El antecedente más notorio fue protagonizado por el presidente Tabaré Vázquez cuando aún era presidente electo en enero de 2005. En sus giras por Europa y Estados Unidos anunció un compromiso con el Fondo Monetario Internacional para el pago de la deuda externa y a la vez dio a conocer su decisión de nombrar a Danilo Astori como ministro de Economía. Cualquiera de los dos pronunciamientos provocó sorpresa entre los dirigentes que seguían festejando el triunfo histórico. En aquel entonces la imagen del presidente estaba al tope y el encandilamiento de los estados mayores de los grupos del FA era total. El Frente no había sido consultado sobre decisiones tan trascendentes, que se imponían desde la distancia, iniciando un estilo. Los dirigentes optaron por tragarse los sapos y las culebras: había que preservar la unidad del FA y la imagen de coherencia al comienzo del primer gobierno llamado de izquierda. Ópticas de conveniencia política instalaron conductas casi permanentes de obsecuencia, que se reforzaron a medida que la figura de Vázquez se convertía en la llave para el mantenimiento del FA en el poder. La relación entre el gobierno y la estructura política –ya no digamos la relación con las bases– fue disolviendo el sentido de discusión colectiva, de participación, de correlación fraterna y fecunda, y fue haciendo en muchos sentidos inoperantes las propuestas programáticas. El episodio de Tabaré y el aborto, o el de Mujica y la anulación de la ley de caducidad, son ejemplos evidentes. Hubo excepciones, como la heroica resistencia del canciller Reinaldo Gargano a la firma de un tratado de libre comercio, pero desgraciadamente su valor radica en su calidad de excepción, como lo fue también la decisión del diputado Guillermo Chifflet de renunciar a su banca antes que renunciar a sus principios.
En la obsecuencia de los súbditos radica también ese pase de mosqueta de la política uruguaya, que permite al presidente, simplemente por mantenerse callado, eludir la responsabilidad última por las acciones de sus colaboradores. Parecería como que el presidente no se entera de lo que hacen y dicen sus ministros, pero el mantenimiento en el cargo es una señal tácita de aprobación, y esa aprobación, insólitamente, no tiene costos políticos para el presidente; o si los tiene, las facturas vienen con excesivo retraso, como podrían estar señalando los bajos índices de aprobación de una encuesta reciente. Y es entonces cuando explotan públicamente las rencillas intestinas sin que se llegue a saber si esas diferencias responden a concepciones opuestas o al tire y afloje por el poder.
Ese silencio permisivo tuvo una reciente expresión en Francia, cuando el canciller Rodolfo Nin Novoa comprometió al país en una guerra contra el Estado Islámico. Sus declaraciones de que Uruguay debería apoyar concretamente la coalición de naciones que se enfrentan militarmente al EI provocaron sorpresa y rechazo en sectores del Frente Amplio. Una cuestión tan delicada como esa merecía una discusión interna con la fuerza política, porque si el canciller asume los riesgos de sus dichos, las consecuencias pueden ser sufridas por todos, en especial por aquellos uruguayos que residen en el exterior, en los lugares donde el terrorismo islámico extiende su acción. En Europa, por ejemplo.
Parece elemental que una declaración de esa naturaleza esté precedida por un delicado análisis de todas las variantes. Pero cuando se le reclama esa dosis de tacto, el canciller dobla la apuesta, y dice: “Quienes no están en contra del terrorismo, están a favor”. Eso es casi una felonía, que insulta a quienes manifestaron su oposición. El canciller Nin Novoa, en su soberbia transatlántica, ni siquiera repara en que el concepto se vuelve contra sí mismo. Porque, que se sepa, Nin Novoa, ni como vicepresidente, ni como senador, ni como ministro, ha condenado el terrorismo de los drones estadou-nidenses contra civiles en Yemen, ni los bombardeos en Afganistán, ni las torturas en cárceles secretas, para no mencionar las atrocidades de los serbios nazis en la ex Yugoslavia, o los bombardeos masivos israelíes contra la población palestina. A menos que existan, a su juicio, terrorismos buenos y terrorismos malos, algunos condenables y otros tolerables.
Y el presidente, ¿qué opina? Tabaré Vázquez convivió las 24 horas del día con su canciller durante su permanencia en Francia y no desmintió al ministro sobre el respaldo a la guerra contra EI. Tuvo, en cambio, un matiz que salva su postura personal frente al exabrupto de Nin Novoa: “Uruguay llevará a ese sillón (el Consejo Permanente de las Naciones Unidas) una posición muy firme de combatir, desde el punto de vista ideológico y de la difusión del tema y la condena internacional, la acción terrorista en cualquier parte del mundo”. La Mesa Política del FA reclamó discutir este punto, al regreso de la comitiva uruguaya. Quizás están dadas las condiciones, hoy, para que se produzca una discusión fértil, en términos políticos, y que no se reproduzca aquella payasada del pedido de cuentas al ministro de Defensa nacional.
Sin embargo, los empujes bélicos del canciller restaron trascendencia a los dichos del propio presidente, a propósito de los problemas más importantes que, a su juicio, enfrenta Uruguay: el ambiente y el cáncer. Esta última mención puede entenderse en el marco del apoyo que Vázquez solicitó en Europa para el litigio del Estado contra la trasnacional Philip Morris. Pero, en cuanto al ambiente; ¿a qué se refirió? ¿A la polución, a la basura? ¿O a los agrotóxicos que contaminan los pastos, degradan los cursos de agua y dejan secuelas criminales en la población rural expuesta a las fumigaciones?
Este enfoque de los problemas urgentes merece un análisis más detenido. Porque, quizás, el principal problema de Uruguay, el que explica todos los demás, es la inequidad, la desigual distribución de la riqueza.