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Planeta poesía

Colmada, la Sala Vaz Ferreira de la Biblioteca Nacional entera aplaudió de pie a Ida Vitale, que se reencontró así con Uruguay y su gente a través de su poesía.

Fotos: Manuela Aldabe

Los astros se alinearon: el jueves 19 era el día de la inauguración del II Congreso Lasa Cono Sur y era, es, un viaje de ida para la poeta que ha decidido regresar a Uruguay –“donde están mis hijos”– después de una larga residencia en el extranjero que inició junto a su esposo, el poeta Enrique Fierro, con el exilio en México en los inicios de los años setenta y se extendió por casi tres décadas en Austin, Texas. En medio hubo un intermedio uruguayo, cuando Fierro fue director de la Biblioteca Nacional en el primer gobierno democrático, en 1985. Al fin de su recital Ida agradeció la velada que le traía una mezcla de alegría y tristeza por el recuerdo de Enrique, muerto apenas un año atrás.

Toda esa carga simbólica no pareció pesar en nada en la levedad traviesa con que se mueve esta poeta adolescente a sus 93 años, como tampoco pesaban los premios que se acumularon sobre ella y su obra últimamente y que, sin embargo, es preciso aquilatar en su extraordinario prestigio –el Octavio Paz (2009), el Alfonso Reyes (2014), el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2015), el Federico García Lorca (2016), el Max Jacob (2017)–. Frente a éstos, Uruguay queda rezagado, salvo, como recordó Hugo Achugar en su presentación, por el reconocimiento de la Universidad de la República, que le otorgó un doctorado Honoris Causa en 2010. El reencuentro entonces tenía algo de reparación, pero todo eso que pudo pasar por la mente de un público grande y variado de jóvenes, de académicos, de poetas, de amigos y colegas, de uruguayos y extranjeros, de memoriosos y recién estrenados, debió acomodarse al tono que Ida Vitale impuso con espontaneidad, dominio escénico y carisma. Ella fue no sólo la celebrada sino la protagonista, la directora y dramaturga de su escena que impuso a todo y a todos el idioma de la poesía. De su poesía diáfana, inteligente, precisa, enamorada de la música, de la naturaleza y la cultura, erudita en sus pasiones, implacable, a veces, intelectual en su humor, irresponsable de otros deberes. La Latin America Studies Association (Lasa) se define por su radicalidad política y su inclinación culturalista o sociológica, rasgos que no están entre las afinidades electivas de Ida Vitale, pero es posible que esa diferencia acrezca el sentido de su presencia, no como exhibición o mérito de una pluralidad cosmética, sino como síntoma de un grado de madurez intelectual que no eluda la diferencia ni el disenso.

En su presentación, Hugo Achugar recordó la audaz vitalidad de Ida al volante y la dificultad de su poesía. Recordó un verso que está en el poema “Mi homenaje”, que luego ella leería y que entre la diversidad de cosas que celebra (“al que plantó cada árbol/ sin pensar, para siempre […] al conductor del ómnibus, cumplido, sonriente,/ que levanta una tarde/ con su simple saludo”, “al que se acuerda de mí” y “al que me olvida”) dice: “A quien en su país desvencijado/ ose decir su parecer riesgoso”, verso que sin duda nos está dedicado. Ida inauguró su voz y rompió el hielo diciendo “sin embargo no maté a nadie con mi fusca”, y no rehuyó el duelo que lleva con su patria, o por su patria, y, siempre a través de la poesía, eligió leer, entre muchos poemas, “Agradecimiento”, del que dijo, “hay cosas que ya no creo y otras que sí, pero así fue escrito el poema y así lo leo:

Agradezco a mi patria sus errores,

los cometidos, los que se ven venir,

ciegos, activos a su blanco de luto.

Agradezco el vendaval contrario,

el semiolvido, la espinosa frontera

de argucias,

la falaz negación de gesto oculto.

Sí, gracias, muchas gracias

por haberme llevado a caminar

para que la cicuta haga su efecto

y ya no duela cuando muerde

el metafísico animal de la ausencia”.1

El día anterior estuve en su nueva casa montevideana, un apartamento en Malvín desde donde ve un poco de mar por entre la crecida barrera de edificios de la rambla, para intentar una entrevista. Asombrada (¿intimidada?) por la inteligencia y la densidad que encontraba o reencontraba en la levedad prístina de sus versos, había preparado una serie de preguntas empeñosamente acordes. Encantadoramente me habló durante tres horas, sin responder ninguna. En su lugar me dio aleccionadamente una imagen de su manera de vivir toda la cultura, que adquirió desde la niñez, casi como quien respira. Pensé: como su querido Onetti, es de los escritores que no gustan de teorizar sobre lo que escriben; pensé: habita la cultura y la poesía como un pez el agua, es su hábitat natural; pensé que pertenece a esa especie en extinción que son los grandes autodidactas aunque reconozca grandes maestros, y concluí que Ida Vitale vive dentro de ese otro idioma que decía Proust, el idioma extranjero de la literatura en un planeta o galaxia llamada poesía. Y que a ella, que tradujo a Bachelard y a Pirandello, le es arduo traducirse a un lenguaje corriente en el que no vive.

Al mismo tiempo es hospitalaria con el universo y curiosa, por eso su edad no será la infancia que tanto invocó cuando nos encontramos, sino la adolescencia. Con la tentación lista a desobedecer y aun a provocar a flor de piel. Y con la ironía.

Su hija Amparo le recordó que al otro día tendría su lectura y que habría que prepararse. “¿A leer? Eso lo aprendí hace muchos años”, respondió divertida. Y, como hace siempre, armó ante el público su lectura sobre la marcha. Leyendo de su Poesía reunida, recientemente editada en Uruguay por Tusquets –otro azar feliz–, en el orden insubordinado en el que hace un tiempo ha decidido presentar su poesía, con los poemas más recientes al comienzo y los más antiguos al final. Porque como ha dicho Aurelio Major, Ida es una irregular. En esos gestos tácitos sí puede leerse su teoría de la poesía y de cómo desea ser leída. Leyó entonces de un ejemplar que le prestó una estudiante en el momento, porque había olvidado traer el suyo. Y leyó en el azar en el que no cree, mirando en lo posible las caras del público para que fuera también un diálogo y dejándose tentar alguna vez por la travesura de una sutil provocación.

Aquí, entonces, parte de la larga no-entrevista, que así podríamos llamar a este diálogo en honor a su amada Alicia, la de Carroll, su afín heroína. Aliviados ahora al saber que Ida Vitale está de regreso y el diálogo recién empieza. “Podés volver”, me autorizó al despedirme.

—Me gustaría hablar de poesía, de las cosas que encuentro en tu poesía, un poco como hizo Gil de Biedma para leer a Jorge Guillén. La flora y la fauna, que abundan en tus poemas, sus geografías. La naturaleza, la música, los pájaros, el misterio, la cultura, los libros de los otros, las palabras. Podríamos empezar por el “misterio”, alguna vez dijiste que descubriste el misterio cuando una maestra te hizo conocer un poema de Gabriela Mistral sin explicarlo.

—No era maestra, fue una practicante, una estudiante avanzada de la Escuela Normal, y la escuela Brasil era una escuela de práctica, y sí, ella leyó el poema y yo no entendí nada. A veces pienso que esa lectura que no entendí…, y como no entendía, me volvía aquello. Era muy claro, es un poemita de… (se pone a recordarlo) “La hora de la tarde, la que pone/ su sangre en las montañas/ Alguien en esta hora está sufriendo;/ una pierde, angustiada,/ en este atardecer el solo pecho/ contra el cual estrechaba…”; y a mí ese “alguien” y ese “una” que no sabía bien quiénes eran ya me ponían en estado de incertidumbre y de excitación.

—El misterio aparece hasta ahora, creo, en tu poesía. ¿Crees que has hecho una estética de ese misterio que te atrajo? Quiero decir, que tu poesía no explica, prefiere la elipsis y huye de la didáctica, ¿no?

—Es enfrentarte a algo que es una dificultad. Bueno, eso puede ser en el sentido en que no me he interesado por la poesía política, o como no me interesa mucho, por ejemplo, Lucrecio, alguien que te enseña a través de la poesía. Me parece que no es el campo, ¿no? Hay otros vehículos para aprender o para enseñar. Detesté de niña las fábulas. No me hablaras de Esopo. Era como decirme que tenía que tomar sopa. Supongo que lo que pasaba era que me indignaba que me estuvieran explicando algo que de pronto yo ya sabía, y es algo que a los niños les molesta mucho, cuando los disminuís explicándoles algo que ellos ya saben.

—Y la moraleja.

—Sí, sí, las moralejas. Tan redundantes, ellas.

—Dejemos las moralejas y hablemos de las plantas, otra cosa que hay mucho en tu literatura. “Ah, de las plantas”, dice un poema, remedando a Quevedo, “Ah, de las muchas que he cuidado”.

—Eso es consecuencia de la vida. Yo tuve una tía a quien no conocí, que ayudó a Arechavaleta a crear el Jardín Botánico. Llevo su nombre, Ida, y también lo llevaban tres de mis primas porque era adorada en la familia y murió joven; los hermanos la adoraban. A mí me tocó heredar el cuarto de ella y una biblioteca llena de cajitas blancas con bichitos, y también su microscopio. Mi abuela, además, daba los nombres científicos de toda planta, lo que había aprendido de su hija. Esa Ida llevaba un jardín que no conocí porque cuando murió ella, mi abuela quiso irse. Donde yo viví había un jardín pequeño al fondo que tenía una planta que acabo de descubrir en lo de Amparo, mi hija. Era un arbustito que tenía unas hojas grandes, largas, que perdía en invierno, y la flor era como la del membrillo de jardín, con esa flor rosa fuerte pegada a la rama, no tiene pecíolo. Así es el ilán-ilán, pero la flor es amarilla. Amparo lo tiene bajo el laurel y está mal porque necesita sol; le dije que llame al Jardín Botánico, que le digan cómo transplantarlo.

—Pero el ilán-ilán está entonces también en tu poesía, porque hasta ayer no supe que era el nombre de una planta. ¿Ilán-ilán?

—Viene de ylang-ylang, porque es de origen filipino y del tagalo. Se usa en creación de perfumes, pero debe ser usado con extrema discreción porque es un perfume poderoso. Yo lo reencontré en Italia un día de invierno en Roma, pero tenían plantado en doble fila. Es un perfume que lo tengo metido acá (y se señala no la nariz sino la frente, entre los dos ojos), pero desde mi infancia lo habré sentido apenas cinco veces.

—¡Tu recuerdo proustiano! Ahora sé que lo leí en Léxico de afinidades. (Estaba al comienzo, en la entrada de otra planta, la aspidistra: “El ilán-ilán exótico, con el prodigioso perfume –entre rosa y violeta– de sus frágiles, caedizas flores amarillas, quedó como preciosa mejora en el jardín dejado atrás, como una excesiva nostalgia inexplicable, como una cita pospuesta por media vida, que se cumplió, inesperada y fugazmente, una mañana de enero en Roma, en los jardines de Tiberio, altos y helados, cuando el llamado de un aroma, al principio inapresable, que el corazón reconoció antes que la conciencia, me hizo correr hacia la doble fila oculta de arbustos oxidados” . Sos una erudita, Ida, en todo.

—No soy una erudita ni siquiera en plantas, sólo estuve cerca.

—Hay una historia que dice que Unamuno paseaba junto a Villaespesa y éste pregunta: “¿Qué flores son esas, don Miguel?”. Y Unamuno responde: “Los nenúfares de sus sonetos”. Eso no te va a ocurrir jamás a ti. Y recuerdo un ensayo de Octavio Paz, precisamente, en el que explica la ajenidad que da no poder nombrar el paisaje cuando se vive en otra lengua, y que surgía, creo, de una conversación con una mexicana que vivía en Estados Unidos y decía no poder nombrar las flores que admiraba. A ti tampoco te pasaría eso. Pasando al rubro pájaros, te apropiaste de los pájaros de México y conocés sus nombres. Hay uno, el sinsonte, al que le dedicás toda una serie.“Canta por su especie como no lo hace el hombre”, decís, y“no le importa sensato lo pasajero, lo que abajo pasa,/ gente sin ton ni son, sin música/ agobiada de urgencias”.

—Cenzontle, le dicen también en México, su hábitat es toda América del Norte. Pero para mí el sinsonte es Austin. Mockingbird le llaman. Canta todo el día, y como hay faroles sigue cantando toda la noche. No sé cuánto duerme un pájaro, éste se desvela. Es el pájaro burlón, como dice su nombre, porque piensan que imita a los otros pájaros, pero pasa que tiene una variedad de cantos y si tú pasás y le silbás, te contesta de alguna manera. Es como el estornino que nombra tanto Dante; el estornino aparece en cierta época, pero siempre está en grupo, y cuando le da el sol es precioso, verde y oro, un pico amarillo, pero arisco. El sinsonte no, se para siempre en una rama visible, baja, y canta, canta, y si uno pasa, canta. En Londres me pasó, que podía comer de la mano de uno, y eso es, creo, una prueba de civilización de un país, de la relación de los hombres con los animales. Y sólo lo he visto en Londres, te diré.

—Es raro que no seas consciente de la sofisticada y variada cultura tuya, o que la hayas naturalizado tanto.

—No sé, me crié en un mundo muy distinto, raro. En una casa bajo la sombra de un abuelo que no conocí, él viajó de Italia con un libro, La ilíada en griego y en latín, murió relativamente joven. Mis tíos se llamaron Pericles, Tito Mario, Julio Decio, y había toda una biblioteca que me deslumbraba. Mi tío Pericles, a quien yo quería mucho, me leía del italiano a Goldoni, yo me impacientaba porque a veces demoraba al hacer la traducción y yo pensaba que era porque se salteaba algo, que censuraba. Yo no tenía hermanos, me distraía con libros. Además me criaba con esa tía que era directora de la escuela en dos turnos, que trabajaba en el centro y tenía un taxi que la traía y la esperaba y se volvía a ir. Ella siempre decía: “A las maestras les pagan una miseria”, y era verdad. ¿Sigue siendo así? Mi tía tenía una amiga que me traía libros de una sobrina suya que era algo mayor que yo. Pero yo resentía tener que devolverlos: sentía el regalo y el despojo (la lectura da un derecho); sólo lo hacía porque era la forma de que me prestase otros, nuevos, por el deseo de conocer otros. Eulalia Campos, se llamaba, y me tomaba el pelo. Me decía: “Te hizo llorar mucho”. Genoveva de Bravante era el libro. Ah, eso me recuerda que no he visto ahora entre mis cosas el grabado antiguo de esa Genoveva que tenía en mi otro apartamento. Debo preguntarle a Amparo. No sé si era santa, hay una historia con una gruta, no sé si el pérfido Boldo, que la rapta o secuestra, es quien la lleva a la gruta. En el grabado ella está arrodillada en la entrada y debe de estar amamantando, porque está desproporcionadamente exhibida. Hace años que no lo veo, debo de estar reconstruyéndolo.

—Ida, entre los más recientes poemas de esta edición de Poesía reunida hay dos que me gustan. Uno es “Un pintor reflexiona” y el otro “Accidentes nocturnos”; me gustaron mucho. En el primero, que habla del insomnio, se nombra a la música, que es salvadora. Cómo entran la pintura y la música en la poesía y cómo antes en tu vida.

—Sí, la poesía y la pintura han sido dos afinidades que me han acompañado siempre.

—En Léxico de afinidades aparecen dos pintores: Cabrerita y Klee, tan diferentes en varios sentidos pero de los que puede pensarse que son con los que sientes esa afinidad.

—Hay tres pintores, el otro es Giorgio Morandi, que no sólo me parece un pintor increíble, uno de los mayores, con excepción de unas acuarelas que no entiendo por qué las hace. Pinta bodegones y objetos pequeños domésticos. Es un pintor que sólo sale una vez de Bolonia, donde vive toda la vida con dos hermanas; va una vez a Suiza por una exposición, pero fuera de eso no se mueve. A su muerte, en 1960, los boloñeses se dan cuenta de su valor. Fuimos especialmente a ver su museo. Yo lo había descubierto antes en Montevideo, porque hubo una exposición de pintura italiana por allá por los años cincuenta, y había un solo cuadro suyo, pero cuando lo vi, todo lo demás se me borró. No recuerdo nada más que el Morandi en una sala de exposiciones que había en el Solís, arriba de donde estaba el Museo de Historia Natural. El hecho de que fuesen botellas, objetos cotidianos, lo de siempre, pero era una maravilla de ritmo, de color y de simpleza.

(A Giorgio Morandi –1890-1964– está dedicado el poema “Un pintor reflexiona”, y fue el primero que Ida leyó en el acto de anteayer:

 “Qué pocas cosas tiene

este callado mundo

Más allá de mis Cosas. […]

No importa el sol, afuera.

Que le baste Bolonia

y el ladrillo ardoroso

y en mera luz y sombras

me deje entre mis cosas”.)

 —También has dedicado un poema a Ingres, y mencionado a muchos, ¿puede haber otros pintores que admires y que no hayan entrado en tu poesía por alguna razón o con los que estés en deuda?

—No, quizás porque no tengo una lista de deberes. Espero que la cosa surja, cuando hay una afinidad siempre se encuentra el camino para que se manifieste. Con Morandi tal vez haya una relación, ya que es un pintor que se maneja con pocos elementos y comparto una necesidad expresiva con los elementos que van a integrar el poema.

—Hay un poema tuyo “Onettiano”, finísimo y al mismo tiempo, me parece, nada onettiano. Un homenaje, claro, no tiene por qué ser mimético, pero en este caso destaca la distancia entre el celebrado y el modo de la celebración.

—Yo lo quería mucho a Onetti. A veces pienso que yo soy mucho más del lado de Felisberto que del de Onetti, pero claro, me parece mejor persona Onetti que Felisberto. Eso es muy curioso: tenía buena relación con Onetti, recuerdo que una vez yo estaba enferma y Amparo era chiquita y en esa época Onetti se había separado de la madre de Litty y extrañaba mucho a su hija, y yo creo que venía a casa porque Amparo era de la misma edad que Litty. Fue una época en que vivimos en la casa del director de la Biblioteca Nacional, Trillo Pays. Ellos se habían ido a Europa y eran muy generosos. Vivíamos antes con los Maggi, pero ya con la niña era época de independizarse, ay. Por otro lado, Maggi y Ángel, ambos trabajaban en la biblioteca, se habían peleado (ahora sé que tenía razón Maggi). Esa vez Onetti empezó a jugar con Amparo y a juntar sebo de una vela con tabaco como si fuese comida. Era un juego, y Amparo entendía perfectamente que eso no era para comer, era ficción. Pero la cosa duró y le pareció que ella iba a llevarse eso a la boca y Onetti le pegó un grito; Amparo lo miró de arriba abajo y se retiró ofendida, tenía 2 años. Le dije: “Ves, es una lección sobre cómo tratar a las mujeres”. (Continuará.)

  1. Como aclara una nota al pie en el poema y como aclaró la poeta al leerlo, el último verso pertenece a Peter Sloterdijk. El poema está en Trema, de 2005.

 

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