Un campo de ruinas junto al Éufrates. Así luce hoy la ciudad de Al Raqa. No hay más que escombros hasta donde alcanza la vista, mujeres y hombres cansados, algunos en uniforme de guerra, otros en harapos y, cada tanto, se oye el estallido lejano de alguna granada olvidada en la última batalla. Las imágenes de la anunciada victoria contra el Estado Islámico (EI) contrastan con el triunfalismo de Occidente.
“Juntas, nuestras fuerzas han liberado la totalidad de Al Raqa”, anunció el 21 de octubre pasado el presidente estadounidense, Donald Trump. La capital de la organización yihadista cayó finalmente tras cuatro meses de ofensiva de las Fuerzas Democráticas Sirias, con apoyo aéreo de la coalición liderada por Estados Unidos. El dominio brutal del grupo EI, que llegó a extenderse por un territorio del tamaño de Gran Bretaña, llega a su fin a un precio no menos brutal.
En la Segunda Guerra Mundial, la infame victoria aliada en Dresde supuso la destrucción de más del 80 por ciento de esa ciudad. La liberación de Al Raqa vino acompañada de una destrucción de similar magnitud y de más de 3 mil “bajas civiles”. Quien comparó la ciudad alemana y la siria hace pocos días fue el Ministerio de Defensa ruso: una pasada de factura a Washington que no alcanza a redimir la destrucción reciente causada en Alepo por las bombas de Rusia y su aliado local.
El atroz sacrificio de los pueblos sirio e iraquí ha generado heroicos resultados bélicos. Uno tras otro, el EI ha perdido sus principales bastiones: Ramadi, Mosul, Al Raqa, Deir Ezzor. La bestia negra del “califato” agoniza. “La derrota militar elimina de forma clara su dimensión territorial”, señaló a Brecha Rami Khoury, profesor de la Universidad Americana de Beirut y miembro del Instituto Issam Fares. El grupo ya no puede reclamarse como Estado y eso es un golpe frontal a su discurso de reclutamiento: “Al no tener un territorio que controlar, ya no pueden afirmar que son el nuevo califato o que gobiernan una sociedad musulmana perfecta”, sostuvo Khoury.
“Este fenómeno está llegando a un impasse. El EI no perdurará como dominio territorial, ya no tiene geografía ni estructura, ya no será una amenaza militar”, aventuró por su parte Oraib al Rantawi, director del Centro Al Quds de Estudios Políticos, en Jordania. Apenas unos miles de combatientes del grupo resisten en pequeños pueblos y zonas desérticas entre Irak y Siria. Poco más se sabe de su líder, Abu Bakr al Baghdadi, luego de que Rusia lo diera por muerto a mediados de año. ¿Se habrá terminado entonces la pesadilla?
Ni Khoury ni Al Rantawi se muestran tan seguros. En 2009, en plena ocupación y guerra civil en Irak, Barack Obama se jactó de derrotar por completo a la red local de Al Qaeda, que para entonces ya se hacía llamar “Estado Islámico de Irak”. Cinco años más tarde ese grupo se hacía con el control de la segunda ciudad del país y de los principales pozos petroleros a ambos lados de la frontera con Siria.
Hoy los factores políticos, sociales y económicos que dieron origen a la organización Estado Islámico “siguen existiendo, y probablemente empeorarán”, advirtió Khoury. Esa visión es compartida entre los expertos en el tema con los que conversó Brecha. La violencia desplegada por el EI ha sido tan grande, y su impacto traumático tan profundo, que suele obturar la mirada sobre sus causas. Sin embargo éstas están a la vista desde hace varios años, en los hechos que siguieron a la invasión estadounidense de Irak en 2003 y que precipitaron la revolución y la guerra en Siria a partir de 2011. Marginación, neoliberalismo y autoritarismo se conjugaron en ambos países para empedrar el camino de la yihad.
EXCLUIDOS Y SALVADORES. Tras un verano de fuego, vuelve el frío a los campamentos de refugiados. Allí vive gran parte de los 3,6 millones de desplazados internos que, según estima ACNUR, hay en Irak. En su mayoría son árabes sunitas que vivían en las provincias del norte y el oeste del país donde desde 2014 gobernó el EI.
Durante la dictadura de Saddam Hussein (1979-2003), sólo ese grupo social podía aspirar a puestos de importancia en el Estado. El resto de las comunidades eran reprimidas de forma sistemática. Al terrorismo estatal se sumó a partir de los años noventa un régimen de sanciones impuestas desde el extranjero tan duro que, según el entonces coordinador humanitario de la ONU Dennis Halliday, “cumplía con la definición de genocidio”. Golpeado, el tejido social iraquí terminó de saltar en pedazos en 2003 con la invasión de Estados Unidos y sus aliados.
El día que las tropas de ocupación derribaron la estatua de 12 metros de Saddam, en el centro de Bagdad, el Estado entero se fue al piso con ella. Washington realizó una purga de adeptos al tirano que en lugar de paliar la división sectaria la profundizó. Los sunitas fueron expulsados de la administración y remplazados por opositores chiitas y kurdos. En las provincias sunitas el sentimiento de despojo aumentó, mientras los servicios básicos decayeron y la nación se sumió en el caos armado.
Medio millón de personas perdieron la vida a causa de la incursión de Estados Unidos, según publicó diez años más tarde la Universidad de Washington junto al Ministerio de Salud de Irak (Plos Medicine Journal, 15-X-13). La cárcel y la tortura que eran habituales con Saddam continuaron bajo la ocupación extranjera. “La violencia es ahora prácticamente un lugar común en Irak”, dijo a Brecha la experta en política iraquí Loulouwa al Rachid, del Centro de Estudios Internacionales-Sciences Po, de París.
La insistencia sectaria de la política iraquí de los últimos años allanó el camino al yihadismo. Ante la exclusión y la represión política, los árabes sunitas encontraron en el EI una vía para independizarse del Estado iraquí a nivel administrativo y político, sostiene Al Rachid. En un contexto de marginación política, militarización y desempleo masivo, “muchos miembros del EI vieron a su organización como la única que defendía a los musulmanes sunitas”.
La degradación de la trama social iraquí está íntimamente ligada a la ideología del EI. En The Political Theology of Isis (2017), el doctor en estudios islámicos Ahmed Dallal analiza cómo, en lugar del esquema insurgente clásico de Al Qaeda, el nuevo grupo priorizó la construcción de una estructura estatal propia en las áreas donde el Estado nacional, devastado por la invasión extranjera, se había retirado. Además, a diferencia de la vieja guardia, el EI apeló a “una guerra sectaria total” contra los chiitas y otras comunidades, en pos de “eliminar la zona gris, para polarizar a la sociedad y reclutar a los musulmanes marginados”.
La ocupación estadounidense y su legado político y económico conformaron la incubadora perfecta para ese programa. El EI se dedicó a masacrar a los “herejes” chiitas, identificados por muchos con el nuevo régimen impuesto por los ocupantes. A conciencia, alimentó el ciclo de violencia sectaria con sus videos de decapitaciones y ejecuciones en masa. La limpieza étnico-religiosa en las provincias de mayoría sunita llegó a su paroxismo con el genocidio y la esclavización de la minoría kurda yazidí en 2014.
CARROÑEROS. ¿Cómo llegaron a ese punto comunidades que coexisten en un mismo territorio desde hace siglos? Según Al Rachid, la violencia sectaria oculta el problema subyacente de “una masiva disfunción socioeconómica que afecta a millones de personas”. Móviles más mundanos que la mera religión colaboraron para que la organización pudiera reclutar pobladores locales. Un sobreviviente del genocidio yazidí contó así a la investigadora la transformación sufrida por sus vecinos sunitas en 2014: “Se convirtieron en salafistas radicales de la noche a la mañana y comenzaron a llamarnos impuros para apoderarse de nuestra propiedad”.
Junto al periodista Peter Harling, Al Rachid recogió ese y otros testimonios en el reportaje “¿Cómo luce la guerra contra el terror?” (Synaps.network, 27-III-17), donde denuncian el sustrato material del conflicto y la falta de soluciones más allá de lo militar: “En un área de Irak que había sido descuidada durante décadas, la toma del poder por el EI se tradujo en una cascada de robos de tierras y pequeños atracos, subvirtiendo jerarquías ya tambaleantes”. Convertidos en profesionales de la violencia, “los reprimidos, los perdedores y los mediocres vieron allí una oportunidad de avanzar”.
En la misma línea, el director del Programa de Estudios de Oriente Medio de la Universidad George Mason, en Estados Unidos, Bassam Haddad, señaló a Brecha razones socioeconómicas y sociopolíticas estructurales detrás de la expansión del yihadismo. “La cuestión de la marginación sunita, del resentimiento sunita, es un factor importante”, aclaró, pero en su opinión no basta para explicar el ciclo de protestas, represión y guerra civil que permitió al EI instalarse en Siria.
El ciclo de violencia que estalló en ese país en 2011 contribuyó a agravar la situación en Irak, con el que comparte una larga y remota frontera poblada por sunitas pobres y con escasa presencia estatal. El gobierno sirio se replegó de esa zona y priorizó el control de las ciudades principales junto a la costa mediterránea, lo que dio al EI la oportunidad de pegar un salto cualitativo y sentar una base territorial que sería clave en los años siguientes.
NEOLIBERALISMO A LA SIRIA. Pero si bien en Siria los principales cargos del Estado son ocupados por miembros de una pequeña secta chiita, los alauíes –de donde proviene la dinastía presidencial de los Asad–, “la gran mayoría de los sirios no resiente el régimen por una cuestión religiosa”, opinó Haddad. “De hecho, las políticas del gobierno tienen el apoyo de la comunidad empresarial, que en Siria es en gran parte sunita.”
Al margen de su religión, la elite sunita, representante del gran capital urbano, ha permanecido fiel al régimen durante todo el conflicto sirio. “Al que le gusten los negocios debe aceptar las políticas oficiales”, dijo una vez el magnate sunita Abdul Rahman al Attar, quien ha hecho fortuna como socio preferencial del Estado.
Esas políticas apuntaron a lo largo de los años a favorecer un “capitalismo de amigos”, en el que las elites de las distintas sectas se benefician de la protección estatal de sus negocios y se mantienen entrelazadas a través de vínculos financieros y familiares, un fenómeno analizado por Haddad en trabajos como Syria’s State Bourgeoisie. An Organic Backbone For The Regime (2012).
“Toda la burguesía se ha beneficiado de las mismas dinámicas económicas durante las últimas décadas, invariablemente a expensas de la mayoría de los sirios, e incluso a expensas del Estado mismo”, afirma allí el autor. La creciente liberalización económica profundizó esas dinámicas, sobre todo desde 2004, cuando el presidente Bashar al Asad impulsó una serie de reformas bajo el sugestivo nombre de “economía social de mercado”.
Así vio sus resultados el veterano corresponsal británico Patrick Cockburn: “En los años anteriores a la revuelta siria, el centro de Damasco había sido tomado por tiendas y restaurantes inteligentes, mientras que la mayoría de los sirios veía estancarse sus salarios ante el aumento de los precios. Los agricultores, arruinados por cuatro años de sequía, se mudaban a las barriadas en las afueras de las ciudades. La ONU informó que entre 2 y 3 millones de sirios vivían en la ‘pobreza extrema’. Las pequeñas empresas manufactureras cerraban por las importaciones baratas de Turquía y China” (El retorno de la yihad, 2014).
Mientras la revista Forbes aplaudía el crecimiento de la inversión extranjera directa y el aumento del PBI, la desigualdad se disparaba. En el vecino Irak, la segunda reserva mundial de petróleo había vuelto a manos trasnacionales a punta de fusiles. El virrey colonial impuesto por Washington en 2003, Paul Bremer, dejó claro que “pasar las ineficientes empresas estatales a manos privadas es esencial para la recuperación económica de Irak”, y concitaba el aplauso de Exxon Mobile, General Motors y HSBC.
La terapia de shock a la iraquí, que en pocas semanas expulsó del Estado a medio millón de funcionarios, sólo podía imponerse mediante la guerra, el exterminio y la división sectaria. En Siria la privatización fue más moderada, paulatina y controlada por la elite política local, lo que no impidió que sus resultados más desagradables saltaran al primer plano a comienzos de la década actual.
BIEN ARMADOS. Para entonces el pueblo sirio tenía motivos de sobra para rebelarse. Pero no era el único al que le molestaba esa situación. A poco de comenzar la represión a las protestas, Qatar, Arabia Saudita, Turquía y Estados Unidos enviaron armas a grupos islamistas que rápidamente reclutaron apoyos entre los damnificados por la “economía social de mercado”. Deseosos de ser ellos y no la elite local los que controlaran las riendas de la “apertura económica”, los capitales extranjeros fomentaron la yihadización de la protesta, según confesó a la televisión de Qatar el entonces primer ministro y canciller de ese país, Hamad bin Jassim bin Jaber al Zani.
“Represión local y autoritarismo, intervención internacional económica y militar, y su resultado invariable: diversas formas de subdesarrollo”, así resumió Haddad los factores que posibilitaron la aparición y el crecimiento de una organización tan violenta que muchos no se logran explicar sino a través de complejas teorías conspirativas. Al fin y al cabo, en parajes más cercanos los mismos factores dieron origen al sadismo organizado en las redes de narcotráfico y paramilitarismo.
“Las raíces profundas del yihadismo todavía están presentes, no se ha hecho nada para eliminarlas”, concuerda Al Rachid. En el caso iraquí, “ni el gobierno ni Estados Unidos parecen interesados en solucionar estos problemas, sino más bien en mantener un enfoque militar de la situación”. En julio, sobre las ruinas de la ciudad iraquí de Mosul el primer ministro iraquí, Haider al Abadi, proclamó el colapso del EI, pero el futuro no parece muy promisorio. Al Rachid señala que entre el 40 y el 50 por ciento de los niños iraquíes en edad escolar no está en el sistema educativo y que, a pesar de la derrota del “califato”, la situación en el país sigue siendo de “militarización, fragmentación y un Estado que se desvanece”.
TRISTE POSGUERRA. La misma concepción neoliberal de las últimas décadas es la que dirige los intentos de reconstrucción de Irak. Los fondos para esa tarea están diluidos en una infinidad de ONG que “establecen sus propias prioridades, desde la conservación de sitios patrimoniales, rehabilitación de infraestructura, desminado, apoyo psicológico, derechos de las minorías, mediación y reconciliación, hasta protección LGBT y derecho penal internacional”, constatan Al Rachid y Harling. “Lo que puede parecer, a simple vista, un enfoque holístico de una crisis multifacética, se asemeja en la práctica a una antigua fábula griega: un círculo del infierno donde los sufrientes reciben todos las bondades de la tierra en cantidades tan triviales que apenas sirven para acrecentar su dolor”.
La falta de coordinación es acompañada por la arbitrariedad de las autoridades, que deportan familias enteras “por estar vagamente asociadas con el EI, a través de un familiar acusado de haberse unido al movimiento, por ejemplo”. “A las víctimas de la violencia a menudo se les niega documentación indispensable, como certificados de nacimiento o defunción, en el supuesto de que son ‘hijos de terroristas’” (Synaps.network, 27-III-17).
En el caso sirio, Haddad cree que el régimen de Al Asad, que ha logrado recuperar el control sobre la mayor parte del país, no usa su capacidad para lidiar con los factores que produjeron el resentimiento social, ya sea entre quienes terminaron uniéndose al EI o a otros grupos similares. “En realidad, sólo tiene la intención de eliminar estas amenazas con un enfoque militar”, sostuvo. En su opinión, no es probable que el régimen logre generar estabilidad sin imponerse de una manera represiva y coercitiva, “lo que reproduciría los mismos problemas”.
Según Khoury, “la gran base de descontento y desesperación humana todavía está presente, y continuará impulsando a las personas en busca de una sociedad mejor”, incluso aunque la falta de alternativas haga pensar a algunos que la encontrarán a través de grupos como el EI. El analista tampoco cree que las potencias extranjeras puedan solucionar esta situación: “La evidencia que tenemos de su comportamiento en los últimos 30 o 40 años es que no van a entender estas cosas y no van a cambiar sus políticas. No hay señales de eso ni en Estados Unidos ni en Rusia”.
Es ineludible la construcción de una posguerra con mayor inclusión y justicia social, consideró en tanto Al Rantawi, para quien si no hay mayor apertura y representación en los sistemas políticos locales, “siempre habrá una oportunidad para que surjan otros EI, o incluso grupos todavía más brutales”. Además, agregó que los actores regionales e internacionales “deberían dejar de jugar la carta del terrorismo islamista: el EI nunca habría sido tan poderoso sin el apoyo logístico y financiero de algunos de esos actores y la vista gorda de otros”.
La acotación viene muy a cuento en estos días, cuando la prensa conservadora estadounidense informa que ante la indiferencia mostrada por la Casa Blanca, Arabia Saudita está “estudiando una solicitud” para financiar la reconstrucción de Al Raqa, “a cambio de influencia entre las tribus locales” (Fox News 25-X-17). Se trata del mismo país que dio órdenes directas a grupos yihadistas sirios durante la guerra civil, de acuerdo a documentos de la NSA revelados por Edward Snowden la última semana.
El destino de Al Raqa es ahora una incógnita. Hace 12 siglos, desde esa misma ciudad, el califa Harún al Rashid envió a Occidente un regalo legendario: una enorme clepsidra, con 12 jinetes de bronce que marcaban el paso de las horas. Cuentan que a su destinatario, el rey franco Carlomagno, lo horrorizó ese artefacto desconocido. Los últimos tres años Al Raqa exportó al mundo otro tipo de horrores, imágenes de violencia que quizá también reflejan el paso del tiempo. Un tiempo cruel de injusticia y opresión.