Ruido a golpe en Túnez: Aprender a nadar - Brecha digital
RUIDO A GOLPE EN TÚNEZ

Aprender a nadar

Con el Parlamento aún suspendido y los poderes concentrados por un outsider, la democracia tunecina, única experiencia exitosa de la Primavera Árabe, pende de un hilo. La economía y el futuro de la alimentación popular dependen, en tanto, del FMI.

Muchachos saltan al mar Mediterráneo desde el puente Kheireddine en la ciudad de La Goleta, Túnez Afp, Fethi Belaid

En Túnez eran casi las tres de la madrugada del domingo 25 de julio cuando el nadador de 18 años Ahmed Hafnaoui ganó una medalla de oro en los 400 metros estilo libre en los Juegos Olímpicos de Tokio. Pero parecía como si todo el país se hubiera quedado despierto para mirarlo. Los videos del festejo de su entrenador y de la alegría de su familia se volvieron virales.

Nadie esperaba que Hafnaoui ganara. Había clasificado apenas para la carrera y competía en un carril exterior, lo que suele poner a los nadadores en una ligera desventaja física (por el chapoteo de las olas contra la pared), así como psicológica. Además, venía de un país de piscinas vacías. Como dijo un tunecino en Twitter, «cualquier pequeña universidad australiana o estadounidense tiene mejor infraestructura de natación que todo Túnez» (y Australia y Estados Unidos se llevaron la plata y el bronce). Hafnaoui entrena en una piscina de 50 metros en el suburbio de Ezzahra, al sur de la ciudad de Túnez, donde la selección nacional le ha asignado un carril propio durante los últimos dos años. Pero hay tan pocas piscinas en Túnez, que los carriles están sobreexplotados, a veces con 40 nadadores a la vez, según cuenta el entrenador Hassen Touni.

En Túnez hay una piscina de tamaño olímpico que se construyó para los Juegos del Mediterráneo de 1967. Intenté nadar allí en 2019, pero se me dijo que estaba cerrada hasta nuevo aviso porque solo tenían un filtro y se lo usaba para una piscina cubierta más pequeña, en la que Hafnaoui solía entrenar. Me encontré con una piscina seca en un hotel de la zona de oasis de Tozeur, abandonada por los visitantes a medida que el turismo se veía afectado por la inestabilidad posterior a la revolución, los ataques terroristas y la pandemia de la covid-19. Solía haber una piscina cilíndrica profunda en Chenini, Gabès, llena de agua de una fuente natural cercana. Pero la llegada de industrias de cemento y fosfato en la década de 1970 llevó a una feroz competencia por el agua; los granjeros y los nadadores perdieron y la fuente ahora está seca.

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Omar Labidi, un hincha de fútbol de 19 años, huía de la Policía después de un partido en el estadio Rades de Túnez, en marzo de 2018. Los agentes lo persiguieron hasta la orilla de un río y lo empujaron al agua. Gritó que no sabía nadar. Le dijeron que aprendiera y lo dejaron ahogarse. «Aprendé a nadar» es ahora un eslogan antipolicial en Túnez.

El acceso a los estadios de fútbol está aún más restringido ahora que antes de la revolución de 2011. Hay jóvenes que se sumaron a las barras en 2015-2016 y que nunca han estado en un partido. «Esta es una generación perdida», opina Jihed Haj Salem, un sociólogo que solía pertenecer a la barra brava African Winners. «Vienen con violencia e ira y el ambiente les da una subcultura y una estructura, un lugar donde pueden tener voz mientras todas las demás instituciones están en declive.» Las problemáticas sociales no son atendidas, ya que el Estado prefiere recurrir a las fuerzas represivas para hacer frente a cualquier problema.

Cuando Hafnaoui ganó su medalla de oro, los tunecinos publicaron en Facebook fotos suyas junto a las de Labidi y relanzaron el eslogan antipolicial contra el gobierno: «Tu pueblo aprendió a nadar y te trajo el oro». Más tarde, ese mismo día, hubo protestas en todo el país contra los gobernantes.

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Las convocatorias a protestar el 25 de julio, el Día de la República, comenzaron a ganar fuerza hace unas semanas cuando las muertes por covid-19 alcanzaban su pico. La ira por la forma en que el gobierno manejó la crisis fue particularmente intensa luego de que se descubrió que el primer ministro, Hichem Mechichi, había organizado una reunión durante varios días en un hotel (con piscina) en el balneario de Hammamet, a decenas de quilómetros de la capital y en un momento en el que el viaje entre distintas regiones no estaba permitido. Pero la ira se fue profundizando, arraigada en la insatisfacción preexistente frente a una economía estancada, el encarecimiento del costo de vida y un plantel de parlamentarios que solo parecen estar preocupados por pelearse entre ellos por tonterías y, mientras tanto, llenarse los bolsillos, y no por mejorar la vida de los tunecinos.

Los manifestantes se reunieron en varias ciudades y pidieron la disolución del Parlamento; en Tozeur irrumpieron en la sede de la formación islamista Ennahda, el partido más grande de la coalición gobernante. En la ciudad de Túnez, una fuerte presencia policial bloqueó el acceso a la Avenue Bourguiba y al edificio parlamentario. Los manifestantes tiraron piedras; la Policía los atacó con gases lacrimógenos.

El domingo 25 por la noche, el presidente, Kais Saied, anunció que suspendía el Parlamento por 30 días y, así, revocó los fueros parlamentarios de los diputados, destituyó a Mechichi y asumió él mismo los poderes del primer ministro. Más tarde se puso al frente del Ministerio Público y anunció que procesará a todos los legisladores con causas pendientes en su contra. Saied, un outsider que obtuvo una victoria aplastante en 2019, ha hablado desde hace mucho tiempo de reemplazar el sistema parlamentario por consejos elegidos localmente que «inviertan la pirámide del poder». Pero la mayor parte de su energía la había gastado, hasta ahora, en una lucha de poder contra los partidos en el Parlamento, especialmente contra Ennahda.

«La Constitución no me permite disolver el Parlamento, pero sí me permite congelar sus actividades», dijo durante sus anuncios. Se supone que el Tribunal Constitucional debe dictaminar la legalidad de semejantes medidas, pero aún no se han designado jueces para dirigirlo. «Como aún no existe, el presidente puede mantener el poder en sus manos y, en ausencia de contralor, empujar al país hacia lo desconocido», sostiene Salwa Hamrouni, presidenta de la Asociación Tunecina de Derecho Constitucional.

Sin embargo, la atmósfera en las calles ese domingo a la noche fue similar al estado de ánimo que se vivió luego de que Hafnaoui  ganara el oro. Los autos tocaban bocina y la gente vitoreaba, desafiando el toque de queda. «El Parlamento no estaba haciendo nada, solo querían plata y acomodarse, no saben lo que el pueblo necesita», decía Manel, de 33 años, que trabajaba en soporte técnico, pero actualmente está desempleada. Ella estaba en la calle, celebrando, aunque no quería que nadie fuera enviado a prisión. Otros en la multitud estaban felices de ver al gobierno irse, pero el presidente no les generaba mucha confianza. «Kais Saied es raro», explicaba Amor Kerkenni, un editor de video de 36 años.

Los diputados con los que hablé entonces confiaban en que al día siguiente se reunirían como de costumbre, pero eso cambió después de que Rachid Ghannouchi, presidente del Parlamento y líder de Ennahda, fue rechazado en la puerta por el Ejército, durante la mañana del lunes. «Esto es un golpe», me dijo Saida Ounissi, diputada de Ennahda. «Hay una situación política podrida, que ha creado rabia popular, y el presidente surfeó esa ola para sus objetivos propios.»Ounissi ve un paralelo con lo sucedido en Egipto en 2013, cuando los militares tomaron el poder y derrocaron a los Hermanos Musulmanes, elegidos democráticamente. En lugar de reunirse en el Parlamento el lunes, algunos parlamentarios, incluido Ghannouchi, se sentaron afuera para protestar, pero desde entonces han cambiado el tono y han llamado al diálogo.

«Estoy feliz porque esto dejará todo más claro», me dijo en aquel momento Aymen Amayed, un investigador de políticas agrícolas treintañero. «Lo primero a tener en cuenta es que la legitimidad del sistema actual no es reconocida por el pueblo.» El lunes 26 por la noche, Saied impuso el toque de queda a las 19 horas y prohibió las reuniones de más de tres personas. Se reunió con representantes de varias organizaciones y sindicatos, incluida la Unión General Tunecina del Trabajo, que desempeñó un papel de mediador durante la crisis política de 2013. «Estoy tan asustado por lo que va a pasar», me dijo Amayed, «podría ser bueno, podría ser muy malo».

   (Publicado originalmente bajo el título «Learn to swim», London Review of Books. Traducción de Brecha.)

El pan y la deuda

En las semanas previas a la suspensión de la actividad parlamentaria decretada por el presidente, las autoridades tunecinas estudiaban una eliminación de los tradicionales subsidios al pan mientras el gobierno negociaba un préstamo de 4.000 millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional, el cuarto en diez años. La deuda pública supera actualmente el 90 por ciento del PBI. El gobierno también debía a las panaderías siete meses de pagos relacionados con los subsidios, lo que provocó una huelga de tres días en junio.

Una encuesta del Instituto de Estadística de Túnez y el Banco Mundial reveló que durante la pandemia el 40 por ciento más pobre de la población había cambiado sus hábitos alimenticios y por necesidad económica se había pasado a alimentos «menos apreciados». El economista del Banco Mundial que trabajó en el estudio está preocupado por las propuestas de reforma a estudio. «Los subsidios alimentarios están para ayudar a los pobres», me dijo. «Si eliminás los subsidios y no tenés un plan B, es una carnicería.»

Las discusiones sobre el pan en Túnez corren en paralelo con los debates sobre otros bienes y servicios públicos como hospitales y escuelas. La actual ola de covid-19 –la peor hasta ahora, con un récord, el 7 de julio, de 9.823 nuevos casos diarios en una población de 12 millones– expone el abandono al que ha sido sometido el sector de la salud, que solo recibe el 6 por ciento del presupuesto. Al reembolso de la deuda está asignado el 36 por ciento.

 

(Fragmentos de «The Price of Bread», LRB, 16-VII-21.)

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