El prejuicio cinéfilo acerca de que las películas con muchos efectos especiales, superhéroes y cientos de metros de pantalla verde tienen guiones poco creativos y fórmulas visuales estandarizadas tiene su razón de ser. Hace unos años que asistimos con preocupación a un fenómeno que, con la pandemia, solo parece haberse acentuado: las pantallas de la cartelera comercial se llenan con tanques de Hollywood –precuelas, secuelas, franquicias y remakes– que carecen de atractivo para cualquier espectador que considere que las películas deben superar un mínimo de complejidad en sus formas de representación del mundo. Buenos y malos, machos alfa, mujeres maravilla y cientos de freaks: en la mayoría de los casos, los movimientos de cámara superespectaculares no logran disimular la falta de ideas. Sin embargo, para poder pensar en la actualidad del arte cinematográfico también es necesario no caer en la trampa de despreciar todo un género por su condición de popular, o en la tentación de creer que una técnica visual o un efecto especial son condenables a priori, más allá del contexto en el que se encuentren. La historia del cine está llena de ejemplos: a esta altura del partido, películas que se venden como intelectuales y vanguardistas pueden ser, en realidad, copias recicladas de viejas rebeliones, y en los títulos más mainstream del planeta se esconden, a veces, pequeños destellos de libertad, ironía y verdadero espíritu lúdico.
Una obra llena de vitalidad, precisión y talento en el uso de los códigos actuales del entretenimiento audiovisual es la que está llevando adelante James Gunn, director de las simpatiquísimas Guardianes de la galaxia vol. 1 y vol. 2 (¿vendrá la 3 algún día?), y de El Escuadrón Suicida, hermoso y frenético delirio que se encuentra ahora mismo en cartelera y que comentó Diego Faraone en el último número de Brecha.2 Aunque tal vez en forma más despareja, lo mismo sucede con el trabajo de Shawn Levy, que viene sosteniendo una importante trayectoria en el universo de la comedia. Responsable de las tres películas de la saga Una noche en el museo (2006, 2009 y 2014) y de títulos como Más barato por docena o Recién casados (ambas de 2003), Levy es un director para toda la familia que ha demostrado su preferencia por las historias fantásticas, de amor y de aventura, trabajando con actores de la talla de Ben Stiller, Ashton Kutcher o Steve Martin, aunque también se ha acercado al costado más irreverente de la nueva comedia americana con Aprendices fuera de línea (2013), protagonizada por Vince Vaughn y Owen Wilson. En Free Guy, su nueva apuesta, el personaje principal es interpretado por Ryan Reynolds: Levy vuelve a aprovechar la carrera en ascenso de un actor consagrado en el género –Reynolds demostró una gran versatilidad para la ironía y la parodia en Deadpool 1 y 2– y construye a su alrededor una estética cien por ciento millennial, apoyado en un sólido guion que se mete con un tema tan actual como la relación conflictiva entre la realidad y la virtualidad en una sociedad adicta a la violencia.
Mezclando de modo insolente y bellamente irrespetuoso decenas de citas a distintas películas en un uso de la intertextualidad netamente posmoderno –a la manera de Tarantino, aunque sin ninguna solemnidad autoral–, la trama de Free Guy se desarrolla en medio de un cúmulo de referencias y guiños de todo tipo: a los cinéfilos, a los gamers, a los programadores, a los artistas digitales y a los fanáticos de las películas de Pixar, que suelen amar la mezcla de universos y dimensiones. Reynolds interpreta a Guy, un cajero de banco que es parte de Free City, el videojuego de moda dentro del que pasan sus días y noches los jóvenes de todo el mundo. Como sucedía con el protagonista de The Truman Show (Peter Weir, 1998), Guy está contento con la ciudad en la que vive y con el lugar que ocupa en ella: se levanta todos los días con una sonrisa, aunque no sabe que está en un videojuego y que, además, su personaje no es un protagonista, sino un NPC: en inglés, non-player character, es decir, uno que pertenece al fondo, al decorado, y está ahí como relleno para ser vapuleado y asesinado por los verdaderos jugadores (los avatares que representan a personas del mundo real).
El juego Free City ha sido lanzado por la empresa Soonami Games. Antwan, el dueño, interpretado con arrolladora potencia –y un manejo corporal envidiable– por Taika Waititi, es, en realidad, un villano: les ha robado el código de programación del juego a Walter Keys McKey y a Millie Rusk, que habían desarrollado una versión anterior llamada Free Life. Pero, aunque Millie se esfuerza por demandar a Antwan, Keys acepta un trabajo en Soonami e intenta olvidar el pasado; sin embargo, la simpatía por su antigua compañera lo arrastra a la aventura de ayudarla abriéndole puertas dentro del juego: Millie entra en Free City como su avatar –llamado Chica Molotov– y trata de encontrar pruebas para demostrar que ella y Keys son los legítimos inventores del código.
Por su parte, al ver a Chica Molotov, Guy empieza a evolucionar de manera natural en su código de programación: se pone unas gafas oscuras, comienza a ver de otro modo el espacio en el que está y deja de ser solamente un NPC. El personaje se vuelve una alegoría del ciudadano neoliberal, globalizado, en el descubrimiento de una realidad codificada que no comprende, a la manera de lo que sucede en Matrix (hermanas Wachowski, 1999) o, de forma más cruda y brutal, en la gran They Live, de John Carpenter (1988). A partir del impulso del amor, Guy abandona su rutina, es capaz de sentir y de transformarse, y su vínculo con Chica Molotov se vuelve más y más especial. Pero, además, este extraño NPC está en contra del paradigma de violencia al que se someten los demás jugadores, que ganan puntos al robar, destruir y matar: se hace famoso siendo the good guy, tratando de hacer el bien mientras se convierte en sensación mundial, ya que todos los fans del juego comienzan a seguir sus pasos y a maravillarse con sus actos heroicos.
Así, la película oscila entre el mundo real y el virtual, colocándolos casi en la misma jerarquía emocional y obligando a los espectadores a que se hagan preguntas complejas acerca de las relaciones entre ambas dimensiones. ¿Qué es lo que configura una inteligencia artificial? ¿Pueden las relaciones virtuales considerarse vínculos de amor? ¿Es la libertad de ejercer violencia virtual un modo de catarsis? ¿O se trata de utilizar el poder del juego para experimentar la sensación de aplastar a los demás, sin ningún tipo de registro acerca de cuál es su verdadera realidad?
Aun cuando está llena de efectos especiales, colores, música, sonido y ornamentos pop de la más variada calaña, Free Guy es un derroche de humor, vitalidad y búsqueda de sentido de lo humano. Además de resultar superentretenida y disfrutable, logra multiplicar sus claves de lectura y recupera la idea de que es posible apelar a la formación de un espectador despierto y lúcido mediante una buena narrativa de aventuras, llena de ironías, giros dramáticos, líneas de acción paralelas y personajes entrañables, de esos que nos dan ganas de abrazar. Ojalá todo el cine mainstream fuera tan tierno y estimulante como esta película; la angosta cartelera de nuestra ciudad resultaría menos deprimente.
1. Free Guy: tomando el control, de Shawn Levy. Estados Unidos, 2021.
2. Disponible en https://dev.brecha.com.uy/exabrupto-de-hemoglobina/.