Paz - Brecha digital

Paz

Pausa de ficción.

Chile

Considerábamos que hablar de paz era una especie de traición, una treta política. Lo que nosotros buscábamos era producir un cambio real unificando las demandas sociales. El gobierno se había adueñado del concepto. Para ellos la paz significaba que la gente saliera de las calles, que el pueblo dejara de reclamar por lo que era justo, que el país volviera a la normalidad.

—¿Pa’ qué? –decía Torres–. Pa’ que todo vuelva a ser como era y nos sigan metiendo el pico en el ojo. Pa’ eso.

Ese día nos reunimos a primera hora en una esquina de Santo Domingo. Torres lidiaba con un extraño mal que le paralizaba todos los músculos del cuerpo cuando sufría una crisis nerviosa. Una semana antes, su psiquiatra le recetó unas pastillas para contrarrestar la dolencia. Que no las mezclara con alcohol, le advirtió. Pero a Torres le gustaba disfrutar de la “cervecita posmarcha”. Cuando los pacos te habían mojado, golpeado y gaseado, tomar esa cerveza era como volver a la vida. Así que las pastillas fueron a dar al fondo de su bolso.

El mayor gasto no lo representaban las telas (muchas de ellas no eran otra cosa que sábanas blancas reutilizadas), sino la pintura con que las escribíamos. Rojo, negro y azul, principalmente. Por eso cuando una chica llamada Carmen ofreció hacerse cargo de los botes de pintura, y no sólo eso, conseguírselos todos, para nosotros fue un alivio. “Mi pequeño aporte a la causa”, dijo.

Los representantes de las cinco universidades estuvimos de acuerdo con juntarnos en el galpón de Santo Domingo ese viernes, a las ocho de la mañana, a escribir las pancartas. La marcha partía a las 11 en Parque Almagro, y en sus alrededores ya se percibía una fuerte presencia policial. Según nuestros informantes, el guanaco se encontraba estacionado en la calle Zenteno, dos zorrillos aguardaban detrás de Los Sacramentinos y cuatro buses repletos de pacos esperaban en Eleuterio Ramírez a que les fuera dada la orden para entrar con todo.

Esta vez fuimos más listos.

Lo de Parque Almagro no fue sino un volador de luces. Un truco para confundir a la Policía y a los medios de comunicación, que desde hacía un tiempo no hacían más que tergiversar los hechos y deslegitimar el movimiento. Funcionó. El puente Pío Nono era el lugar de encuentro fijado. Al llegar ahí desenrollamos los lienzos y armamos los soportes de madera. En pocos minutos la calle se atiborró de gente. Elevamos las enormes pancartas por encima de nuestros hombros y partimos marchando en dirección a Plaza Italia. A cada paso que dábamos, más personas se sumaban. Éramos miles de ciudadanos unidos por una causa común y sin ningún paco alrededor. La hicimos. La batucada pasó adelante. Torres cargaba un altavoz al que le habíamos puesto pilas nuevas. Inventaba gritos que la muchedumbre coreaba enseguida, por lo menos hasta que cruzamos Merced. Cuando cruzamos Merced, algo pasó.

Las frases escritas sobre los lienzos comenzaron a diluirse. Los colores, los dibujos esbozados en cada una de las enormes pancartas se desvanecieron, los textos se evaporaron. En su lugar surgió el blanco luminoso de la tela impoluta.

—La pintura, conchetumadre, ¡la pintura! –grité intentando agarrar las palabras con mis manos, como queriendo evitar que las consignas se volatilizaran.

Carmen, la chica que había contribuido con los tarros de pintura, desapareció igual que las letras de 30 centímetros que yo mismo teñí sobre el banderín vertical que cargaba en mi hombro izquierdo. Miré por encima. Todos los letreros y carteles lucían blancos, absolutamente blancos. La masa enmudeció de pronto, como si al desaparecer las frases hubieran también desaparecido nuestras voces. Una sensación de misteriosa desnudez se apoderó de la colectividad. Nos invadió el pudor, un pudor que nos desorientó por completo.

De la parte superior de un container instalado sospechosamente en la vereda, se abrió una trampilla. Cientos de palomas blancas emergieron desde ahí batiendo sus alas con desesperación. Surcaron el cielo como una nube trepidante, revoloteando sobre nuestras pálidas telas y rostros perplejos. Vista desde arriba, la imagen debió haber sido asombrosa, casi celestial. Un helicóptero del Canal 7 grabó el acontecimiento. Los ojos de la multitud se extraviaron entre las nubes. No bajaron más de allí.

Torres abrió su bolso, buscó las pastillas. Sus músculos empezaban a contraerse.

—Todavía no han ganado la guerra –comentó con el rostro medio entumecido.

A mí me pareció una frase acertada.

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