violencia doméstica, el movimiento de mujeres y feminista tuvo que construir un lenguaje común. Se trató de un proceso muy cuestionador de lo establecido, de marchas y contramarchas y de acumulación conceptual, que implicó intervenir el discurso dominante acerca de este fenómeno anclado en las instituciones políticas. De hecho, el proceso de conceptualización de la violencia doméstica evidencia que la identificación de situaciones sociales como problemáticas no está prestablecida, por lo que la atribución de significados subyace a la explosión del conflicto.7 En otras palabras, ninguna situación es naturalmente problemática, sino que el surgimiento de los asuntos como problemas tiene raíces en los conflictos simbólicos y culturales que sostienen los actores. Ese proceso de construcción de nuevos marcos interpretativos relativos a la violencia contra las mujeres puede rastrearse a través del análisis de las palabras escritas y publicadas en los distintos órganos de prensa del movimiento de mujeres y feminista.
1. Carina Gobbi, «Las brujas cara a la violencia», La República de las Mujeres, II (77), 11 de marzo de 1990, 6-7.
2. En español: ‘conspiración terrorista internacional de las mujeres del infierno’.
3. El primer grupo WITCH surgió en la ciudad de Nueva York en octubre de 1968. Sus fundadoras fueron las feministas socialistas, antiguas activistas del colectivo recién escindido New York Radical Women que entendía que la lucha por la construcción de una nueva sociedad podía darse sin el feminismo. En consecuencia, se oponían a la idea que defendía el feminismo radical de que las mujeres feministas debían combatir el patriarcado solas. En su lugar, WITCH consideraba que las feministas debían aliarse con el conjunto de las causas de la izquierda para lograr un cambio social de mayor repercusión en Estados Unidos. «WITCH, la conspiración de las brujas feministas», Chopper Monster (blog), acceso: 8 de mayo de 2019; Elena Cabrera, «Feministas y brujas», Eldiario.es, 6 de diciembre de 2013.
4. Arquetipo que nace a raíz de las obras de The angel in the house, de Coventry Patmore (1854-1863), y Of Queen’s Gardens, de John Ruskin (1865). Por más información, consultar: Nerea Aresti, Médicos, Donjuanes y Mujeres Modernas: Los ideales de feminidad y masculinidad en el primer tercio del siglo XX (Bilbao: Universidad del País Vasco, 2001); Catherine Jagoe, Alda Blanco y Cristina Enríquez de Salamanca, La mujer en los discursos de género. Mujeres, voces y propuestas (Barcelona: Icaria, 1998).
5. Andrea Brazuna Manes, «Yo, ama de casa. Yo, oriental». En Leyendo desde el género la celebración del Año de la Orientalidad (Uruguay, 1975) (Cuartas Jornadas de Historia Política, Montevideo, Uruguay, 2013), 21.
6. Graciela Dufau. «Introducción». En La mujer uruguaya hoy: del presente de la mujer depende también el futuro de todos (Montevideo: Editorial Problemas, 1986).
7. Donatella della Porta y Mario Diani, «La dimensión simbólica de la acción colectiva». En Los movimientos sociales (Madrid: Editorial Complutense, 2012), 95-124.
En Las Pioneras
El libro será presentado por Mariana González Guyer, Sabrina Martínez, Diego Sempol y Andrea Tuana, en Las Pioneras (Agraciada 2576), el 12 de marzo a las 19.30 horas. Habrá que llegar temprano, porque el aforo es limitado.