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Teoría de la praxis

En la nómina de los 687 condenados por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura argentina, la enorme mayoría son militares. Hay también unos cuantos operadores judiciales y varios funcionarios de la Iglesia. Empresarios, sin embargo, hay uno solo.

Que la distribución de las condenas no es representativa de las responsabilidades es una de las cosas que se sospecha apenas comienzan a hojearse las más de mil páginas que constituyen los dos volúmenes de Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Represión a los trabajadores durante el terrorismo de Estado.1 Para presentar el trabajo estuvieron esta semana en Montevideo el periodista y presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels) Horacio Verbitsky, la abogada e investigadora Elizabeth Gómez Alcorta y la historiadora Verónica Basualdo. Quedaron del otro lado del charco casi dos decenas de investigadores que, junto a los mencionados, trabajaron durante dos años intentando precisar y entender el papel de buena parte de la elite empresarial argentina en el terrorismo de Estado. El Cels, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el programa Verdad y Justicia del Ministerio de Justicia sostuvieron el esfuerzo.

El miércoles 22, en el local de Aute, Gómez Alcorta explicó que la tarea comenzó por rastrear las empresas a las que pertenecían los trabajadores que fueron víctimas del terrorismo estatal. Ubicaron más de doscientas, y eligieron 25, buscando componer una muestra representativa. Suponer que la muestra también refleja las proporciones en que las concepciones sobre la dignidad humana se distribuían en la burguesía argentina conduciría a conclusiones estremecedoras: cinco de esas 25 empresas instalaron centros clandestinos de detención y tortura.

“Para entender por qué un empresario se manchó las manos de sangre, por qué estaba presente en la comisaría donde torturaban a un trabajador de su firma, por qué decidía ceder espacio para establecer un centro de detención en su fábrica, teníamos que entender cuál era la estructura económica previa al golpe, las relaciones de fuerza, las transformaciones que estaban viviendo los sindicatos en la década del 70. Ese análisis nos permitió comprender que había intereses que convergían entre alguna parte de la elite empresarial y las fuerzas represivas”, sostuvo Gómez Alcorta en la presentación.

Los números que maneja hacen difícil dudar de la afirmación de la abogada, en el sentido de que “el terrorismo de Estado tuvo la finalidad no sólo de eliminar a parte de la militancia política sino también, centralmente, de disciplinar a la clase trabajadora”. Si antes de la dictadura los trabajadores captaban el 48 por ciento del ingreso nacional, a la salida de ella el porcentaje se redujo a 22.

Claro que es un ejercicio peligroso suponer que basta probar la coincidencia del terrorismo de Estado y el despojo salarial para afirmar que la elite empresarial, o mejor dicho parte de ésta, fue terrorista. Los autores no lo cometen, sino que documentan un grado de involucramiento de sectores del empresariado en la barbarie que Gómez Alcorta considera eufemístico llamar complicidad. Lo que les sorprendió, eso sí, fue la similitud de los procedimientos que desde Jujuy a Tierra del Fuego se llevaron adelante. El descubrimiento del documento que llamaron “Anexo III” resultó por eso decisivo. Esas “nueve carillitas”, explicó la investigadora, “muestran el lugar que ocupaba la conflictividad laboral dentro de la lucha antisubversiva y el rol que debía desempeñar la dirigencia empresarial dentro del terrorismo de Estado, y permitían entender por qué la forma en que fue interviniendo cada uno de los empresarios en los distintos lugares y con distintos rubros, en actividades absolutamente diferentes, era bastante parecida”. Es decir, hubo un plan.

Verbitsky tomó la palabra entonces para ubicar la investigación dentro de su interpretación de la historia reciente argentina. “El gobierno de Ricardo Alfonsín tuvo una intuición extraordinaria”, aseguró el periodista. “De 1930 en adelante Argentina había padecido no menos de un golpe militar por década, y cada uno había sido más sangriento que el anterior. Alfonsín entendió que a menos que tomara una decisión completamente distinta a todas las que habían sido tomadas hasta entonces, su destino iba a ser el mismo.” ¿Qué hizo el líder radical? “Puso a la defensiva a las fuerzas armadas, que estuvieron debatiéndose para intentar defender a sus miembros, y eso evitó que empezaran a opinar sobre la marcha de la economía, la moral y las buenas costumbres o sobre cómo se vestían las mujeres.” Verbitsky por cierto no olvidó que “en los primeros veinte años de la democracia argentina tuvimos a dos partidos de origen popular, como la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista, convertidos en facilitadores de las políticas de ajuste recomendadas por los organismos financieros internacionales”. Pero en ese jaque de Alfonsín a las juntas militares el periodista encuentra la analogía adecuada para el período kirchnerista, en el que “se inicia un proceso de recuperación de esas tradiciones populares” y que se va a encontrar a partir del lock out de la Sociedad Rural en 2008 con “la reacción virulenta de los sectores empresariales”. “Durante esa confrontación se ve que eso que había hecho Alfonsín con las fuerzas armadas, de ponerlas a la defensiva, era un camino a seguir también con los sectores patronales, y que iluminar la responsabilidad que esos sectores habían tenido en la época de la dictadura era el camino apropiado para incidir desde el recuerdo del pasado en la conformación del presente y el futuro.” Ese es, de alguna manera, “el sentido de esta investigación”, concluyó.

  1. Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Buenos Aires, noviembre de 2015. Disponible en forma libre y gratuita en infojus.gov.ar

 

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Por casa

La sede no fue, en este caso, lo de menos. Detrás de la mesa que los autores argentinos compartieron con Hugo Leyton (por Aute), Fernanda Aguirre (por la Secretaría de Derechos Humanos del Pit-Cnt) y Pablo Chargoñia (del Observatorio Luz Ibarburu) se desplegaba una gigantografía con el rostro de Humberto Pascaretta, trabajador de Ute que, destituido de la empresa durante la dictadura y empleado luego en la papelera Cicssa, fue señalado como “subversivo” por sus patrones, detenido y conducido al Comando General del Ejército donde sería torturado durante un mes antes de fallecer el 4 de junio de 1977. Chargoñia, patrocinante de la causa penal por el asesinato de Pascaretta, valorando la obra presentada, sostuvo que no sería esta la primera vez que el ejemplo de los investigadores argentinos serviría para “despertar de la siesta” a la academia oriental, y anunció que conversaciones mantenidas con la Universidad de la República están permitiendo que “por fin” se establezca una relación fluida entre ésta y los organismos de derechos humanos. Chargoñia reivindicó también el enfoque clasista para entender el proceso del autoritarismo en Uruguay, y destacó, como otros oradores, el atraso considerable que mantiene nuestro país respecto de Argentina en la sanción a los responsables del terrorismo de Estado, tanto militares como civiles.

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