Costó instalar el término “feminismo”; a aquellas pioneras les costó declararse como tales. Costó expulsiones y desautorizaciones en espacios partidarios, sindicales y gubernamentales. Costó menosprecios, burlas, incomprensiones. Costó divorcios, juicios familiares, sanciones sociales. Como todas las luchas que impugnan el orden jerárquico establecido, la causa del feminismo no fue una batalla sencilla. Hoy, sin embargo, ante lo que algunos consideran la cuarta ola, el feminismo no sólo deja de ser una mala palabra, sino que tiene buena prensa y es disputado por quienes antes lo consideraban una opción despreciable o avergonzante.
Este fenómeno puede ser una buena señal (ojalá pasara lo mismo con los derechos humanos): si crece el contingente de interesadas en declararse feministas, difundir las ideas e intervenir políticamente en torno a dicha causa, es porque, de algún modo, hay una mayor conciencia de que la desigualdad de género es un problema estructural y político, sobre el cual se debe y se puede intervenir. Estar de acuerdo en esto último no implica igualmente compartir diagnósticos sobre cómo se construye día a día el orden de género y mucho menos sobre cómo destruirlo. Por esta razón, aunque la consigna de la “unidad hace la fuerza” continúe vigente, las disputas de sentido sobre el feminismo y el interés por apropiarse de esta causa son un ingrediente inevitable de este nuevo momento feminista.
Esto sucedió con las declaraciones de la candidata a la Intendencia de Montevideo Laura Raffo y la próxima ministra de Vivienda, Irene Moreira. La primera señaló que el “Frente Amplio no tiene el monopolio del feminismo” y que “mujeres y hombres de todos los partidos luchan por la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer”. La segunda, unos pocos días después, dijo algo muy similar: “La lucha de los derechos de las mujeres no tiene ni derecha ni izquierda”. Para hacer tales aseveraciones, que buscan incorporar el feminismo como causa propia, se requiere formular, de forma imprescindible, una definición específica de esta causa. Era necesario dotar el feminismo de un sentido particular para reclamar la participación en él.
La definición de feminismo como la “lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres” es tan general como restrictiva. General porque permite incluir desde a quienes consideran que las diferencias entre el hombre y la mujer son naturales, básicamente por la genitalidad y la capacidad reproductiva, como a quienes consideran que estas diferencias son el resultado de una significación social, diferencias construidas que delinearon fronteras fijas y asimétricas para la condición humana: lo público y lo privado, lo femenino y lo masculino. Restrictiva porque la lucha es por la igualdad de derechos, si se asume que el acceso a los derechos es el mecanismo para revertir la desigualdad, que todos acceden a los derechos de la misma forma, que los mecanismos de opresión material y simbólica desaparecen ante la igualdad formal. Claro que el acceso a los derechos es un primer estadio y que luego de él pueden producirse las transformaciones culturales, pero este tránsito no ha sido sencillo. Las sufragistas comprobaron que la consecución del voto no las igualaba mágicamente a los varones.
El feminismo que habla en el lenguaje de los derechos no suele hablar de relaciones de poder, ni de opresión, ni de explotación. Pocas veces utiliza el término “patriarcado” para señalar la dimensión estructurante de la diferencia de género. Es un feminismo bien comportado, que confía en la igualdad abstracta, en la jurisprudencia y en el Estado, que reclama igualdad de género dentro del canon establecido y no busca desarmar todo el orden de género.
Por esto, no todas comulgarán con esta versión. Para quienes buscan cambiarlo todo, inundan las calles con la palabra “harta”, gritan: “Se va a caer” y resisten día a día el orden de género vigente, el feminismo que se detiene en los derechos no es causa común. Los feminismos con apellidos suelen aparecer para evidenciar que no todos entienden lo mismo por este término y que sin adjetivaciones la palabra “feminismo” abre un espacio de oportunidad para ser invocada desde muy distintos lugares, lo que puede licuar una causa en vez de fortalecerla.
El feminismo de izquierda, una denominación surgida en los ochenta en Uruguay para, justamente, tomar distancia del feminismo liberal, hizo una interpretación en una clave bastante más compleja que aquella que entiende la desigualdad como falta de derechos. Este feminismo interpretó la desigualdad de género en clave marxista, desde los conceptos de trabajo reproductivo y división sexual del trabajo, los que consideró elementos imprescindibles para el capitalismo. Lo que hoy Silvia Federici explica con gran maestría ya lo habían señalado en los setenta varias feministas latinoamericanas, como Heleieth Saffioti, Isabel Larguía, Teresita de Barbieri y Suzana Prates, y continúa vigente: el desarrollo capitalista no emancipó a la mujer, sino que construyó mundos separados, recluyendo a la mujer en el espacio doméstico y desvalorizando las tareas de reproducción de la vida, que calificó de “no productivas”.
La “ideología de la domesticidad” fue el componente superestructural imprescindible que construyó el sentido del mundo doméstico como el natural para las mujeres y la reproducción como el diferencial entre los seres humanos. La división sexual del trabajo estableció fronteras simbólicas y materiales para unos y otras: mientras unas cuidaban, otros trabajaban; cuando aquellas comenzaban a trabajar (en trabajos “femeninos”), otras cuidaban por ellas (e igualmente tenían que conciliar casa y trabajo), y el “no trabajo” se volvió lo menos atractivo para aquellos que, al no recibir una retribución material, tampoco recibían una retribución simbólica. Hasta el día de hoy la desvalorización de las tareas reproductivas y la sobrevaloración del mundo productivo hacen muy difícil que los compañeros disfruten de lavar los platos.
Este feminismo que entiende la opresión de las mujeres y también la racialización de las personas como elementos imprescindibles del capitalismo no es para todas, claramente. Primero hay que entender que el capitalismo es un fenómeno político, no un devenir natural del desarrollo humano, que es un sistema que funciona a partir de la opresión de clase, raza y género, y que debe ser eliminado. Esta perspectiva no es monopolio del Frente Amplio, pero sí emergió del feminismo de izquierda, que trasciende a los partidos y establece estrechos vínculos con el FA.
La derecha no tiene nada que hacer allí. Laura Raffo e Irene Moreira no pueden ni quieren reclamar ser parte de esta causa. No todas luchan por lo mismo y disputar los sentidos del feminismo se torna una tarea imprescindible en este nuevo contexto, en el que un entrismo de derecha en el feminismo tal vez pueda sumar más afiliadas, pero tal vez también cancele rebeldías.