Todo ha resultado para el PP tan frenético, tan indigerible. El desalojo del poder por la moción de censura socialista del primer día de junio. El vertiginoso deslizamiento extramuros del gobierno en donde se sentía bien enraizado. Lo sucedido desde entonces semeja una sucesión de sobresaltos que casi ha infartado el estado de abotargamiento en el cual vivía instalada la formación política. Como una extensión psicosomática de la vaguedad de Rajoy.
De pronto, esa alergia a cualquiera mínima mudanza de la cual el PP hizo una necrosis de siete años, desde su acceso al gobierno con mayoría absoluta en 2011 hasta su abrupta expulsión el 1 de junio, ha tenido que enfrentarse a un territorio desconocido y hostil: la orfandad del acostumbrado hiperliderazgo. Una vez derrotado, Rajoy huyó en estampida. Sólo una semana después de la moción de censura dejó hasta su escaño en el Congreso de los Diputados para reincorporarse a su puesto de trabajo en el Registro de la Propiedad en el pueblo Santa Pola, después de ocupar cargos políticos durante más de tres décadas.
Convocadas por vez primera en la historia del PP unas primarias, todo estaba preparado para la elección por aclamación del presidente del gobierno de Galicia, Núñez Feijóo. Feijóo era la garantía de una sucesión no traumática. En la calle de Génova 13, sede del PP, nadie quería ni pensar en otro escenario que pusiera al descubierto el antagonismo personal entre la ex vicepresidenta del gobierno, Sáenz de Santamaría, y la secretaria general del partido, Dolores de Cospedal. Un enfrentamiento frío pero soterradamente feroz e incubado en el tiempo.
Y entonces, sin que quedasen claras las razones –las hipótesis más plausibles apuntan a los dosieres sobre su vida privada, en concreto a sus relaciones de amistad con un conocido narcotraficante gallego–, Feijóo, que iba a ser aclamado como amado líder, se echó a un lado. Tras dos días de estupefacto silencio en el cual quedó sumido el PP, surgió una primera y sorprendente candidatura: la de Pablo Casado, una segunda espada a quien Rajoy había aupado a la vicesecretaría de Comunicación del partido en 2014. Casado, de 37 años, hizo toda su carrera en el PP como presidente de sus juventudes y bajo la égida de dos figuras de la derecha más cruda del partido: José María Aznar y Esperanza Aguirre, bajo cuyos gobiernos en la Comunidad de Madrid afloraron las corrupciones como enredaderas de “pasta gansa” (plata dulce).
Pocos días después se sumaron a la lucha por la sucesión Sáenz de Santamaría y Cospedal, a las cuales otro candidato –éste sin posibilidades reales, el ex ministro de Asuntos Exteriores García Margallo– definió, con un deje machista, como la “guerra de las dos rosas”.
CIFRAS DOPADAS. En efecto, la competición parecía cosa de ellas. Ambas con presencia poderosa a la sombra de Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría como vice en sus gobiernos y Dolores de Cospedal en el aparato del partido. Según se acercaba la jornada en que los militantes debían elegir a dos de los hasta seis nombres presentados, se produjeron sendas sorpresas noticiosas: la primera fue la de que el PP no sólo tenía “cajas B” y contabilidades en negro. También su registro de militantes estaba dopado. Después de que todos sus líderes presumiesen durante décadas de que el PP era la mayor formación política de Europa –exhibiendo músculo con sus repetidamente enaltecidos 800 mil militantes–, a la hora de recontar la militancia real para su bautismo de elecciones primarias, la montaña parió un ratón. Con la boca pequeña se trasladó a los medios que las listas no estaban actualizadas: algunos fallecidos no se registraron, a quienes no pagaban la cuota desde antes del siglo XXI tampoco se les hacía de menos. En fin, señores, que la militancia con derecho a voto en la sucesión de Rajoy sumaba… 66 mil inscritos.
En medio de ese ambiente de patético strip-tease de las dimensiones reales de sus órganos, se fue abriendo camino la segunda variable inesperada: día a día crecían las expectativas del joven y jacarandoso Casado, con su discurso de renovador de la nada y sus llamadas a recuperar al PP de siempre, el que hizo de la unidad de España o del pornográfico manoseo de las víctimas del terrorismo de Eta arsenales inmorales para ganar votos, prietas las filas.
Para cuando Sáenz de Santamaría y Cospedal se dieron cuenta de que no todo se reducía a aquilatar sus recíprocos odios, ya Casado cabalgaba como favorito en la atmósfera previa a las votaciones del pasado 5 de julio. Finalmente, el resultado esa noche permitió un respiro a Sáenz de Santamaría. Obtuvo un 37 por ciento y pasó como candidata más votada a la segunda vuelta. Pero a menos de 3 puntos, con un 34,7 por ciento, se abrió paso Pablo Casado. Y su irrupción dejó en la cuneta a la poderosa secretaria general Cospedal, quien aun controlando el aparato partidista sólo sumó el 26 por ciento de los votos de los militantes.
COMPROMISARIOS. Desde esa noche, Sáenz de Santamaría apeló a no celebrar el temido balotaje. En realidad, el reglamento de las primarias del PP es tan ineficiente como antidemocrático. Porque en esta segunda ronda el cuerpo electoral no es el mismo de la anterior. Los que eligen finalmente al presidente del partido y candidato a la presidencia del gobierno son 3.184 compromisarios elegidos por los militantes en una segunda urna. Esto genera la disfuncionalidad de que la preferida de la militancia
–en este caso, Sáenz de Santamaría– podría no ser la seleccionada por los compromisarios. A la fealdad de esa doble fuente de legitimación se aferra la ex vicepresidenta para hacer una llamada a la unidad. Naturalmente, entendida ésta como que Casado aceptase ser su número dos sin pasar por las horcas caudinas de ese segundo escrutinio. Porque el resultado de este está muy en el aire. A la estrechísima ventaja de Sáenz de Santamaría sobre Casado hay que añadir la presunción de que la mayor parte de los compromisarios de Dolores de Cospedal trasladarán su apoyo al candidato: de nuevo la “guerra de las dos rosas”.
Con estas premisas, no hay pistas de quién heredará el cargo de Rajoy el 21 de julio. Pablo Casado ya ha dejado claro que él se ha presentado para renovar. Por su parte, Sáenz de Santamaría se ha negado a celebrar un debate con su rival.
HEREDEROS. Esta pugna ciega de pistas sobre su resultado proyecta una lucha que en el PP viene de muy atrás. La de Rajoy y José María Aznar. Este último, desde el congreso del partido en 2008, no ha perdido ocasión de ningunear a quien nombró como sucesor, acusándolo de blando, de no defender las posturas más ultramontanas de su PP. Ha sido la de Aznar una insólita travesía del rencor, en un desprecio hacia el PP de Rajoy que lo ha llevado a mostrarse más próximo a Albert Rivera de Ciudadanos que al partido en el que lo fue todo.
Imposible no identificar a Soraya Sáenz de Santamaría con el “marianismo” de Rajoy. Él fue quien la llevó a su grupo de confianza en la batalla con Aznar. Y quien la nombró vicepresidenta omnímoda.
Como tampoco se puede soslayar que Pablo Casado se crió bajo el manto de Faes, la fundación neocon que creó Aznar. Y aprendió mañas en el PP madrileño de la dama de hierro madrileña, Esperanza Aguirre, la ultra disfrazada de castizo desparpajo.
La traducción ideológica de ambos candidatos responde a sus respectivos padrinazgos. Pablo Casado es el PP de la derecha sin complejos. Critica la ley del aborto, se define como representante de la España de los balcones (por la proliferación de banderas de España en las ciudades desde que se desató el procés catalán), ha propuesto ilegalizar a los partidos independentistas y se ha sacado del sombrero el regreso de María San Gil, algo así como la Juana de Arco del PP vasco, que abandonó al PP de Rajoy “por haber defraudado a las víctimas de Eta”.
Soraya Sáenz de Santamaría no es precisamente centrista. En realidad, responde al pragmatismo amoral de la era de los recortes sociales y de libertades públicas de Rajoy. Aunque, confrontada con Casado, suena moderada. De hecho, su fracasado y timorato plan de diálogo para Cataluña, que fracasó antes de que todo estallase, es algo que Casado le echa en cara una y otra vez. Porque Casado habría intervenido el autogobierno catalán mucho antes. En realidad, escuchar a Casado es un viaje hacia el pasado del aznarismo atroz. Esta semana hacía campaña en Navarra y tuvo lo que deseaba: un grupo lo abucheó en la calle. Y ya Casado hablaba, de carrerilla, “de los batasunos, los borrokas y los proetarras”. Ahora que Eta no existe.
Lo temible de esta dinámica es que lo que se presume de aquí al 20 y 21 de julio, cuando se celebrará el congreso del partido, es una carrera de golpes de efecto en pos del voto visceralmente ultra de cierto PP. Y, aun peor, una vez que Casado o Sáenz de Santamaría se hayan hecho con el poder del partido, esta puja de envites no habrá finalizado. Entonces competirán en el parlamento con el neofalangista Albert Rivera por ver quién lleva el discurso sobre España más cerca del abismo de la derecha extrema.