Tomás Quintín Palma, entre el arte y la comunicación - Brecha digital
Tomás Quintín Palma, entre el arte y la comunicación

La oveja negra de los payasos

No le gusta definirse. La única etiqueta que le cabe es la de rosarino. Junto con su hermano, escribió, dirigió y actuó en la película Hasta hacernos fama. Actualmente trabaja en la radio Futurock. Está de gira con su espectáculo La violencia de la ternura, que llegará a Uruguay en primavera. En diálogo con Brecha, Quintín habló sobre una familia de payasos resignificada en hecho artístico y dio anticonsejos sobre comunicación en una realidad de nuevas audiencias.

Tomás Quintín Palma. SERGIO BOSCO

—¿Qué es La violencia de la ternura?

—Yo quería salir de la idea del stand up. A mí me gusta que el chiste sea algo más. Me interesan los narradores. Esto es el relato de una vida, de alguien que quiere escapar de una familia de payasos y que, al mismo tiempo, se reencuentra como uno de ellos. En el espectáculo nos permitimos ser dramáticos, tiernos, graciosos y serios. Hay música en vivo. Y quien lo recibe se ríe, se angustia, la pasa bien. Esa complejidad humana es la que ponemos en el escenario.

—¿Qué podés adelantar de la historia de tu familia?

—Nací en Rosario en una familia que era parte de un elenco de payasos. El payaso Piripincho, mi padrino, era el más famoso de la ciudad. Llenaba los teatros. Mi madre y mi padre actuaban en esas obras. Me crie en un teatro, con mis padres y mis familiares disfrazados. Y si bien mi infancia fue divertida, con el tiempo fui tomando perspectiva y pude ver cosas monstruosas y locas. Hay una foto muy particular en la que estamos en el teatro, está toda mi familia de payaso posando y yo estoy a upa de mi papá mirando para otro lado, de civil. Ni una peluca, nada. Era la oveja negra de los payasos, que es precisamente querer que nadie se disfrace, que no sean artistas, que no usen ropa de talla grande, que no usen colores. Mi transgresión pasaba por buscar lugares comunes, sin trascendencia social, sin hacerme el payaso, sin hablar todo el tiempo en joda. Yo a veces tengo un relato crudo de las personas, de mis familiares. Pero en La violencia de la ternura está mi hermano, que hace dos rutinas con vestuario de mi viejo y performa a Piripincho. Gracias a su trabajo, vemos que ese payaso también tenía un montón de ternura. Era un tío payaso que cada tanto te forreaba, pero a la vez era encantador. Está bueno habitar esa complejidad.

—¿Y cómo lo recibieron tus familiares?

—Una vez en un teatro anuncié: «Mi viejo está acá», y todos dijeron: «Uuuh». Pero la verdad es que están recontentos. Porque es agarrar el material de una vida y llevarlo al plano artístico. Pasa a ser una ficción. Es lindo para ellos ver cómo se convierten en arte momentos cotidianos y relaciones familiares. Para mí es una manera de decir las cosas que no pude decir. Porque el hecho artístico es más completo, más sólido. Te permite decir más de lo que dirías a un familiar si te sentaras a tomar café en un bar.

—Estudiaste cinco carreras y, como buen millennial, no terminaste ninguna. ¿Te pesa?

—En un momento sí sentía la presión de la sociedad, eso de definirte, de ser algo puntual. Pero ya no. En los pibes hay una diversidad total. La gente hace un montón de cosas. Si ves un video de trap, te das cuenta de que las artes se cruzan. Está todo mezclado. El juego está abierto a la indefinición. Ahora se suben fotos borrosas o la mitad de una cara, o se mandan dibujos en vez de emojis. Hay una estética que no se entiende y eso me recopa. Me da miedo definir lo que hago porque eso limita el campo de la imaginación. El lugar de la indefinición me parece más interesante, misterioso, seductor. Eso de «yo soy esto» deja afuera al otro y terminás con menos posibilidades de transformación.

—¿Qué es lo que más valorás de trabajar en un medio como Futurock?

—Es un medio grande, pero no parece una empresa. Valoro la cosa humana, la relación con lo artesanal. Eso de que podés terminar con la llave de la radio. Y también el hecho de que le ha dado voz a gente que no tenía voz. Yo hablo con gente que se mete dentro de un traje de Spiderman en un tren de la alegría en Mar del Plata. Cuento historias de cosas que no ves en los grandes portales, pero que a la gente le interesan. Male [Pichot], Bimbo, todas: son guerreras. Es admirable verlas de cerca. Ver cómo no están relajadas, porque son personas que podrían estar en una radio cualquiera. Y, sin embargo, están ahí, emprendiendo proyectos, inventando otras cosas. Ahora van a abrir un bar. Yo a veces digo: «Esta gente quiere vivir estresada». Pero no, entre todo ese lío, tienen ganas de cambiar las cosas de verdad. No es una pose. Son personas con ganas de que el mundo sea más igual, más justo, más interesante. Pelean para que sea un poquito menos feo.

—En Uruguay ha habido intentos de crear radios contrahegemónicas, pero lo que se dice lograrlo no ha pasado. ¿Qué consejos (o anticonsejos) darías en ese sentido?

—No quiero asumir un rol de dar consejos, pero sí te podría decir que hacen falta pocas personas y mucha tenacidad. Aunque te aburra, sostenelo. También es importante no pensar en grandes públicos, sino en nichos. Generar tu propia comunidad. Olvidarse de «la radio», «la televisión», con toda esa locura de empleados. A veces dicen: «Mirá el fenómeno del momento» y ves que son 30 mil players, no es que está todo el país. Ya no hay figuras conocidas por todos, como Tinelli o Pergolini. Ahora está lleno de famosos que nadie sabe quiénes son, porque las audiencias son chicas. Entonces hay que buscar ese nicho puntual, hablarle y sostenerlo en el tiempo. Con mi amigo Nico Gutman tenemos un pódcast (220 Podcast) que arrancamos por Zoom, hablando de actualidad, de nosotros. Pasamos toda la pandemia haciéndolo, le íbamos encontrando la vuelta. Dos pibes, dos micrófonos conectados a una cámara y Youtube. Generamos una comunidad que colabora haciendo aportes a través de botoneras. Hoy el canal tiene como 12 mil suscriptores, y para nosotros es un montón.

—¿Qué es lo que más te apasiona?

—Estar alrededor de humanos charlando y bebiendo es algo que me encanta. Me apasionan las conversaciones, las teorías de la gente sobre las cosas. La nocturnidad. Conocer extraños, hacerte amigo y terminar en casas hablando con personas que te cuentan la vida como si fueran libros. Los vas leyendo, aprendiendo sobre diferentes realidades. Encuentro humor en todos lados. La vida es tan loca y graciosa. Todo es absurdo. Si pudieras mirar el planeta desde arriba como si no fueras de acá, no podrías creer el delirio en el que estamos. Ese chip de absurdidad creo que te permite mirar la vida con más amor.

—¿Y qué te indigna?

—Aceptar las cookies de Internet que hace años acepto como un loco. Yo tengo que leer y aparece el cartel de «aceptar cookies» y acepto, acepto, acepto. Tengo miedo de que un día me patee la puerta de casa una brigada de cookies, que me apunten con un revólver y me digan: «Usted va a ir preso por aceptar cookies». Yo quería leer las noticias, la puta madre. Casi siempre son detalles los que me cagan la vida. La logística de la vida cotidiana me desespera.

—¿Has curtido humanidad y nocturnidad en Montevideo?

—Bruno Conti. Con él pimponeé todas las semanas durante años. Entendía mi humor perfecto. Era un animal, los mejores chistes. En mi último viaje a Montevideo pasé una Navidad. Con Bruno estuvimos todo el día juntos. Volver va a ser muy fuerte por el dolor de que Bruno ya no esté por la pandemia. Lo amo. Hacíamos videollamadas, escribíamos, nos cagábamos de risa. Así que cuando vaya voy a tratar de hacer pavadas y reírme, porque es lo que creo que hubiera hecho él.

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