Toda ficción es especulativa. Aunque el término se asocie generalmente a la ciencia ficción, cualquier narración tiene una relación intrínseca con la realidad, único espejo ante el que puede contrastarse. Es la vieja cuestión aristotélica de la verosimilitud, la semejanza a la verdad. Pero, contraria a su devenir etimológico, la inventio de la retórica clásica no es «inventar» en términos de crear, sino de descubrir: las ideas están, deben ser halladas. El artista de la palabra nunca saca nada de la galera, las cosas existen y él elige cuáles examinar y extrapolar hasta sus últimas consecuencias. Se pregunta «¿qué pasaría si?» y en la creación ensaya una respuesta, disfrazando, con una fachada más o menos evidente, la relación de la ficción con el mundo de los hechos reales.
Incluso en términos no tan generales, La invención de la muerte, última novela de la trilogía de policiales de Rafael Massa, es ficción especulativa. Las situaciones y los personajes nos son sumamente reconocibles. El misterio involucra a estancieros, banqueros, militares, a un periodista desencantado con el progresismo que descarga su frustración en una columna de un medio funcional a la derecha, un policía restringido por la burocracia de una justicia interesada –cuándo no, referenciando a Onetti– «más por los hechos que por su alma». Tan verosímiles son los personajes que el banquero, de apellido Peinado, es miembro de la Orden de Malta y culpable intradiegético de la crisis económica de 2002. La especulación, sin embargo, arranca a los personajes de la realidad y los pone a merced del asesino, un vigilante que reacciona frente a la injusticia de quienes mueren «por ser pobres» y ante la impunidad de los que contribuyen para mantener pobres a los primeros. En esa bolsa, para el asesino, también parecen entrar las letras como formadoras de opinión.
Con el modelo de la trilogía de Nueva York de Paul Auster, a la que hace un par de guiños, La invención de la muerte da un giro metaliterario. Es así que la violencia parece salirse de las manos del autor y volverse contra él. El asesino, en el comienzo de la novela, sienta las bases de todo su enfrentamiento con el periodista: «Nunca hiciste nada. O sí, aprovecharte de las circunstancias, siempre de afuera, inmóvil en un mundo de párrafos… Porque para vos, resguardado en vaya a saber qué, lo único que ha importado es el discurso vacío, la literatura…». A través de la referencia a Levrero desbarata la mitología de la labor periodística e interpela al escritor, a la vez, por su fetiche violento y al lector por su pasividad. Como si dijera «a vos no te dan los huevos», porque la masculinidad agresiva es también marca genérica.
La realidad que presenta Massa no es tan alternativa. A partir de los «hechos reales», lleva al extremo la violencia manufacturada de una forma que la mantiene familiar, si no la vuelve atractiva. Al fallar las instituciones, toma el lugar un vengador supremo, ya no para plantear la tan repetida pregunta de quién vigila a los vigilantes, sino para especular sobre quién los crea, cómo y con qué fin aparecen. El discurrir de la novela, sin embargo, es más profundo que el simple tópico que enfrenta las armas y las letras. El asesino parece ser un letrado más. En cualquier caso, resulta algo más que una justificación de quienes actúan en venganza ante la injusticia, algo más que una invitación a recomenzar una revolución poética y política. Se asemeja más a una advertencia. Al obligarnos a reconocernos en el extremismo especulativo se nos infunde la tarea de reconocer el origen y el medio de propagación de la violencia. Al preguntarse quién es el verdadero culpable, el inventor de la muerte, se revela también que las letras siempre han estado manchadas de sangre y que muchos crímenes podrían ir firmados, como en la novela, por recortes de diarios o incluso por máximas grecolatinas sacadas de contexto. O por fragmentos de Onetti. Es cuestión de hacerse cargo nomás.