En estos días, de un lado del planeta, en pleno invierno, se reúne la elite empresarial y política en el Foro Económico Mundial que se celebra en Davos (Suiza). De nuestro lado del globo, en el Cono Sur, se padece una severa sequía, no solo en Uruguay, sino también en los países vecinos. Estos desarreglos climáticos no deberían llamar la atención a quienes están en Davos, si es que leyeron el Reporte de Riesgos Globales 2023 que allí se presentó.
La evaluación, resultado de la consulta a más de 1.200 personas, la mayor parte de ellas ejecutivos corporativos, ministros de finanzas, políticos o analistas, en el corto plazo alerta sobre riesgos tales como la inflación, el precio de los energéticos o posibles ataques terroristas. El aumento del costo de vida ocupa el primer lugar para el período 2023-2024. Ese tipo de consecuencias estarían articuladas con deterioros crecientes en la disponibilidad y costo de los alimentos, agua y recursos básicos como los minerales. Se alerta, además, sobre conflictos híbridos calificados como «confrontaciones geo-económicas» (que incluyen las guerras comerciales o las sanciones económicas).
Pero cuando se considera un horizonte de diez años todo cambia. Los cuatro riesgos más severos son todos ambientales (los tres primeros asociados al cambio climático y el cuarto, al colapso de la biodiversidad), le sigue la migración involuntaria en masa (por ejemplo, por falta de alimentos) y la quinta posición es otra vez ecológica (asociada al acceso a recursos naturales).
La evaluación a mediano plazo se aleja de asuntos económicos o financieros, en especial porque considera que son cada vez más altas las posibilidades de un fracaso en reducir las emisiones de gases que causan el cambio climático, y concluye que las medidas de adaptación son «inefectivas o muy inefectivas». Esa debacle ecológica tiene inmediatas consecuencias económicas. Sequías como las padecidas en el Cono Sur, inmediatamente, inciden en los precios y el comercio internacional de los alimentos, y, desde allí, repercuten en la base de sustentación de muchos gobiernos. Este tipo de encadenamientos se repite en otros asuntos y explica que los más ricos estén preocupados por la temperatura global y las emisiones de gases de efecto invernadero, no porque sean ecologistas, sino porque un grado más puede golpear sus negocios y su seguridad.
En efecto, los determinantes ecológicos y económicos producen, según el reporte, erosiones en la cohesión social y alimentan la polarización ciudadana. Es por esas cuestiones que muchos analistas ahora interpretan que se pueden encadenar múltiples crisis, en varias dimensiones a la vez, que desemboquen en colapsos sociales y políticos. Está en jaque la propia viabilidad del desarrollo capitalista.
PRESERVACIONISTAS Y REFORMADORES
Preocupaciones como estas llevaron a que, por lo menos desde 2019, se hiciera evidente un enfrentamiento en el seno de la elite empresarial y política que, esquemáticamente, responde a dos perspectivas. Una de ellas entendía que el desarrollo capitalista predominante se volvió insostenible, nos llevaría a una crisis civilizacional de escala planetaria y, por lo tanto, eran necesarias reformas. Una figura muy visible de estos «reformadores» es el presidente del Foro Económico de Davos, Klaus Schwab, quien reclamó en 2020 un «gran reinicio».
Las palabras y los conceptos son aquí reveladores, ya que ellos no dudan en usar la palabra capitalismo y reconocen que la situación es grave. Demandan acciones sustanciales que para el capitalismo convencional resultarían imposibles, tales como impuestos a los más ricos, desmontar los subsidios a los hidrocarburos, cumplir a rajatabla los acuerdos sobre el cambio climático, intervenir en el mercado y retomar la acción estatal en sectores como educación y salud. Estas ideas son apoyadas por individuos y empresas que se desempeñan en servicios, emprendimientos digitales o aquelllos enfocados en nuevas tecnologías.
También reclaman reformas varios economistas que en América Latina se volvieron más conocidos por su asociación a gobiernos progresistas (por ejemplo, Joseph Stiglitz con relación a la administración de Alberto Fernández en Argentina o, más recientemente, Mariana Mazzucato, que es invocada por el presidente colombiano Gustavo Petro).
El otro campo responde a los agentes económicos convencionales que rechazan ese o cualquier otro tipo de rectificación del capitalismo. Desean preservar mercados liberalizados sin intervención estatal, reniegan de los impuestos, niegan o minimizan el cambio climático y quisieran mantener privatizados los servicios públicos como la educación y la salud. Los animadores más conspicuos son las corporaciones petroleras y mineras, los gigantes del comercio en agroalimentos y los agroquímicos, todos ellos particularmente visibles en América Latina.
La polémica en el Norte es, por momentos, muy dura; por ejemplo, algunos analistas europeos ultraconservadores tildan a Schwab de «comunista». Pero esa discusión y sus implicancias pasan casi desapercibidas en Uruguay como en buena parte de América Latina. En Colombia, el nuevo gobierno encaminó una reforma tributaria que es más modesta que la propuesta del Foro Económico de Davos, pero los sectores conservadores en ese país reaccionaron como si tuviera la radicalidad de una izquierda extremista. Entre las elites empresariales y políticas latinoamericanas casi no hay reformistas, y, en su mayoría, no saben o no entienden lo que plantean algunos que son más ricos y tienen más poder que ellos en el Norte.
Pero no debe perderse de vista que los reformadores, sea el Gran Reinicio, Stiglitz u otros, en ningún caso proponen abandonar el capitalismo ni rompen con concepciones básicas tales como el crecimiento económico. En general, postulan distintas regulaciones de los mercados y el fortalecimiento estatal, invocando metas tales como lograr equidad, reducir la pobreza o evitar estallidos sociales.
Lo grave en todo esto es que el propio análisis de riesgo del Foro Económico de Davos muestra que una mera reforma del capitalismo no nos salvará de una crisis múltiple. Las soluciones necesarias implicarían, por ejemplo, abandonar el uso generalizado de hidrocarburos o volcarse a la agroecología, cambios que, entre otros, son radicales y que ninguna variedad de capitalismo asumirá.
EL NO-DEBATE EN URUGUAY
Este tipo de discusiones no tienen protagonismo en Uruguay. La actual gestión gubernamental es ideológicamente análoga a la de esa elite que rechaza cualquier rectificación o ajuste en el capitalismo. Mientras, los reformadores reclaman moratorias petroleras, la administración de Lacalle, desesperadamente, busca hidrocarburos en nuestros mares, por ejemplo. Al mismo tiempo, la gestión se ha volcado tan a la derecha que no sorprendería que se defendiera alguna reforma que terminaría siendo igual a la planteada por aquellos millonarios, como si eso bastara para una identidad de izquierda en el Frente Amplio.
Se hace evidente una disociación entre las discusiones y los temas abordados en Uruguay y la realidad de una elite global que discute intensamente si reformar o no el capitalismo. Aquí el barullo ha estado en si recibimos o no un récord de turistas, mientras los empresarios y políticos en el Norte leían un informe que les alertaba, por ejemplo, sobre los riesgos referidos a alimentos y aguas en el futuro inmediato. Aunque ese tipo de asuntos son esenciales para nuestro país, en tanto dependemos de la tierra y el agua, y que incluso padecemos una sequía, no analizamos detalladamente cuáles son los riesgos que enfrentamos, cuáles son las reformas necesarias y si basta una rectificación del capitalismo. Parecería que todo nuestro elenco partidario aborda las coyunturas con las mentalidades del siglo pasado y sigue sin entender el siglo XXI. No faltarán los que retruquen que considerar la reforma o el colapso del capitalismo expresa vocabularios e ideas pasadas de moda, pero esa es, justamente, la discusión que debemos iniciar. Otros ya lo están haciendo.