Rara de toda rareza - Brecha digital
Cuentos completos de Armonía Somers

Rara de toda rareza

Decir que la literatura de Armonía Somers es rara no deja de ser un salvoconducto que ayuda a críticos y lectores a sortear los desafíos, las rupturas y el riesgo extremo de una escritura que no es sencillo categorizar. La primera edición de sus cuentos completos parece una buena oportunidad para redefinir el concepto, discutirlo o confirmarlo.

Tumba de Armonía Somers, en el Cementerio Británico de Montevideo Héctor Piastri

El aura de esta autora excesiva e insondable colabora para que sigamos celebrándola en el marco del catálogo de raros propuesto por Ángel Rama en 1966, junto a Lautréamont, Felisberto, Levrero y Marosa di Giorgio, nombres extravagantes del campo literario uruguayo, disidentes singulares de cánones y hegemonías.

Muy distintos entre sí –y en relación a los otros creadores contemplados en el inventario de Rama– es muy probable que la intención del crítico fuese destacar a los que respondían a una nueva estética, eran leídos como excepciones y ocupaban un lugar marginal en relación a las poéticas realistas más aceptadas por los lectores. Claro que, con el paso del tiempo, lo raro y marginal puede ser valorado, formar parte del canon, transformarse en un clásico.

A más de medio siglo de la publicación de Rama, cuando la rareza parece la norma y el prestigioso –y problemático– calificativo se endilga con ligereza a cualquier texto, autor y autora, ¿seguimos leyendo a Somers como a una escritora rara? En esa categoría se la percibe y se la interpreta desde que en 1950 publicó La mujer desnuda, una novela insolente y violenta que se adelantó a su época. Pero antes, en 1948, había escrito su primer cuento, «El derrumbamiento», sobre una roca de Pocitos Nuevo, luchando con el viento, que quería llevarse los papeles, «y el diablo que pugnaba por [su] alma». Reiterado infinidad de veces, el relato de su iniciación literaria convierte esa escena de escritura en un mito de origen demoníaco. Por ese mundo oscuro –que es también el espacio simbólico de la ausencia de Dios– Somers experimentó a la vez rechazo y fascinación. Con poco más de 30 años encontró la voz más apropiada para afrontar la elaboración estética del mal, motivo estrechamente vinculado a la angustia metafísica, a la ética y a los alcances del lenguaje. Profundizar esa particularidad le llevó toda la vida. Por otra parte, la construcción de su misteriosa figura de autor(a) que opta por el seudónimo para resguardar de esas insurrecciones su apacible existencia de maestra dedicada constituye un hiato incitante a la hora de configurar una imagen pública en constante tensión, capaz de engendrar malentendidos y provocar lecturas destempladas.

Lanzada a explorar el inconsciente, artífice de una literatura mórbida y desconcertante que atentaba contra las costumbres y las tranquilidades de su época, ¿fue rara por los temas escabrosos que transitó?, ¿por la pulsión desbordada de su escritura arborescente y de superficie enmarañada?, ¿por los rasgos realistas que interpelan lo aparencial y producen efectos fantásticos?, ¿por su espíritu crítico y la indagación inclemente del alma humana?

El conflicto entre la razón y sus alteridades atraviesa la obra imaginativa de Somers, como escoltan a Goya los monstruos producidos por el sueño de la razón. En ambos casos, las imágenes fantasmagóricas colaboran entre sí, y, como sus símbolos no son transparentes –la literatura de Somers no se abre fácilmente a la interpretación–, pueden llevar a lecturas paradójicas y complejas para dar cuenta de sus preocupaciones. Obsesionada por el problema de la libertad y sus límites, interroga principalmente una de las cuestiones fundamentales de la literatura: la naturaleza del ser humano. De ahí que en una obra de gran contenido simbólico recurra a los lugares comunes del imaginario católico y patriarcal, mezcle lo sagrado y lo profano, transforme la experiencia erótica en relato, dibuje el sexo hasta la obscenidad. No es de extrañar el predominio y la hondura de una poética del dolor ligada a lo corpóreo en todas sus expresiones.

A partir de Delmira Agustini, el tratamiento del erotismo desde un cuerpo, una mirada y una voz femeninos se estrella con el horizonte de expectativa del momento histórico. Le sucedió también a Armonía, asociada con la representación de lo inexpresable o irrepresentable y las situaciones más abyectas de la condición humana. En varios cuentos –y no sin dificultades–, personajes solitarios y angustiados resisten los marcos de poder que buscan fijarlos en lugares rígidos. Lo erótico puede ser liberador, pero también genera culpa y recibe condena. En ocasiones, la distancia irónica y el humor funden lo grotesco con lo macabro, exacerban la extrañeza, derriban tabúes, prejuicios y convenciones (que quede claro que en estas páginas no se mencionarán sus novelas).

EL ESPÍRITU DE LOS CUENTOS

Casi furtiva, poco recordada, menos leída, su reconocimiento tardó en Uruguay y sus libros, escasos o ausentes de nuestras librerías, aún son resistidos por quienes huyen de las dificultades. La oportunidad que brinda la edición española de los Cuentos completos resulta ineludible. Abarca desde El derrumbamiento (1953) hasta la edición póstuma de El hacedor de girasoles. Tríptico en amarillo para un hombre ciego (1994). Entre uno y otro encontramos La calle del viento norte y otros cuentos (1963), Todos los cuentos. Tomo I (1967), Todos los cuentos. Tomo II (1967), Muerte por alacrán (1978), Tríptico darwiniano (1982) y La rebelión de la flor (1988). En la mayor parte, Somers combina relatos inéditos con otros publicados en libros anteriores. Tras la portadilla de las ocho secciones que se corresponden con los volúmenes editados, se puede consultar qué cuentos formaron cada libro. Establecido el orden cronológico, se ubica a cada relato en el volumen que lo incluyó por primera vez, aunque para fijar el texto definitivo se acude siempre a la última versión revisada por la autora. De varios textos se reproducen páginas manuscritas o dactilografiadas que muestran el trabajo de autocorrección.

La reunión de la narrativa breve de Somers es útil para apreciar su evolución como cuentista, permite entrever los problemas y las tensiones que enfrentaba, sus contradicciones y desaciertos, los modos de elaboración estética de un mundo cruel y enrarecido en el que lo no dicho suele ser más grave que lo enunciado. Las propuestas son heterogéneas e insólitas: el negro fugitivo que acaricia eróticamente la figura de la Virgen María para derretir la cera que la paraliza, la muchacha que persigue extrañamente la imagen de un violador, los niños arrastrados al crimen por celar al hermano muerto, el hombre que viola a una adolescente y es amamantado por una campesina milagrosa, el que asiste al sórdido entierro del varón que amó en su juventud, las cartas que revelan una relación lésbica, el alacrán que se convierte en verdugo azaroso, el chimpancé que puede volver a empezar la historia de la humanidad, la araña dibujada por la sombra del marido en el dormitorio, el joven que desencadena el deseo de un individuo homofóbico y destructor, el peluquero que contagia su locura a las hermanas solteronas, el individuo trastornado que cierra el portal a la violencia y a la muerte, la maternidad privada de sus valores tradicionales, la subasta de un sepulcro…

Más allá de la curiosidad que pueden despertar los temas, la sensación que subyuga a los lectores es la de una suma de signos sorprendentes que preparan para la inminencia de algo incomprensible, absurdo, ominoso, repugnante o aterrador, que en algún momento puede conjurarse a través de recursos como la metáfora, la alegoría, los sueños y las visiones. Empeñados en decir lo indecible y trasmitir la impotencia que los convierte en sombras de sí mismos, los personajes se arrastran en la desesperanza y la alienación.

Armonía Somers. Cuentos completos. Prólogo de María Cristina Dalmagro. Páginas de Espuma, Madrid, 2021, 618 págs.

ADITAMENTOS

Como novedad, y desprendiéndose del ánimo primario de recopilar todos los cuentos, la edición española incluye varios apéndices y abarca una selección de textos diversos que profundizan la reflexión y el análisis de Somers sobre su escritura y su lectura del género cuento. Es cierto que uno de los apéndices incluye «Réquiem para una azucena», incluido en la antología Cuentos de ajustar cuentas (Trilce, 1990), que Somers pudo revisar. Pero el grueso del capítulo consta de escritos como «Diez relatos a la luz de sus probables vivenciales», amplio posfacio a la antología Diez relatos y un epílogo (1979), en el que Somers analiza largamente las narraciones de los diez escritores uruguayos recopilados en el volumen; la extensa entrevista que le realizara Miguel Ángel Campodónico el 29 de noviembre de 1985 en la Biblioteca Nacional –«Trece preguntas a Armonía Somers»–, que fue incluida en 1988 en el número 24 de la revista de la institución y ofrece importantes claves de interpretación; «Anthos y Legein. Donde la autora nos muestra la otra cara de las historias», introducción a La rebelión de la flor. Antología personal (1988) –incluye ahora una copia del original dactilografiado, corregido y rubricado por Somers en 1987–. Hacia el final se destaca el borrador de un guion cinematográfico inédito inspirado en uno de sus cuentos más conocidos: «Muerte por alacrán», del que se reproducen ocho páginas manuscritas y el texto «Reflexiones al margen de un intento de escenificación», que ilumina al anterior. Ambos aportes, como también los borradores recuperados, proceden de los archivos del Fondo Armonía Somers (FAS), alojados muy lejos de Uruguay –donde deberían estar–, en el Centre de Recherches Latino-Américaines de la Universidad de Poitiers, Francia. La selección de dichas páginas fue realizada por la investigadora argentina María Cristina Dalmagro, especialista en la obra de Somers y responsable científica del FAS, quien además es la autora del prólogo a los Cuentos completos, en el que analiza algunos textos y reúne información. La bibliografía primaria de Somers se consigna en orden cronológico y admite únicamente sus libros completos. En el cierre aparece una carta breve a María Luisa Bombal, datada el 27 de junio de 1971, en la que la uruguaya le confiesa a la chilena que la lectura de La amortajada (1938) –novela sobre una mujer muerta que puede ver, oír, sentir y recordar su vida– fue un hito poético en su propia historia personal.

MARAVILLIZACIÓN

Este año, también en España, se reeditó El derrumbamiento (Ediciones Contrabando, de Valencia). El prólogo le pertenece a Gustavo Espinosa, quien ante la voz de Somers se juega entero: «Ha escrito las obras narrativas más potentes y extrañas del Uruguay del siglo pasado. Sus invenciones, la fascinación espiralada que ejerce su prosa, son únicas en nuestra lengua». Y luego de considerar los cuentos que integran el volumen, agrega: «Cada circunstancia está minuciosamente saturada, sobreproducida por la escritura. El estilo de Somers es, diría el maestro Charly García, un procedimiento de maravillización».

Tiempo atrás, Marosa di Giorgio destacaba la planicie erizada de esa escritura en la que «todo crepita, provoca, es cruel, sexual, doloroso y desconocido». Y por estos días Samanta Schweblin reflexionaba: «¿Qué es lo que me fascina tanto de Somers? El veneno que fermenta despacio. La imaginación salvaje domada con delicadeza. Atravieso sus cuentos como prismas: tan transparentes al entrar, y al salir tan múltiples y poderosos, tan únicos en su profunda vitalidad».

Morir dos veces

El desalojo

Nació en Pando el 7 de octubre de 1914 y murió en Montevideo el 1 de marzo de 1994. Enterrada como Armonía Somers, su nombre de elección –Armonía Liropeya Etchepare Locino era el nombre legal–, descansa en el lado este del Cementerio Británico de Montevideo. La tumba está cubierta por una losa de granito rosado encargada por ella con esmero y prevención, sombreada por los cipreses que tanto amó, recostada a un muro blanco, frente al sendero cubierto de pedregullo.

En la tapa del sepulcro hay una cruz tallada y dos placas de bronce en proximidad cordial: una con el nombre de Rodolfo Henestrosa, marido de la escritora, la otra recuerda a la madre. En la lápida, sin fechas ni otros datos, la inscripción que evoca a la familia Etchepare se muestra comprensiva; sin vulnerar el secreto que encubren las palabras, Armonía alcanzó a confesar: «A medida que la vida y la muerte se superponen en nuestra biografía hay también fantasmas y a ellos me debo».

La muerte, esa obsesión tan presente en su literatura, toma por asalto el mundo real de modos impensados. Armonía no tuvo hijos, sus dos hermanas tampoco. El padre tuvo otros de una relación secreta con la hermana de su esposa, vínculo que causó un dolor enorme a nuestra escritora, quien jamás habló del tema. Descendientes de esa relación –unas sobrinas resistidas por Armonía– tomaron posesión de sus bienes. Tiempo después se esfumaron, acaso fallecieron.

Varias editoriales interesadas en publicar la obra somersiana han buscado sin éxito herederos para solicitarles la autorización correspondiente. Algunas recurren a una fórmula conciliadora que en la página legal del libro señala la esterilidad de la pesquisa y comunica que «el titular de los derechos puede ponerse en contacto con la editorial». De esta forma consta en la edición de los Cuentos completos abordados en estas páginas. Entretanto, los beneficios monetarios que producen los libros flotan en un limbo perverso y desolado.

Todo esto viene a cuento porque gracias a la devoción por Armonía Somers del gestor cultural del Cementerio Británico, el arquitecto Eduardo Montemuiño, he sabido que desde hace 18 años se adeuda el pago del mantenimiento de su tumba, a raíz de lo cual se corren varios riesgos, entre ellos, que otros cuerpos sean enterrados en el sepulcro, que lo vacíen, que le cambien el nombre, que vuelvan a venderlo.

Por supuesto, este albur no acontece solo en el caso de nuestra escritora, ni el Cementerio Británico debe ser el único que enfrente dichas morosidades. Probablemente exista un número infinito de situaciones similares que involucren a figuras célebres y a ilustres desconocidos, los muertos olvidados cuya residencia eterna acumula compromisos terrenales. ¿A dónde van a parar los huesos olvidados cuando no hay descendientes que se hagan cargo de las deudas? ¿Qué va a pasar con los restos mortales de Armonía Somers? ¿Quién debe hacerse cargo?, ¿las instituciones públicas responsables de los temas culturales y la defensa de nuestro patrimonio?, ¿las editoriales?, ¿los lectores? ¿Existen mecanismos –legales o administrativos– para que esas deudas puedan cancelarse con los derechos de autor que de otro modo se pierden? ¿Quién debería instrumentar ese procedimiento?

Ahora mismo, ¿hay alguien leyendo estas páginas que esté en condiciones de proponer una idea o de encontrar soluciones? Porque es muy fácil enorgullecernos de que Armonía Somers se reedite y se lea cada vez más, dentro y fuera de fronteras, e integre, por fin, el canon esquivo –ella que fue durante décadas una autora de culto peligrosa y secreta–, pero habría que recordar con hechos concretos, por más prosaicos que parezcan, a quien además de crear una obra que enaltece a la literatura nacional supo escribir, cuando la edad, la soledad y la muerte la cercaban: «Me voy pero me quedo. No dejen de quererme. Es lo que importa».

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