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El no título de Adrián Peña

Ser o no ser

Adrián Peña el día de su renuncia. FOCOUY, DANTE FERNÁNDEZ

La renuncia del ministro de Ambiente, Adrián Peña, por mentir sobre su título universitario provocó la comparación inmediata con el caso de Raúl Sendic Rodríguez, quien en 2017 dejó la vicepresidencia de la república luego de revelarse que el título de licenciado que aseguraba tener no existía. Mejor suerte que Peña y Sendic ha corrido Jenifer Cherro, actual directora de Secundaria de la Administración Nacional de Educación Pública, quien se adjudicó un posgrado en Comunicación Organizacional que, en realidad, era un curso de educación permanente.

Lo cierto es que estos casos distan de ser excepcionales. Declarar títulos que no se tienen o cometer plagio en las tesis para obtener grados académicos han sido conductas frecuentes en dirigentes políticos de primer nivel en muchos países. En 2011, Karl-Theodor zu Guttenberg, ministro de Defensa de Alemania y mano derecha de Angela Merkel, renunció a su cargo luego de comprobarse que había plagiado su tesis de doctorado. Un año después, el presidente de Hungría, Pál Schmitt, también renunció al descubrirse que su tesis doctoral era, en gran parte, un plagio. Mayor suerte tuvo Enrique Peña Nieto, quien pudo finalizar su mandato como presidente de México aun cuando en 2016 se descubrió que un tercio de su tesis de licenciatura era un plagio de otras obras. También Víctor Ponta, primer ministro de Rumania, logró permanecer en su cargo cuando, en 2012, se supo que su tesis doctoral de la Universidad de Bucarest contenía plagio. En 2014 se descubrió que el expresidente de Perú Alan García no tenía el doctorado que había ostentado. Hace pocas semanas, en México, la Universidad Nacional Autónoma de México dictaminó que Yasmín Esquivel, ministra de la Suprema Corte de Justicia, plagió su tesis de licenciatura en 1987. También por estos días, en Estados Unidos se debate sobre el inaudito caso del congresista republicano George Santos, quien para adornar su candidatura se inventó una vida entera (ascendencia judía, madre muerta el 11 de setiembre, abuela víctima del Holocausto y hasta el salvataje de 2.500 perros), incluyendo, por supuesto, un título académico, al que acompañó con el detalle de ser la estrella del equipo de vóleibol del Baruch College, al que nunca fue.

La lista es mucho más extensa y da cuenta de un gran cambalache discepoliano en el que presidentes, parlamentarios y ministros exhiben cocardas académicas que no tienen o que obtuvieron con deshonestidad. El asunto es a la vez antiguo (los embusteros en la política) y asombroso (¿qué motivos empujan a tantos políticos a inventarse títulos que no necesitan, aun a riesgo de estropear sus carreras?). Más allá de las características de cada caso, el asunto nos habla de nuestra época.

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En un reportaje sobre el caso Ponta, la revista Nature escribió: «Los miembros de la elite poscomunista de Rumania –incluidos muchos políticos– han estado ansiosos por adquirir credenciales académicas. En opinión de algunos críticos, varias universidades privadas y públicas del país están degenerando en “fábricas de grados” que se preocupan poco por la calidad o la novedad del conocimiento que producen y que son un caldo de cultivo para el plagio académico». La simulación y el plagio constituyen hoy un problema importante también en el ámbito académico, en sistemas universitarios que se han masificado, diversificado, mercantilizado y segmentado, con una proliferación de titulaciones de diferente tipo y débiles mecanismos de contralor.

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A diferencia de la clásica figura del embustero (rasputines o pillos, como Santos, propios de una crónica de Dolina), el político que se inventa una licenciatura suele ser alguien sensato y bien integrado, que produce su mentira en un proceso imbricado a su trayectoria y actividad. Todas las personas construimos nuestras identidades al narrarnos espejados a la mirada del otro, y en esa construcción entran en juego fantasías que nos mueven y hazañas que nos inflamos. Cabría preguntarse qué lugar ocupan los títulos académicos en la creencia que los políticos tienen sobre lo que los demás piensan que deben ser. El título como elemento de distinción y el imaginario de la política como cosa de doctores vienen de muy lejos y parecen tallar en esta necesidad de simular credenciales cuando no se tienen. Pero, al mismo tiempo, hay un desplazamiento de sentido desde la política elitista de los abogados eruditos hacia el ideal tecnocrático eficientista que subsume a la política en la gestión, ideal que Talvi expresó y que el sector Ciudadanos, también con Peña, procuró representar.

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Como observó Hanna Arendt, la mentira y la política son consustanciales. Recientemente presenciamos nada menos que la invasión a un país (Irak) con base en una mentira (el cuento de las armas de destrucción masiva) y un golpe de Estado en otro país (Bolivia) por otra mentira (un fraude inexistente). En todas partes, las fake news y el engaño diseminado a gran escala se consolidan como modalidades de operación política de primera importancia. Ante esta lógica de fondo, la mentira del dirigente que se inventa un título académico parece un dislate provocado por una necesidad de aparentar. Pero la apariencia está en el tablero antes que en el jugador, dada la extrema estrechez de los márgenes efectivos que tiene la política, hoy, para dar cabida a debates profundos, de espesor filosófico, rigor intelectual y amplitud de horizontes de transformación social. El ideal republicano ilustrado de sujetos racionales deliberando en la plaza pública ha sido puesto en crisis por la política realmente existente, que oscila entre los fulgores fríos de la estrella apagada del realismo del management capitalista, por un lado, y el oscurantismo terraplanista de los posfascismos contemporáneos con sus pasiones violentas, por el otro. Lo peligroso es que, en un terreno diagramado, en buena medida, por algoritmos, el fraude del político modernizante que simuló sus méritos académicos termina alimentando la voracidad de otra figura política, la del supuesto outsider de ultraderecha que hace ostentación de su ignorancia y resentimiento como si fueran honestidad.

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La progresiva democratización del acceso a la formación universitaria es a la vez un logro importante y una necesidad para nuestro país. Una política de vara alta sería apoyar este proceso con los recursos necesarios. Por lo demás, hace falta deselitizar la política y la academia, para que nadie se sienta inferior por no tener un título o superior por tenerlo. También hace falta conectar mejor la vida de la polis, en todas sus escalas, con la universidad, la ciencia, la cultura y las humanidades, para que la actividad creativa horizontal de estas disciplinas y oficios desplace tanto a los mesianismos tecnocráticos como a los oscurantismos atávicos y brinde un buen apoyo a la imaginación colectiva necesaria para construir una sociedad mejor. Con especial urgencia en los temas ambientales.

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