Cualquier director que se enfrenta al desafío de volver a contar la historia de los Beatles –o alguna de sus muchas aristas– no la tiene nada fácil. En términos audiovisuales, la cantidad de materiales oficiales y profanos basados en la banda de Liverpool es agobiante, y a esta altura los recursos narrativos, de fotografía, de sonido y de montaje han sido tantos y tan vastos que no parece haber ningún resto para nuevas apuestas expresivas. Sin embargo, la sencillez y la elegancia de la puesta en escena con la que el documentalista Zachary Heinzerling decidió realizar McCartney 3, 2, 1 demuestran que siempre puede haber caminos estéticos que permitan renovar la vigencia de una temática, o de un personaje y su influencia.
La serie de seis capítulos producida por la plataforma de streaming Hulu y distribuida en América Latina por la red televisiva Star+ presenta a sir Paul en un estudio de grabación manteniendo una larga y animada conversación con el productor Rick Rubin, responsable legendario de los mejores álbumes de Beastie Boys, Red Hot Chili Peppers, Johnny Cash y Tom Petty, entre muchos otros. Con una guitarra, un piano y una consola de sonido, en lo que parece ser un amplio estudio de grabación con muchos espacios, ambos conversan sobre varias de las músicas más emblemáticas en la trayectoria de ese gran bajista y compositor que es McCartney, leyenda viva, símbolo de un modo particular y único de comprender la relación entre melodías y armonías. En un bellísimo blanco y negro, ambos se encuentran iluminados de una forma teatral, como si estuvieran en un escenario, con varias cámaras que los rodean y que, de manera evidente, tienen el cometido de registrar la espontaneidad de las palabras y los movimientos, respetando lo más posible la intimidad del encuentro. Esa iluminación da lugar a una serie de claroscuros que, por un lado, colaboran con el precioso look de rockero cool que McCartney mantiene aún a sus 79 años: las oscuridades tapan sus arrugas y disimulan las líneas de expresión. Por el otro, genera la distancia necesaria para que el registro se aparte del realismo televisivo extremo y contraste con el color de las imágenes de archivo, que cuentan con un trabajo de recuperación maravilloso: el video de Fela Kuti tocando en vivo es, netamente, uno de los mejores momentos restaurados que se hayan visto en un documental de música.
El dispositivo de filmación permite capturar con eficiencia los mejores ángulos en cada momento: cuando están en la consola aislando y analizando las pistas de las canciones; cuando McCartney toca el piano o la guitarra; cuando conversan, animados, sobre mitos y anécdotas. Parece haber una coreografía premeditada para ayudar a la efectividad de las posiciones de cámara: en cada espacio en que se dan las distintas secuencias –todos orgánicos y de apariencia cercana–, uno y otro ocupan el mismo lugar en el encuadre, poniéndose de costado, frente a frente, ambos sentados o uno en el piso y el otro sentado. Pero es notorio que, a pesar de estas indicaciones previas, hubo imperfecciones en el registro; lo bueno es que el montaje no las oculta ni las censura, y prioriza las acciones y reacciones de los protagonistas aun cuando una toma resulta inestable o un movimiento de cámara no luce orgánico. La decisión de no someterse a estándares visuales y jugarse por una textura desprolija para otorgar autenticidad al conjunto dialoga de forma directa con una dimensión sobre la que Paul enfatiza continuamente: la de la libertad, esa que valoriza la importancia que tuvieron el atrevimiento y la capacidad lúdica de los Beatles en el logro de resultados que impactaron de una manera tan radical en la historia de la música.
Otra elección que contribuye mucho con la fluidez y originalidad del material fue la de no ordenar los temas de conversación ni las canciones de forma cronológica. La narrativa parece respetar las digresiones del habla, saltando de canción en canción con una estructura aleatoria y sorprendente. Aun los más beatlemaníacos del mundo nunca sabemos bien lo que va a pasar, y eso es hermoso; lo que sí sabemos es que, en cada capítulo, volveremos a emocionarnos por el simple privilegio de asistir, sin ornamentos que la arruinen ni filtros estúpidos que la deformen, a la presencia afable y sabia de tan mágico maestro.
Soledad Castro Lazaroff
La música como protagonista
Explicando lo inexplicable
Pocas veces una nota, película, libro o material sobre música habla tanto sobre música. «Habla» entre comillas, porque esta serie no solo se trata de comunicación verbal –y el que habla es uno de los músicos más amplios, talentosos, capaces e influyentes de la historia del universo–, sino que se escuchan pistas aisladas, entrevistador y entrevistado juegan literalmente con las perillas de la consola, como presidentes en pandemia (pero con buen gusto), y se vuelve a hablar sobre lo que se va escuchando con inocencia actuada o real, pero, en cualquier caso, con conceptos profundos.
Paul logra transmitir el exacto espíritu de la música que siempre hizo, tanto en la época Beatle como en la posterior. Un espíritu que se relaciona con la capacidad de experimentar todo el tiempo, con probar «a ver qué pasa si…», con utilizar los instrumentos o aparatos más allá de sus posibilidades teóricas. Es lo que ilustra mostrando la nota aguda que cierra el solo de trompeta piccolo en «Penny Lane», nota que, según David Mason –encargado de ese solo–, estaba «oficialmente fuera del alcance del instrumento», o con detalles más de técnico de grabación, como contar el modo en que forzaban las agujas hacia el rojo –o sea, saturando voluntariamente– para lograr determinada tímbrica, o reecualizaban muchas veces una guitarra para hacerla sonar con más agudos que los que, supuestamente, era recomendable tolerar. «Los técnicos están entrenados para controlar los medidores, y nosotros les pedíamos “¡más de eso, dejalo entrar más al rojo!”»
El discurso está centrado en el bajo, en la forma personalísima de tocarlo que desarrolló Paul y en sus raíces, donde llama la atención el homenaje permanente a la música negra. Es interesante oírlo hablar sobre la tímbrica, una parte de la música a la que habitualmente no se le dedica mucha atención, pero que es clave en toda la obra de los Beatles: no hay una discografía con tantos sonidos de difícil o imposible asociación directa con instrumentos musicales. En un momento están escuchando «Penny Lane» y el entrevistador dice: «Nunca había escuchado ese choque», refiriéndose a una especie de frenada que suena por ahí, pero que quedó más en primer plano después de mover algunas perillas. Acto seguido, Paul está concentrado y asombrado oyendo unos sonidos extraagudos que doblan la melodía de la voz. Por último, se pone a explicar lo del acople del final: todo ocurre durante unos pocos segundos de una canción. En otros momentos se explaya contando cómo combinar un piano con un bajo, o utilizar atípicamente accesorios de amplificación, o modificar la voz para interpretar personajes, o experimentar de mil maneras con el sonido de los instrumentos –algo que hoy día los guitarristas suelen hacer exclusivamente comprando nuevos pedales–. Todo eso tiene que ver con la tímbrica.
Su clase de armonía para niños, sobre el final, es magistral, no porque sea novedoso lo que en ella se expone, sino por la forma de transmitirlo y, especialmente, porque nos hace entender con claridad lo que quiere explicarnos: con muy pocos conocimientos teóricos se pueden hacer grandes cosas si se experimenta lo suficiente y uno se divierte al hacerlo. Si tuviera que resumir todo lo que Paul dice y muestra en los seis capítulos de la serie, usaría esa palabra: diversión. La música sin diversión no existe, y, cuando los Beatles dejaron de divertirse, se disolvieron.
Guillermo Lamolle