Nunca olvidaré la primera vez que escuché una composición de Andriessen. Fue Hoketus, en 1981, no tan lejos de cuando fue compuesta (1976). Llegué ahí de completa casualidad y sin saber qué iba a ver: una amiga argentina me pidió que entregara un paquete a uno de los músicos y él me invitó al concierto, en una ciudad periférica de la Gran San Pablo, con un grupo brasileño. Se trataba de una obra curiosa, ya en lo visual y en la formación. Dos grupos de conformación idéntica se ubican simétricamente en el escenario, lo más apartados posible el uno del otro. Cada grupo incluye una zampoña, un saxo, piano, piano eléctrico, bajo eléctrico y un par de congas, es decir, instrumentos completamente diferentes a los asociados con la música erudita. La zampoña remite a la música andina, y eso, en esa época, tenía connotaciones de izquierda debido a la asociación con la música chilena del gobierno de Allende y su posterior derrocamiento por una dictadura sangrienta, entonces vigente. El saxo y el piano eléctrico parecían remitir al jazz o al rhythm and blues, y el bajo eléctrico, al rock o al rhythm and blues. Las congas eran caribeñas. Quedaba el piano de cola como único resquicio de ese mundo de conservatorios, conciertos y orquestas. Todos los instrumentos estaban amplificados, como en un show de música popular, con lo que el sonido nos llegaba fuerte, contundente, cercano. Los 12 músicos eran jóvenes, varios de pelo largo, y se vestían como gente, lo cual, en mi concepto de veinteañero, quería decir remera, vaqueros, championes o sandalias y similares, por oposición a vestirse de pingüino los varones y con vestidos emperifollados las mujeres, que siempre me sonó como esa idea de que para tocar folclore había que usar poncho.
Yo era un estudiante de música relativamente avanzado y sabía perfectamente qué era un hoqueto, esa técnica medieval de construir una melodía distribuyendo las notas entre dos músicos y propiciar, así, una sensación de mosaico: es posible percibir la continuidad de la figura, pero también la discontinuidad entre cada una de las piedritas que la componen. Aquí el principio se radicalizaba: cada grupo tocaba siempre en bloque, pero nunca hacía dos notas seguidas, siempre alternaba con el otro. Las notas de cada grupo conformaban un acorde muy disonante, lo cual se acentuaba con la sonoridad áspera de la zampoña soplada fuerte, el timbre rasposo del saxo, el golpe de la conga y la profundidad del bajo. La micropulsación estable y la alta tasa de repetitividad remitían al minimalismo estadounidense. Pero, mientras que Terry Riley, Philip Glass y Steve Reich solían envolvernos en sonoridades suavemente hipnóticas, lo de Andrie-ssen era ríspido, había pasajes que sonaban como una locomotora. El ritmo era poderoso, pero también desconcertante, ya que cambiaba de acentuación en forma permanente expandiéndose, contrayéndose, cambiando el pie del grupo de la izquierda al que estaba a la derecha del escenario y viceversa. El líder, que tocaba una de las zampoñas, pasaba las señales de dirección con gestos amplios, lo que agregaba más rock a la experiencia. El resultado era una música llena de empuje, gozosa y energética, pero también arrolladora, un poco inquietante. Había algo movilizador, inteligente y vital. Me hice fan.
MÚSICA ERUDITA DE IZQUIERDA
Louis Andriessen nació en 1939 en Utrecht. Su padre, Hendrik, y su hermano mayor, Jurriaan, fueron compositores. Tenía un tío y dos hermanas más que eran instrumentistas. Su formación básica la tuvo en casa; hizo sus estudios formales en el Conservatorio de La Haya y, ya como un joven compositor premiado, fue alumno particular de Luciano Berio (1925-2003) en Milán y Berlín, de 1962 a 1964. Berio fue uno de los principales exponentes de la llamada generación de Darmstadt, caracterizada por una música muy compleja y estricta, atonal, amétrica, atemática, basada en criterios de estructuración desvinculados de cualquier tradición, contraintuitiva. Andriessen se familiarizó con esa modalidad, pero Berio tenía otra faceta: un vínculo con la música popular y la cultura pop en general, algo que contribuyó a potenciar las inclinaciones de su alumno.
La generación de Andriessen, que es la misma del uruguayo Coriún Aharonián, por citar un ejemplo que puede resultar familiar a los lectores, fue marcada a fuego por los eventos político-culturales que van desde la revolución cubana (1959) hasta las revueltas estudiantiles de 1968 y 1969. También fue afectada por el reacomodo general de los espacios de acción musical, con la afirmación de la música pop, el surgimiento del rock, el jazz de vanguardia (free jazz), el desarrollo de las tecnologías electroacústicas y la sensación de que la música erudita dejaba de ser «la música» o «la música seria» y pasaba a ser un algo que todavía no se sabía qué era ni qué debía ser. Y ni que hablar del más o menos reciente concepto de juventud y de la asociación de juventud con rebeldía y nuevas formas de comportamiento. Mientras esos ímpetus de cambio estuvieron encendidos y se percibían como inminentes ciertos cambios sociales radicales, alguien comprometido con esas intenciones de cambio y espíritu juvenil, que sentía vocación por la música erudita, tenía mil preguntas para hacerse. Andriessen transitó por distintos puntos de vista y participó en debates con colegas que defendían otras posturas: ¿La música erudita puede ser revolucionaria? ¿Tiene sentido plantear propuestas revolucionarias para un público que no integra las clases trabajadoras? ¿Tiene sentido simplificar la música erudita para que sea más accesible y así, supuestamente, «atraer al pueblo» o esto es paternalismo y más vale preservarla en su complejidad y extrañeza en la forma de un desafío o meta? ¿La música en sí misma puede ser revolucionaria o tan solo los textos y las actitudes que la circundan? ¿La música tiene significado?
Andriessen y varios de sus compañeros jóvenes del agitado medio musical holandés compartían el afán de sacudir las estructuras institucionales de la música erudita: el ritual aburguesado de los conciertos, la institución de la orquesta sinfónica, la simbología nada democrática inherente a la autoritaria figura del director de orquesta comandando a la masa de músicos asalariados con su batuta o del compositor que impone al intérprete un rol puramente mecánico, funcional, en el que el intérprete se sacrifica sin compartir el goce y el acto creativo. Pero entonces venían otras cuestiones: ¿Cómo financiar una música erudita alternativa por fuera de esas instituciones? ¿Los músicos de las orquestas desean ser liberados de la autoridad del director? ¿Es posible una revolución sin organización, disciplina y autoridad?
Ya residiendo en Ámsterdam, Andriessen integró un trío de niños terribles con Mischa Mengelberg (1935-2017) y Peter Schat (1935-2003). Los tres se destacaron por primera vez en 1962 como integrantes del colectivo Mood Engineering Society, dedicado a performances neodadaístas multimedios, en una línea similar a la del grupo Fluxus, de Estados Unidos, es decir, incorporando elementos aleatorios, improvisados y, muchas veces, participación del público. Hacia 1966, los tres se sumaron al colectivo Provo, de ideología anarquista. En una entrevista de 1968, Andriessen decía: «Si la música tonal es una forma de feudalismo y el dodecafonismo es la democracia, entonces la anarquía es el futuro y, por lo tanto, la falta de estilo va a crecer en importancia».
Lo de «falta de estilo» –visión que tenía Andriessen de una anarquía musical– era lo mismo que el ruso Alfred Schnittke llamó poliestilística, es decir, un menjunje desconcertante y provocador de referencias incongruentes. En las composiciones de Andriessen de esa etapa, como Souvenirs d’enfance (1966), Anachronie I y II (respectivamente 1967 y 1969), Contra tempus (1968) y De negen symfonieën van Beethoven (indicada «para orquesta y campanita de vendedor de helados», 1970), se alternan pasajes neoclásicos o románticos con otros abstractos o agresivamente disonantes, citas de Bach, Beethoven, Brahms, del padre y del hermano de Andriessen, melodías europop como las que se oían en el Festival de San Remo (con batería y todo), fragmentos que suenan a banda sonora de película de Hollywood o a Michel Legrand.
Los happenings de Provo ganaron fama, además de por sus propuestas estéticas provocadoras, por la cantidad de veces que terminaron en disturbios violentos enfrentando participantes y Policía. En 1969, Andriessen, siempre junto a Schat y Mengelberg, estuvo entre la veintena de manifestantes condenados a una semana de prisión por boicotear un concierto de la Orquesta del Concertgebouw como protesta contra su política cultural aburguesada. El Concierto Político Demostrativo Experimental que Andriessen, Schat y Mengelberg emprendieron en mayo de 1968 en la sala Carré –un teatro de cabaret– fue pensado, en palabras de Andriessen, para «subrayar nuestras convicciones políticas y declarar nuestra solidaridad con la revolución mundial». El programa impreso venía interpolado con citas de Lenin, Trotsky, Mao, Che Guevara, Marcuse y Adorno. La tendencia, sin embargo, era considerar a la música como algo autónomo y abstracto, y asumir que la dimensión política estaba en la manera de presentar esa música al público.
Una fuerte influencia del maoísmo, que incidió sobre Andriessen hacia 1970, propició un cambio de perspectiva. Andriessen empezó a pensarse no solo como un compositor que era militante, sino como un compositor de música militante. Primero vino la ópera Reconstructie (1969), compuesta en coautoría con Mengelberg, Schat, Reinbert de Leeuw y Jan van Vlijmen, llena de alusiones al imperialismo estadounidense, cuya puesta incluía una estatua de 11 metros de alto del Che Guevara y actores desnudos en el escenario. En 1971 Andriessen presentó Volkslied («Canción del pueblo»). Fue la primera de sus obras en manifestar una influencia del minimalismo estadounidense en el recurso a procesos graduales basados en repetición, un micropulso estable y un tratamiento de las alturas que, aunque no tenía nada de clásico, tampoco respondía a lo que se venía concibiendo como una atonalidad ortodoxa. En ella, el himno nacional holandés se iba convirtiendo gradualmente en «La internacional». Cuando arribamos a esta, el tema suena con acompañamiento de piano y se suma un contingente de cantantes, que pueden ser algunos de los instrumentistas, cantando la traducción holandesa del himno de izquierda, y el público es invitado a sumarse al coro. Aparte de la influencia estadounidense y de la elemental lógica programática de sustituir el nacionalismo por el internacionalismo obrero, hubo otra influencia de una fuente muy cercana: la serie de grabados titulados Metamorfosis, en las que M. C. Escher venía trabajando desde 1968. Volkslied fue estrenada en Rotterdam, el epicentro de las movilizaciones obreras de Holanda. La obra está concebida con instrumentación abierta, es decir, puede ser tocada por cualquier cantidad de instrumentos de cualquier tipo, con tal de que puedan emitir las notas que están escritas. Es muy fácil de leer y de tocar, lo que abre el camino para que sea interpretada por no profesionales. En la función del estreno hubo una convocatoria abierta para quienes quisieran participar y se instaba a permanecer luego para un debate sobre «la función de la música en nuestra sociedad y la función social del músico».
En la década del 70 se consolidó el conjunto particular de influencias que definirían a Andriessen por el resto de su carrera. Sobre todas las cosas, el amor por el Stravinsky del final de la fase rusa, pero también Charles Ives, Hanns Eisler –el compositor militante que musicalizó buena parte de las obras teatrales y poemas de Brecht–, algo de Berio y Stockhausen, algo de rock y la relación dialéctica de aprecio crítico con su compañero de generación y condiscípulo de Berio Steve Reich. Se habló de Andriessen como el principal exponente de una Escuela de La Haya caracterizada por un nuevo enfoque de minimalismo, políticamente informado y crítico, y sonoramente áspero, agresivo, dramático. Aparte de la repetitividad y las disonancias, la música se caracterizaba por una apariencia global de montaje, donde las distintas secciones y texturas se sustituían por corte abrupto, con un sentido siempre intrigante e impredecible.
Por otro lado, siguiendo el ejemplo de Reich y Glass, Andriessen desistió de disputar una reforma en las estructuras existentes de la música erudita y optó por formar su propio grupo de instrumentistas, reclutados entre alumnos y amigos, varios de ellos también compositores y varios con experiencia también en música popular. Fueron dos grupos: Orkest de Volharding, fundado en 1972 y que sigue en actividad, y Hoketus, que se formó para tocar la obra homónima, pero permaneció hasta 1987 como un colectivo autogestionado, pautado, como fue parte del espíritu de la época, por intransigentes discusiones estéticas y políticas. Hoketus ganó la reputación de ser un grupo de música «pesada, fuerte, disonante y brutal». Andriessen podía partir de esos grupos para armar sus obras nuevas y espectáculos, cuyo interés trascendía a la música erudita y alcanzaba el ámbito del rock experimental o del pop conceptual, y ambos grupos empezaron a tocar obras de varios otros compositores, desde Philip Glass hasta Frank Zappa o Brian Eno. En 1989, un grupo de músicos británicos formó Icebreaker expresamente para tocar el repertorio del ya disuelto Hoketus; pronto se embarcó en proyectos nuevos y permanece hasta hoy.
La producción de Andriessen en los años setenta incluyó un tríptico político integrado por Il duce (1973), Il principe (1974) y De Staat (1976), basados, respectivamente, en textos de Mussolini, Maquiavelo y Platón. Andriessen estaba en expreso desacuerdo con esos textos, es decir, los usaba como antimodelos, una actitud que derivó del teatro de Brecht. De Staat («La república»), en particular, se estableció como un clásico de la música contemporánea y fue, junto con la instrumental Hoketus y Mausoleum (sobre textos del anarquista Bakunin, 1979), el trío de obras que estableció a Andriessen en el panorama internacional como un compositor de primera importancia.
A partir de ahí, la carrera de Andriessen transcurrió con mayor tranquilidad, aunque no menor intensidad. Tenía el puesto de profesor de composición en el Conservatorio de La Haya, llovían los encargos para nuevas composiciones y la mayoría de ellas fue pronto adoptada por conjuntos de distintas partes del mundo. Durante ese tiempo, mermaron los impulsos revolucionarios radicales y, aun si sus convicciones siempre estuvieron a la izquierda, ya no estaba el contexto de expectativa revolucionaria. La utopía de una música erudita alternativa, democrática y popular tendió a disolverse y Andriessen se desempeñó mayormente en los ámbitos instituidos de la música erudita. Compuso incluso –vaya reconciliación– una de las obras celebratorias de los 125 años de la Orquesta del Concertgebouw (Mysteriën, 2013).
En la década del 80, la obra de Andriessen entró en una etapa más introspectiva, austera, centrada en asuntos más filosóficos, como De Tijd («El tiempo»), basada en reflexiones de San Agustín, casi estática, transcurriendo sobre un mar de sonoridades suaves intervenidas por acordes fuertes en timbres percusivos. Compuso dos óperas con libreto y dirección escénica de Peter Greenaway (Rosa, 1988, y Writing to Vermeer, 1999).
Al ser esencialmente una persona creativa, nunca se dejó bloquear por crisis existenciales u otras ansiedades. Sencillamente produjo sin parar para la oportunidad que se le ofreciera. Cada una de sus obras tiene su carácter particular, abunda en ideas y está realizada con una técnica asombrosa. Louis Andriessen estuvo entre los compositores que reconectaron la escena de la música contemporánea con la melodía, el impulso rítmico y el drama, pero lo hizo sin caer jamás en la grandilocuencia retro o el new age dulzón de tantos de sus colegas más oportunistas, manteniendo siempre un filo de cuestionamiento, energía, sorpresa, rigor y libertad.