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Contra la transfobia en los feminismos uruguayos

Será transfeminista o no será

Los feminismos transitan debates múltiples de forma permanente, aunque muchas veces, en Uruguay, esos intercambios no se manifiestan en la arena pública de los medios de comunicación o lo hacen de una manera desordenada y asistemática. A pesar de la imagen de cohesión que divulgan ciertos sectores y que, para muchas personas, todavía define al movimiento –quién no ha visto en las redes cientos de definiciones burdas de lo que es una feminista–, lo cierto es que los activismos se nutren de corrientes teóricas muy diversas y las maneras de comprender la opresión y transitar la disputa discursiva varían de forma sustancial en los diferentes espacios colectivos. Sin embargo, en el vínculo dialéctico entre las producciones teóricas y los debates políticos, algunas discusiones comienzan a imponerse como prioritarias, sobre todo cuando tienen como centro un señalamiento de cuáles son las personas que pueden autodenominarse feministas y cuáles no. La necesidad de trazar una frontera explícita, con la asunción de jerarquía que eso supone (¿quién tiene derecho a establecer los límites en una organización descentralizada, plural y horizontal?), es, de por sí, un gesto que una parte del movimiento repudia. Sin embargo, la discusión acerca de cuál debe ser el sujeto político de los feminismos nuclea una serie de nudos –al decir de Julieta Kirkwood– que es necesario desanudar cuando se pretende articular, de manera coordinada, ciertas reivindicaciones económicas, socioculturales y políticas.

¿Es «la mujer» el sujeto político del feminismo? Si bien la discusión tiene ya mucho tiempo, en el correr de estos últimos años muchas referentes del mundo y de la región han sentido la necesidad de volver a plantear una posición clara sobre el tema. Una amplia mayoría (Rita Segato, Nancy Fraser, Silvia Federici, Angela Davis, Judith Butler y un gran etcétera) expone que, para ser suficientemente justas con las particularidades de nuestro tiempo, es necesario complejizar esa idea, revisarla, cuestionarla y ampliarla. Por otra parte, otras pensadoras y activistas, muchas pertenecientes al feminismo radical español –aunque no solamente–, toman posiciones fuertes en cuanto a la importancia de que los feminismos se ocupen de «las mujeres», entendiendo esa categoría como la que integran las «hembras humanas», es decir, las personas cuyos órganos genitales han sido asignados como femeninos desde el nacimiento. En palabras de Alicia Miyares, «si la identidad de género se construye negando cualquier evidencia sobre el sexo biológico, afirmando, además, que las creencias sobre el género definen el sexo, se procede al borrado no sólo de las mujeres, sino de la propia lucha feminista».1 En el artículo «Cómo desmantelar la casa del amo», publicado en este semanario el 8 de marzo de 2019,2 puede encontrarse una explicación detallada de estas posiciones, su historicidad, su interés y su alcance.

FEMINISTÓMETRO

Pero una cosa es el debate sobre quiénes deben ser las sujetas políticas del feminismo y otra, bien distinta, es decir, señalar, escribir, pronunciar en la vida cotidiana juicios sobre quién puede o no participar de un espacio, quién puede o no sentirse parte, quién puede o no ocupar un lugar de pertenencia en los mil rincones en los que se desarrolla el movimiento. Una cosa es la discusión de ideas, el intercambio amparado en el marco de la teoría; otra, muy diferente, es la vivencia que se transita como praxis. El uso del feministómetro siempre ha sido una forma de violencia contra las otras, aquellas que se decide que no pertenecen, aquellas que no son «como yo», «como nosotras». También ha sido un instrumento supremacista: basta recordar a Davis y a Domitila Barrios de Chungara interpelando al feminismo blanco, que entendía que sus reclamos eran universales, sin tener en cuenta las particularidades de la vida real de las mujeres negras, indígenas u obreras.

Decidir quiénes son y quiénes no son feministas es, en principio, perverso. En primer lugar, porque remite a un purismo que, de a poco, se establece como una moral y, así, se acerca sospechosamente a las iglesias fundamentalistas. Quienes se autoconsideran nucleadas porque son «hembras humanas» admiten, en la supuesta lucha contra la asignación de género, procedimientos sectarios. Mandatos como «No te depiles, no te pongas pollera, no te pintes los labios, cortate el pelo» terminan operando como lo contrario a prácticas de apertura a la transformación: se presentan como un nuevo dogma, como una nueva religión. Si el feminismo lo interpela todo, ¿cómo puede servir para sustentar la idea de que todas las vidas feministas deben seguir cierto tipo de conductas normadas e inapelables? Por otra parte, un sujeto político nunca es un cuerpo. Tiene un cuerpo, con formas y también con tonos en la piel. Con todas las capacidades motoras o no. Con juicios de odio propios, con cicatrices de odios ajenos. Una sujeta política es un complejo de identidades, vivencias, historias y trayectorias que se conforman en una subjetividad única. ¿Cómo se decide, exacta y normativamente, cuáles de todas esas cosas son el verdadero centro de una situación de violencia o represión? ¿Es necesario realizar ese tipo de categorización?

No es posible pensar que la vida de una mujer pobre o la de una de clase media, la de una mujer afro o la de una indígena, la de una mujer trans o la de una en situación de discapacidad, y la de una persona de identidad no binaria implican la sujeción a un mismo tipo de opresión. La interseccionalidad es un instrumento político para comprender la realidad: entendernos como personas diversas abona nuestra capacidad de lucha contra un sistema sexista y opresivo, nuestra posibilidad de avanzar sin que nadie quede atrás. No debería sernos familiar la política de la competencia por sobre la de la cooperación: el reconocimiento de la identidad de género libera a las compañeras trans de un sinfín de limitaciones a sus derechos humanos y no es más o menos importante que el derecho a un aborto legal, seguro y gratuito. ¿Por qué se considera necesario establecer una jerarquía de importancia entre esas causas? ¿Cuáles son los verdaderos objetivos políticos de la exclusión?

El feminismo, como movimiento político y mundial, acumula poder. Y las decisiones en torno a ese poder deben tomarse con responsabilidad. Si levantamos en nuestras reivindicaciones que lo personal es político, también es importante considerar que cada persona que se enuncia como feminista debería poder cuestionar ciertas certezas, sobre todo las que no le permiten empatizar con otras víctimas estructurales de la crueldad del sistema. Las mujeres trans relatan vivencias de explotación sexual, pobreza, maltrato y abuso policial. Relatan la incapacidad de conseguir un laburo, de caminar tranquilas por la calle, de ser escuchadas por una persona cualquiera. Las vidas trans, en este mundo capitalista y patriarcal, son consideradas vidas equivocadas y están penalizadas socialmente. ¿Cuáles son las voces más silenciadas de la sociedad? ¿Cuántas periodistas, escritoras, músicas, científicas, empresarias y abogadas trans conocemos? ¿Dónde están? Las mujeres trans sólo pueden salir de su lugar de invisibilidad y ausencia de derechos si hacemos un movimiento colectivo de cuestionamiento continuo que nos permita, con el tiempo y el trabajo afectivo e intelectual, relativizar las nociones que tenemos aprendidas sobre sus vidas.

Entonces, aquí, una puntualización: tener determinada posición en el debate teórico no debe ni puede implicar, en ningún caso, ejercer violencia concreta y material contra otras personas que están acercándose a la militancia de la causa feminista. No corresponde, no puede ser defendida la posición de decirles lo que pueden y no pueden hacer, de excluirlas de los espacios, de acusarlas de operar en contra del movimiento. No importa la genitalidad que tengan, no importa lo que una u otra teoría nos impongan: lo que importa es la empatía con el trayecto de la otra. En ese sentido, las posiciones abolicionistas con respecto a la prostitución tienen, muchas veces, algo que enseñar: muchas compañeras se consideran abolicionistas en la teoría, pero en la calle son capaces de militar con las trabajadoras sexuales y luchar por sus derechos. Asimismo, en la experiencia uruguaya muchas mujeres con posiciones radicales fueron capaces de apoyar la existencia de la Ley Integral Trans. En eso se juega la ética feminista: estar con las jodidas, enfrentar la vida espalda con espalda. Hace unos días Camila Sosa Villada, autora del libro Las malas, reconocía haberse ido del feminismo porque se sentía cansada de la violencia que se ejercía sobre su cuerpo dentro del movimiento.3 Asimismo, duele escuchar a compañeras trans uruguayas dar testimonios en los que cuentan haber recibido agresiones por militantes feministas que, con el feministómetro en mano, se aducen el derecho de decidir quién entra y quién no. ¿No estamos, entonces, ante un proceso de desacumulación política?

Los feminismos uruguayos tienen un camino recorrido que no deberíamos desconocer. Hay acuerdos construidos, consensos tácitos, puentes tendidos entre colectivos que son muy importantes y llevaron un gran trabajo de militancia, sacrificio y acumulación. No podemos permitir que esos puentes se destruyan. Tenemos el desafío de pensarnos feministas, de reflexionar sobre las batallas que damos y de luchar contra el individualismo que posiciona al «ser feminista» meramente como una causa personal. Y escribimos como feministas cis y blancas: no hablamos por las compañeras, por les compañeres. Escribimos porque tenemos esta oportunidad y eso nos basta para expresar que no queremos ser parte de un movimiento opresor y violento. Entendemos que es tiempo de plantar nuestras voces en el espacio público para respaldar a las compañeras trans, que son violentadas de manera extrema por el sistema patriarco-colonial y que no deberían serlo nunca por personas que se autoproclaman parte de la lucha contra el patriarcado y el capitalismo. Levantar la voz es imperioso, porque si hay algo que las feministas sabemos es que en el silencio también hay complicidad.

1. Alicia Miyares: «Las feministas no aceptaremos que se reconozca jurídicamente la identidad de género», Mujeres en Red, 8-III-20.

2. «Cómo desmantelar la casa del amo», Brecha, 8-III-19.

3.   Camila Sosa: «El feminismo hoy también es un espacio de poder»

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