Francia y la santa cruzada contra el islamoizquierdismo - Brecha digital
Francia y la santa cruzada contra el islamoizquierdismo

Temporada de caza

El horror de la decapitación del profesor Samuel Paty por mostrar imágenes de Mahoma en una clase sobre libertad de expresión, el horror por triplicado del asesinato de tres personas, simplemente por andar por allí, cerca de una catedral, diez días después en Niza, volvieron a colocar la «cuestión islámica» en el centro de la política francesa. La manera en que se plantea ahora el tema habla, sin embargo, de hasta qué punto ha calado la «lepenización de los espíritus».

Intervención en un muro en Montreuil, Francia, 20 de octubre. Afp

De la misma manera que muchas décadas atrás militantes de izquierda de todo pelaje eran tratados de judeobolcheviques (sin que buena parte de ellos fueran siquiera judíos o comunistas), ahora se ha popularizado en Francia un término para designar a quienes condenan tanto la barbarie fascistoide del islamismo político como el cada vez más propagado racismo antiárabe o la pura, simple e irracional islamofobia: islamoizquierdismo. No se sabe bien qué quiere decir el término, porque la gran mayoría de quienes son así calificados no tienen un pelo de islamistas (y muchos, si no casi todos, dicen que de la religión musulmana no conocen ni los rudimentos más básicos), pero el insulto, nacido –como el de judeobolchevismo de otrora– de filas ultraderechistas, se ha generalizado a tal punto que hoy se lo escucha –también– en boca de liberales pura sangre y militantes de partidos que se autoidentifican como de izquierda. Islamoizquierdistas son, por ejemplo, para representantes del gobierno de Emmanuel Macron, la ultraderechista Agrupación Nacional, dirigentes del Partido Socialista, referentes de Primavera Republicana –una confluencia entre macronistas y socialistas–, laicistas duros como la filósofa feminista Elisabeth Badinter, agrupaciones e intelectuales vinculados a sectores del sionismo, diversos medios de prensa, todos aquellos que participaron en noviembre en una marcha contra la islamofobia convocada poco después de un atentado contra una mezquita y para denunciar los ataques (discriminación cotidiana, agresiones policiales, asesinatos) que un día sí y otro también padecen los inmigrantes de origen árabe y los musulmanes. Entran en la bolsa del islamoizquierdismo Francia Insumisa, el Partido Comunista, el Nuevo Partido Anticapitalista, la Unión Nacional de Estudiantes de Francia, la Liga de los Derechos Humanos, una parte de verdes y socialistas (otra está del lado opuesto), el Observatorio de la Laicidad, decenas de asociaciones antirracistas, una multitud de intelectuales y las propias universidades públicas.

Cuando muchos de esos «islamoizquierdistas» que se manifestaron en noviembre quisieron participar en un acto de homenaje a Samuel Paty realizado en la Plaza de la República de París («La coherencia lleva a que se condenen todos los actos de barbarie, todos los actos de fascismo corriente», dijo Clementine Autain, diputada de Francia Insumisa), fueron silbados y algunos de ellos expulsados manu militari. A dirigentes del Partido Comunista, una de las fuerzas políticas más castigadas por nazis y filonazis durante la Segunda Guerra Mundial, los trataron de collabos (colaboradores), el calificativo con que se designaba a los franceses que cooperaban en aquel tiempo con el ocupante alemán. Hoy los comunistas, los insumisos y los antirracistas serían «colaboradores del islamismo político que asesina», en palabras de Badinter. Poco menos que cómplices objetivos, idiotas útiles del Estado Islámico.

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El ambiente huele a azufre, dijo la semana pasada la senadora de Europa Ecología-Los Verdes Esther Benbassa. «Yo nunca viví una violencia como esta de hoy entre quienes se suponía que eran compañeros y estábamos en una misma línea de defensa de los valores de la república, que deben ser iguales para todos», declaró en un programa de televisión en el que sus animadores pretendían que se arrepintiera públicamente de haber participado en la marcha contra la islamofobia. «Desde la horrorosa masacre de los humoristas y los dibujantes de Charlie Hebdo, en 2015, se vive en Francia un clima de caza al musulmán que lo único que hace es llevar agua al molino de aquellos a los que se pretende combatir: jóvenes de origen inmigrante que nada tenían que ver con las redes terroristas han terminado acercándose a ellas o al menos comprendiéndolas porque el espacio que tenían para crecer y existir, que ya era estrecho, se les está estrechando aún más», afirmó otra militante del mismo partido, cuyo candidato presidencial en las últimas elecciones, Yannick Jadot, está entre quienes más agitan el fantasma del islamoizquierdismo. «Temo por mi vida», dijo la diputada de Francia Insumisa Caroline Fiat ante los insultos y las amenazas que está recibiendo por redes sociales. Fiat acaba de publicar una «Carta abierta a [sus] hijos tras las acusaciones de islamoizquierdismo». «Lo peor –declaró– es que no sólo casi no tenemos espacios para responder, sino que no sabemos bien qué responder, porque lo que se nos dice es tan disparatado, tan débil y tan miserable que ya no se trata de contestar con argumentos. ¿Qué es lo que se nos reprocha, en realidad?»

Los presidentes de las universidades públicas de Francia debieron elegir un ángulo similar para salir al cruce del ministro de Educación, Jean Michel Blanquer, para quien las facultades francesas son un «nido de fundamentalistas musulmanes e islamoizquierdistas». En un comunicado difundido el 23 de octubre, la Conferencia de Presidentes de Universidades debió recordar al ministro que las facultades forman, investigan, debaten, reflexionan e integran en función de una idea de república que abarca a todos y una laicidad que deja por fuera de su espacio cualquier prédica religiosa. «Esta comunidad docente y científica fue golpeada en su corazón por el atentado islamista perpetrado contra Paty, exestudiante universitario», recuerda también el comunicado. «Las universidades no pueden ser consideradas cómplices del terrorismo. […] La investigación no es responsable de los males de la sociedad: los analiza. La universidad es, en esencia, un lugar de debate y construcción del pensamiento crítico», agrega.

Pero la ofensiva siguió y, entre llamados a reforzar una legislación de excepción que viene ganando musculatura desde hace muchos años, bajo gobiernos tanto conservadores como socialistas, a prohibir el uso de nombres «de consonancia extranjera» (es decir, árabe) y a suprimir de los supermercados las góndolas de comida halal, el ambiente ha ido pasando del «olor a azufre» a una caza de brujas. Y a la autocensura. Esther Benbassa admitió que se vio obligada a moderar un discurso que iba a pronunciar en el Senado acerca de «la prevalencia de las leyes de la república sobre el origen, la religión y la etnia» luego de la avalancha de ataques a los «islamoizquierdistas»: «En vez de hablar de las “estigmatizaciones que padecen los musulmanes”, como lo había escrito en un comienzo, me limité a decir que no se debía confundir a los musulmanes con los extremistas. Es una locura, pero el resultado de todo esto es que quienes machacan con la libertad de expresión terminan haciéndonos callar. ¿Se dan cuenta de a qué punto estamos llegando?». El propio Jean-Luc Mélenchon, máximo dirigente de Francia Insumisa, un republicano de pura cepa, pero que ha sido casi que el blanco principal de quienes denuncian el islamismo de un sector de la izquierda, tuvo su agachadita ante tanto insulto cuando pareció responsabilizar a la «comunidad chechena» de complicidad con el asesinato del profesor Paty porque el degollador era de ese origen. «Me equivoqué», reconoció. Su compañero de partido Eric Coquerel explicó la gaffe de Mélenchon: «Quiso, sin dudas, armar un contrafuego para frenar las acusaciones de laxismo ante el terrorismo. No fue la mejor salida. Pero todo esto del islamoizquierdismo es simple politiquería indecente de quienes pretenden ocultar sus propios fracasos ante el terrorismo» a pesar de todo el arsenal de leyes represivas que han montado, dijo el diputado.

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A decir verdad, la idea de una confluencia entre sectores de la izquierda, por lo general su ala más «radical», y el islamismo no es nueva, aunque por mucho tiempo estuvo relegada a los círculos de la derecha extrema. Durante la guerra de Argelia, en los sesenta, los franceses que colaboraban con el Frente de Liberación Nacional argelino eran acusados desde esas filas de connivencia no sólo con el enemigo, sino también con una religión extraña a las tradiciones cristianas del país.  Pero fue desde fines de los ochenta y, sobre todo, desde la década siguiente, que el concepto de islamoizquierdismo pasó a ser manejado con mucha mayor fluidez, a medida que se fueron intensificando los debates sobre la inmigración africana (sobre todo magrebina) y su integración, la manera de concebir la laicidad y los «valores republicanos», y a medida también que la extrema derecha se fue consolidando bajo el liderazgo de los Le Pen y permeando con sus ideas y su lenguaje a la dirigencia política francesa y a la sociedad en su conjunto. Primero por referentes de la derecha tradicional y luego por las filas «progres». Pierre André Taguieff, un filósofo, sociólogo y politólogo con pasado anarquista, lo empleó en un libro que publicó en 2002, La nueva judeofobia, para referirse al contacto entre el islam político y organizaciones altermundialistas en el marco de foros sociales mundiales en los que se invitó a participar a predicadores musulmanes y se hicieron notar algunos grupos que negaban el holocausto. La noción apareció también muy entrada la década pasada en las discusiones sobre si se debía autorizar el porte público del velo islámico o del burkini y sobre hasta qué punto «la república» debía dar cabida a «prácticas violatorias de los derechos humanos», resumió en su momento Badinter. Y apareció en boca o en la pluma de intelectuales como Bernard Henry Levy, Pascal Bruckner, Alain Finkielkraut, con predicamento en un progresismo soft. En la izquierda, los enfrentamientos se hicieron cada vez más duros entre militantes que ponían el acento en la defensa de los derechos de los inmigrantes y los «laicistas duros» para quienes «está muy bien atender lo social», pero «llegó el momento de acabar de una vez por todas con la victimización de los inmigrantes y defender los valores republicanos», insistió por estos días el ecologista Yannick Jadot. Los atentados terroristas islamistas que comenzaron a sucederse desde mediados de esta década acentuaron la virulencia del choque.

Pero si algo refleja la popularización del término islamoizquierdismo, apunta la periodista Isabelle Kersimon, coautora del libro Islamophobie, la contre-enquête, «es la difusión de la cháchara de la extrema derecha en las esferas que se pretenden “republicanas”»: «Es un concepto tóxico que sirve para desacreditar cualquier discurso sobre la igualdad y la justicia entre individuos». El portal Mediapart destaca que a cualquiera le puede caber el sayo, incluso a gente como el conservador Jacques Toubon, ministro de Justicia bajo la presidencia de Jacques Chirac, en los años noventa, que cuando ejerció como defensor de los derechos, una suerte de ombudsman, entre 2014 y julio de este año, fue tratado de «islamoizquierdista» por haber dicho que las condiciones de vida de los inmigrantes en los campamentos montados por el Estado en la frontera con Inglaterra eran «inaceptables». Y es, sobre todo, una acusación falaz, porque, aunque haya algunos grupejos de izquierda que le tiendan la mano al islam político según la lógica de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo (léase: el enemigo de Estados Unidos o Israel es mi amigo), están lejos de ser mayoritarios entre quienes han sido englobados con esta etiqueta, dice Manon Aubry, de Francia Insumisa. La respuesta al asesinato de Paty –escribió esta europarlamentaria en una columna publicada en Mediapart el 28 de octubre– «debía ser colectiva». «Pero los carroñeros salieron de golpe de su guarida para lanzar un concurso de recuperación racista y difamatorio alimentado» por los partidos de derecha y extrema derecha. La lucha contra el terrorismo, piensa la legisladora, «es cosa seria»: «Requiere de debates sobre los recursos humanos y técnicos de los servicios de inteligencia, sobre la capacidad de la Policía y el Poder Judicial para cumplir eficazmente sus misiones, sobre la política exterior de Francia y sus alianzas militares, etcétera. También exige una reflexión más global sobre las fallas de la república y el caldo de cultivo que permite a los fundamentalistas “reclutar”: la miseria, las desigualdades, la discriminación, exacerbadas por décadas de políticas neoliberales. Pero nada de esto se discutió la semana pasada. Tuvieron lugar, en cambio, debates nauseabundos impuestos por las derechas y apoyados por los medios de comunicación». Y se explaya sobre sus ideas de república y laicidad: «La libertad de creer o no creer es una libertad fundamental que debe protegerse. La laicidad no puede ser un pretexto para derramar odio mañana, tarde y noche sobre los musulmanes. […] La lucha contra todas las formas de oscurantismo y odio sólo se ganará uniendo a la población en torno a una promesa republicana que realmente se traduzca en la realidad».

Y están las incongruencias, por decir lo menos, más bien las hipocresías, de quienes denuncian el islamoizquierdismo desde un supuesto campo republicano y laicista. Badinter, de acuerdo a una investigación ampliamente documentada publicada este mes por Mediapart, es, en tanto principal accionista de la agencia de publicidad Publicis, responsable de las campañas de autopropaganda lanzadas en Europa y Estados Unidos por Arabia Saudita, uno de los regímenes islamistas más despóticos y opresivos (en especial, contra las mujeres), cuna de Osama bin Laden, responsable de atroces matanzas en Yemen y del asesinato y el desmembramiento de un periodista turco, entre otras linduras, y gran difusor del «islam político». Publicis –y en especial Badinter– ha ganado por esas campañas centenares de millones de euros, como miles de millones le han ingresado al Estado francés, sobre todo desde la gestión del socialista François Hollande y luego la de Macron, dos «laicistas republicanos», por la venta de armas al régimen saudita, gran aliado de Estados Unidos e Israel en Oriente Medio. Jean-Michel Blanquer, el ministro de Educación que tachó de refugio de islamoizquierdistas a las universidades francesas y se presentó como «defensor a ultranza» de la laicidad, ha apoyado con recursos públicos a las escuelas católicas tradicionalistas. Integrantes de los servicios de seguridad de la Agrupación Nacional les vendieron armas a los islamistas que perpetraron los atentados contra la discoteca Bataclán y un supermercado casher, en 2015. Y así.

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Henri Goldman es un arquitecto belga de padres judíos y un militante de izquierda en su país que hace años se interesa por comprender qué sucede en Francia con el islam, al cual es totalmente ajeno, pero también con las minorías nacionales o culturales (no sólo las «venidas de afuera»: también las bretonas, las vascas, las catalanas, las corsas). No por nada, destaca, Francia y Turquía, dos «expotencias coloniales que no se han dado cuenta de que ya han dejado de serlo», son los dos únicos grandes países de la Unión Europea que no han firmado el acuerdo Marco para la Protección de las Minorías Nacionales, adoptado por el Consejo de Europa. Goldman piensa que Francia «sufre de una neurosis de la alteridad», que la conduce necesariamente a una guetización de los diferentes y a la radicalización de tantas personas que se sienten excluidas por la «laicidad de combate» que hace carne tanto en la derecha como en sectores de la izquierda (Mediapart, 31-X-20), y recuerda cómo en 1956 el entonces muy poderoso Partido Comunista apoyó en el Parlamento una ley que dio plenos poderes al gobierno socialista de Guy Mollet para defender la «Argelia francesa». Con el islam, las cosas se radicalizan al punto de que es común que conceptos como el de choque de civilizaciones y guerra civil calen hondo, como está sucediendo ahora. Por no hablar del informe islamoizquierdismo. «En los otros países europeos, la izquierda está generalmente más abierta a la diversidad cultural y religiosa, y esa es una de sus diferencias notorias con la derecha», piensa Goldman. En Francia, las derivas integristas, que son bien reales y extremadamente peligrosas, «se nutren también de las crispaciones» de esa «nueva laicidad, a la vez cultural e identitaria, asimiladora y excluyente, en cuyo nombre se puede legitimar cierto racismo estructural que se convierte en islamofobia de Estado. Es como si Francia se hubiera convertido en escenario de una guerra ideológica en la que se apunta a forzar a los musulmanes a lamerle las botas al poder. Se está haciendo todo para que el islam derive hacia el islamismo».

A Alexis Dayon no le importa que lo llamen islamoizquierdista. Le resbala. Es de izquierda, sí, pero de islamista no tiene un pelo. Ni de católico ni de judío. Pero sentiría el mismo odio, la misma bronca y la misma frustración que sienten millones de musulmanes franceses cuando los tratan de terroristas, los persiguen, los humillan, los despiden de sus trabajos y también los acuchillan y los asesinan. Dayon es profesor en un liceo y enseña la misma materia que enseñaba Paty. La ejerce, apunta en Mediapart, con la misma libertad que él y reclama poder hacerlo. Odia y desprecia a quienes degollaron a su colega. Pero no se siente un cobarde o un collabo por no entrar en la guerra que le reclaman quienes lo tildan de islamoizquierdista. «Son ustedes los cobardes, y somos nosotros los que defendemos la verdadera idea de laicidad», la que garantiza la libertad de culto y la neutralidad del Estado, les dice. Y piensa que tal vez también él muera algún día asesinado: «Acaso por un integrista, porque un intolerante religioso habrá cacareado en alguna red social que mostré un dibujo o una caricatura. O tal vez por un fascista como ustedes, que habrá cacareado contra mi “islamoizquierdismo” o me habrá tratado de collabo y otro se sentirá convocado a pegarme un balazo». Y escribe también: «Que un integrista tenga el poder, por un acto de terrorismo, de hacer eclosionar a miles de fascistas es algo que ha quedado tristemente demostrado en estos días. Lo inverso –el poder del fascismo de hacer eclosionar integristas– no es menos verdadero». Sólo que es, por ahora, más silencioso.

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