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Reino animal

El Museo Zoológico Dámaso Antonio Larrañaga es conocido por generaciones como el Museo Oceanográfico. Tal vez porque en el imaginario de los montevideanos que pasaron por ahí desde 1948 quedó fosilizado el esqueleto espectral de una gran ballena: la del museo. En él se puede encontrar todo tipo de fauna autóctona: aves, reptiles y felinos como el leopardo que se exhibe en la recepción y es motivo de orgullo.

Foto: Leónidas Martínez

Como leyendas dicen las noticias que el cachalote perdió su rumbo y su cuerpo de 16 metros se fue a morir a la playa Carrasco. En adelante, la ballena con mandíbula dentada –de ahí su denominación en la taxonomía acuática– pasaría los siguientes tres días descomponiendo su majestuosidad a la vista de vecinos curiosos y de autoridades absortas ante la inminente determinación: había que moverlo. El cadáver del animal incomodaba. No sólo porque la descomposición de los cetáceos se caracteriza por un hedor que se acopla a las brisas y se traslada, entonces, con destreza; sino porque su especie fuera del agua se vuelve una mutación frágil, rompible la piel, como una tela que se desgaja al forzar un talle. Pasó eso. Los vecinos del barrio y paseantes de ocasión retrataron con impunidad de selfie la madeja de intestinos que supuró del animal con el primer intento municipal de arrastrarlo de la orilla al muro.

Walter Sosa es el encargado del Museo Zoológico Dámaso Antonio Larrañaga, conocido por generaciones como el Museo Oceanográfico. Tal vez porque en el imaginario de los montevideanos que pasaron por ahí desde 1948 en adelante quedó fosilizado el esqueleto espectral de una gran ballena: la del museo. Sin embargo, en él se puede encontrar todo tipo de fauna autóctona: aves, reptiles y felinos como el leopardo que se exhibe en la recepción y es motivo de orgullo. Al leopardo lo hizo Walter, que además de carpintero es taxidermista. Aprendió leyendo, antes de tener Internet. Me dice que le encanta hacerlo, que lo calma y que no le da asco porque siempre fue “bichero”. En su casa recupera animales heridos y colecciona insectos. Haciendo taxidermia, el arte imposible de revivir lo muerto, transcurren las horas de su jornada laboral, en el edificio situado entre un cementerio y la curva de la muerte.

Walter, que es flaco y tiene músculos de laburante y no de gimnasio, habla con timidez, absorbiendo el tono de las vocales al final de cada enunciado. Tiene casi cincuenta años pero parece más joven, con su raro “peinado nuevo”, según me dice, lo lleva al estilo New Wave porque es de su época. En el museo trabajan dos personas y hacen lo que pueden, que es todo. Ambos compañeros se niegan a abandonar el edificio. Como guardianes de un reino animal, viven tranquilos en ese lugar al que describen como mágico, y de vez en cuando suben a la torre para estar atentos como los centinelas de un castillo. Cada tanto, algún rumor de administración pública les trae la vieja ocurrencia de convertir el museo en otra cosa, o de mudarlo. Los dos del museo permanecen en guardia, como el “dios aparte” que dicen tener.

Según me cuenta Walter mientras me revela los arcanos de aquellos pasillos mudos, ese dios se llama Alejandro Pesce. Nadie jamás supo la causa, porque no dejó nota que diera cuenta de sus fundamentos. Dicen que en sus expediciones al Amazonas contrajo una enfermedad que lo atrofiaba y que no pudo soportarlo. Lo cierto es que en 1967, mientras capturaban en Bolivia a Ernesto “Che” Guevara y en Uruguay la selección de fútbol se coronaba campeona de la Copa América, Alejandro Pesce, subdirector de la Estación Oceanográfica que funcionó en el edificio, se pegaba un tiro en la cabeza. Lo encontraron muerto en el viejo taller de taxidermia donde ahora están los congeladores en los que se almacenan animales muertos. Ante ruidos extraños o situaciones que escapan a la lógica, los dos empleados del museo invocan a don Pesce, como una entidad que sabe de qué se trata y, por ello, los protege. Según cuenta Walter, una mañana al llegar después de una noche de temporal encontraron descolgado un cuadro de grandes proporciones parado delante del esqueleto de la jirafa, como si en vez de caerse por alguna filtración del viento, hubiese sobrevolado la estructura ósea del rumiante sin romperle ni un hueso. “Aunque siempre intentamos buscarle la lógica a todo lo que pasa acá, hasta hoy nos gusta creer que ese fue don Pesce, que tocó el cuadro para no romperla.”

Más de cien años después, el edificio con aspecto de castillo sigue recibiendo fallecidos. En el predio donde se construyó el museo, hacia 1910 funcionaba una morgue a la que ingresaban los cadáveres que serían enterrados en el cementerio del barrio con nombre de sumersión: el Buceo. Cuando la morgue dejó de funcionar, pasaron años hasta que el dueño de un club nocturno de la Ciudad Vieja les encomendara a los arquitectos en boga Canale y Mazzara la confección del mítico edificio. En 1930 en Montevideo se inauguraba el primer Mundial de Fútbol, y con él, negociantes de todos los rubros adivinaban un futuro promisorio posterior a la zafra. El dueño del nuevo Café Morisco, conocido más tarde como “el cabaret de la muerte”, también. No pudo ser. Como las pelotas en el Centenario, rodaban los rumores: el cabaret, construido sobre la antigua morgue, “estaba maldito”. Terminó cerrando.

Walter no cree en nada. Para él son leyendas las historias que afirman que desde la torre se arrojaban prostitutas, o que era sitio para ajusticiar deudas pendientes con amenazas a punta de pistola y esternones acribillados contra el barandal. Según Walter, la magia del museo va por otro lado: más ligada al silencio espectral, a los reflejos de las vitrinas que le hacen cosquillas al tedio del trabajo en solitario, a los ojos de piedra de los bichos, que parecen mirar pero no miran.

Esos ojos están guardados en una cajita de cartón que Walter busca en un aparador del sótano para que yo también los vea. Los ojos fueron comprados en Estados Unidos mediante una licitación estatal en los años noventa, y mientras Walter protesta ante el entrevero de iris y pupilas, agarra un par de la caja que hace ruido a bijouterie de feria. “Ves, éstos son de lechuza”, me indica ante aquellas dos piedras redondas y absolutas, inescrutables ojos de las aves rapaces de la noche. Hay ojos chiquitos para pájaros, hay ojos seductores de tigres y leopardos. Hay ojos mezquinos de zorrillo y ojos árticos de serpientes. “Cuando el animal te mira sentís que está ahí”, me aclara Walter, mientras vuelve a guardar en el aparador la caja de ojos. De pronto comienza a sonar un saxofón y el sonido se filtra con la luz por las banderolas de la sala. En ella hay una ballena a medio armar y los huesos parecen pender de hilos que no se ven, porque no existen. Walter dice que es difícil armarlas, sobre todo por las vértebras. Es un puzle en el aire y las vértebras las fichas del cielo: la parte más difícil, todo igual.

Mientras bajamos al sótano me siento con el privilegio de una niña que logró escapar de la fiscalización de la maestra y abrió la puerta que indica “Sólo personal autorizado”. En el descenso atravesamos un cuartucho con los materiales que Walter usa para embalsamar. Finalmente el sótano. Antes de pisar el último escalón el olor cambia. Ya no hay olor a museo. Hay olor a Villa Dolores si sacamos de la composición el aroma a maní o a pop acaramelado. Los bichos son renuentes a abandonar sus olores. Aunque ahora sean sólo huesos. Mientras Walter se va abriendo paso como el capitán de una expedición, acomodando los humidificadores, me topo de frente con el inmenso cráneo de la elefanta Yothi –última de su especie en cautiverio– y me emociono con un estruje en la boca del estómago de la infancia. Vengo de ver decenas de animales embalsamados, pero los huesos generan un impacto distinto. No son un simulacro inanimado a fuerza de alumbre y arsénico; los huesos son rastro inequívoco de que aquello que fue ya no es y, sin embargo, está ahí.

Ahí. Como los huesos del cachalote de la playa de Carrasco. Mientras subimos a la torre y Walter me advierte que son 25 metros, traducidos en 104 escalones, economizo la respiración entre bocanadas de humedad y cal. Subo pensando si habrá sido el último trayecto de personas en los tiempos del cabaret de la muerte. En la mitad de la travesía Walter me pregunta si quiero ver “al cachalote de 2014” y me recuerdo observando la desamparada imagen televisada de aquel imponente animal acuático cayendo, muerto, desde una grúa municipal a su sepulcro de basural en la Usina número 5. Al abrir una puertita como de Alicia en el País de las Maravillas camuflada en la cóncava pared de la torre, salimos a la azotea del museo. Allí, desperdigadas en cada rincón y cubiertas con bolsas de nailon transparente, yacen las piezas del esqueleto del cachalote. “Se apuraron al desenterrarlo”, me dice Walter mientras se excusa por el olor, como un dueño de casa que advierte el desorden ante la visita imprevista. Los huesos al sol esperan, con la paciencia lenta de una ballena, que se disipe el olor antes de convertirse en objeto de estudio de veterinarios y en piezas de colección.

No es el museo más popular. Apenas si entraron seis personas en lo que va de la tarde. Los pasos son devorados por el eco que anida entre las vitrinas, y los silencios sólo alterados por las melodías del saxofonista que cada fin de semana se aposta en la arcada principal porque, según dice, el lugar tiene la mejor acústica de Montevideo. Walter lo escucha, atento, mientras me dice que por este tipo de cosas él trabaja feliz en este, su reino ina-nimado, en donde todas las criaturas pugnan por permanecer.


Carolina Bello nació en Montevideo en 1983. Es autora del libro Escrito en la ventanilla (Irrupciones, 2011) y del blog homónimo (2005-2008). En 2013 publicó su segundo libro, Saturnino (Trópico Sur). Ha integrado varias antologías, entre ellas Neues vom Fluss (Editorial Letterage, 2010), presentada en la Feria del Libro de Fráncfort, 22 mujeres (Irrupciones, 2012), Fóbal (Estuario, 2013), la revista estadounidense Hispamérica (2014) y Negro (Estuario, 2016). En 2016 su cuento “Un trámite” fue publicado en Cuba en la Antología de narrativa joven uruguaya, y sus relatos “Spider” y “Un monstruo con la voz rota”, en Casa, revista literaria cubana. Es técnica en comunicación social, con un posgrado en crítica de arte, y estudió letras en la Facultad de Humanidades, donde fue asistente en la Cátedra de Teoría Literaria I. Es columnista en la revista de periodismo narrativo Quiroga y colabora en el periódico La Diaria. En 2016 ganó el premio Gutenberg de literatura que otorga la Unión Europea con su libro Urquiza.

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