Festejar el cumpleaños de 50 de un proyecto político tiene la ventaja de que nos permite no sólo mirar atrás, sino también para adelante. Trazar una raya imaginaria nos da la oportunidad de proyectarnos colectivamente hacia nuevas utopías. Hago este humilde ejercicio como un gran desafío como militante activa de la izquierda y del feminismo, parte de la generación de los pañuelos y, por qué no, también como una politóloga gustosa del pensamiento político.
Si algo logró con creces el proceso de acumulación política de estos 50 años fue honrar el imperativo de la unidad de la izquierda. Lo que despectivamente se denominó «la colcha de retazos» fue nada menos que la unión de las más diversas corrientes de izquierda.
Pero esa alianza fue mucho más. Fue la síntesis política del gran acuerdo social producto del Congreso del Pueblo (1965) en el que sindicalistas, estudiantes y cooperativistas sintetizaron una plataforma social de medidas contra la crisis. Pero también fue la síntesis de artistas populares e intelectuales que sentían el llamado del compromiso político. Y fueron personas de a pie que adherían al sentimiento de que «sin usted no habrá milagro» las que acompañaron poniendo el voto en un contexto de mucho miedo. El gallo negro era grande, y separados no éramos nada.
Cincuenta años después, estamos en otro lugar. El mundo vive una crisis sanitaria sin precedentes que instala nuevos equilibrios. Somos responsables de preguntarnos cómo, pero sobre todo con quiénes, se construyen las nuevas síntesis. No para ganar el gobierno en cinco años, sino para elaborar un nuevo acuerdo político que nos permita proyectar una sociedad justa para los próximos 50. Vemos con expectativa el ejercicio de la Intersocial, en el que el movimiento sindical, feministas, cooperativistas, ambientalistas y más se disponen a construir codo a codo. Porque, al fin y al cabo, es el momento de darles una relectura a los retazos y entender que, para que esa nueva unidad sea políticamente posible, es necesario fundir las voces y los relatos en un discurso común.
Como dice Ana Laura de Giorgi en su reciente libro, la historia de la izquierda y el feminismo es la de un amor no correspondido. La autora analiza las peripecias de las mujeres y feministas que sobrevivieron a las aplanadoras formas patriarcales de construcción de la izquierda. La síntesis del congreso de las mujeres frenteamplistas de 1989 sigue siendo, casi enteramente, una agenda pendiente. Cada conquista se sostuvo en estrategias de incidencia planificadas entre mujeres, con algunos cómplices. Así se llegó a las leyes contra la violencia basada en género, a la despenalización del aborto (luego vetada por el Poder Ejecutivo), a la instalación del sistema de cuidados. Fueron concesiones mínimas para la enorme agenda vinculada a las injusticias basadas en el género. Pero los feminismos ya no aceptan un amor de migajas porque ahora, organizados y en la calle, pregonan en sus carteles que la izquierda será feminista o no será. Y eso no es sólo integrar la agenda de género a las prioridades del partido, es integrar a las feministas en sus filas. Es disponerse a cambiar las prácticas políticas y, para empezar, eso requiere algo simple: silencio, escucha y empatía.
El vínculo con el movimiento sindical también merece análisis. Un movimiento que, aunque también patriarcal, se ha dispuesto a encarar un largo proceso de transformación y diálogo. Que se pregunta cuáles son las condiciones para el trabajo decente en este mundo, en este ahora; un movimiento que debe luchar contra los poderes de los capitales transnacionales y que, sin el apoyo de un Estado preocupado por la justicia, queda con un escaso margen de incidencia.
La justicia ambiental es otro tema que la izquierda no ha logrado incorporar. Es necesario sentarnos a discutir con el ambientalismo de izquierda las bases sistémicas del capitalismo depredador. Entender que la forma en la que nos vinculamos con el territorio tiene impactos diferenciados de clase y género, y que no habrá justicia social si unos pagan los costos de las formas del consumo de otros.
Debemos integrar la lucha antirracista como una lucha central contra la pobreza y la desigualdad. Es preciso reconocer que la acumulación capitalista se construyó con cuerpos de personas esclavizadas y hacerse carne de la deuda histórica que implica la trata de personas. Eso, en definitiva, refleja que en nuestro país la pobreza, la cárcel y el desempleo tienen cara de persona afro.
Necesitamos rediscutir el capacitismo sistémico, en que las personas con discapacidad se rotulan según su rol en el sistema productivo. Tenemos que integrarlas a la lucha como sujetos plenos de derechos, sin lástima, sin beneficencia. Así, también, el reconocimiento de las personas en situación de calle. Atravesada por la pobreza, la discriminación, la violencia y el desamparo del Estado, la reciente organización Ni Todo Está Perdido se pone en escena como un nuevo actor que reclama escucha y legitimidad.
Todo esto se relaciona directamente con el problema de las generaciones políticas. Si miramos las izquierdas del mundo, las rupturas de los jóvenes con los partidos que se moderan con los años son moneda corriente. Se rompe lo que no se transforma, lo que no integra a quien se siente parte, lo rígido. La noción de la experiencia como valor supremo deja al costado trayectos y experiencias de época, que son el secreto para la supervivencia de los proyectos. Porque la única forma de que un proyecto político sobreviva a las personas y a las coyunturas es que las nuevas generaciones lo hagan propio.
Pero, además, porque somos responsables de estar al lado de quienes transitan su juventud en un momento en el que el abuso policial es corriente. Los y las jóvenes son quienes más sufren el desempleo y quienes tienen que empezar a cimentar una vida adulta en un escenario de plena incertidumbre. Las juventudes son la energía de vanguardia que necesita un proyecto político capaz de pensar lejos. Y cuidado, no necesitan que las conduzcamos ni que les contemos cómo es la movida; esperan, al menos, que nos importe genuinamente qué harían, cuáles son para ellos las transformaciones urgentes, cómo la ven.
Y todo eso sin jamás dejar de lado que hoy, a 50 años del nacimiento de nuestro proyecto, siguen naciendo en este país miles de infancias pobres. Y que no sólo hay que garantizar la comida: hay que pensar en el laburo, la educación, la vivienda y todo aquello que hemos constituido como derechos. Porque creer que la lucha contra la pobreza es exclusiva de la izquierda política es no entender que las identidades de las personas son sistemas complejos.
El gallo negro sigue siendo grande. La derecha liberal, la derecha militar y la conservadora aprendieron de nosotros y nosotras que sólo unidas pueden ganar una elección, y lo hicieron mejor. Y a la democracia, se gane o se pierda, se la defiende. No obstante, quienes queremos la igualdad y la justicia para la pública felicidad somos responsables de entendernos. De ser valientes para discutir con franqueza. Y para que haya más voces tiene que haber más silencios. Hay que darle valor a la trayectoria de la otra persona, valorar su acumulación, respetar su realidad y confiar en el lugar desde el que está dispuesta a construir. Es tiempo de escuchar. Es tiempo de tejer una colcha de pañuelos, colores y justicia.