Desde hace cierto tiempo hay una tendencia, que aflora por aquí y por allá tras diversas máscaras ideológicas, consistente en que los planes de estudio deben apuntar a «lo que sirva para trabajar». En algunos casos, además, se intenta adosar la idea de que lo que sirve es aquello que está vinculado con la tecnología. Incluso dentro de las ciencias, es mucho más difícil conseguir presupuesto para proyectos de ciencias básicas que para aplicadas, por más que nadie pueda negar que los conocimientos de las segundas provienen, casi por definición, de las primeras. «La inmortalidad del cangrejo» es una frase que ha sido acuñada para referirse con menosprecio a la necesidad de saber por saber, de la que surgen, dicho sea de paso, muchísimos saberes que acaban teniendo aplicaciones impensadas, y que jamás habrían visto la luz si nos hubiéramos limitado a buscar dentro de «lo que se precisa».
Cuando hablamos del arte es lo mismo, solo que presentar las actividades artísticas como algo esencialmente inútil, un lujo para niños ricos o un vicio más o menos tolerable (siempre y cuando se mantenga del lado del bien), requiere menos elaboración. Tanto el científico loco como el artista soñador y con los pies muy lejos de la tierra, clichés elaborados no sé cuándo pero ampliamente difundidos, colaboran con ambas ideas.
Pero esta nota tiene otra cara, que se llama «pase verde». La expresión se refiere a la exigencia de estar vacunado para asistir a determinados espectáculos públicos. En realidad es así: si yo (artista o productor) solo acepto vacunados, se me permite un aforo mayor, por lo que gano más dinero. En una situación de crisis financiera de los artistas, «más dinero» debería tener un sentido menos peyorativo (o menos vinculado con la ambición desmedida y la corrupción de las ideas) de lo que algunos pretenden, pero así es como se lo plantea. La idea del pase verde despertó críticas airadas y, sobre todo, muy variadas: desde las pintorescas de quienes comparan a quien actúe ante vacunados, así como a su público, con racistas o fascistas (hay que reconocerle al doctor Salle que ha hecho escuela con su estilo de comunicación) a planteos que sugieren opciones o excepciones. Por ejemplo, en ciertos países de Europa también se puede obtener un pase verde temporal con un hisopado negativo (y gratuito) reciente, y no se exige nada en los espectáculos al aire libre –donde es mucho más difícil la transmisión, algo que aquí es ignorado sistemáticamente–. Otra discrepancia no delirante puede ir por el lado de ¿por qué solo a los espectáculos artísticos? ¿Por qué no a shoppings, iglesias o diversos lugares de trabajo? Recordemos que estos últimos fueron las principales fuentes extrafamiliares de contagio –y no las marchas políticas ni las reuniones candomberas barriales–, y que hubo numerosas fiestas religiosas, en Uruguay y el mundo, identificadas como iniciadoras de focos importantes. Si el verdadero interés fuera disminuir los contagios, no se entiende esa diferencia de criterios. Acá se apunta directa y gratuitamente, como ocurrió durante toda la pandemia, a los espectáculos artísticos, con lo que se vuelve a sugerir que son, en alguna medida, más responsables de todo lo ocurrido que otras actividades que no parecen preocupar tanto a las autoridades. Es un poco la filosofía de aquel aviso para prevenir el sida que se difundió durante el anterior gobierno herrerista («él se acostó con ella, ella se acostó con él…»), en que se iba mostrando gente de aspecto crecientemente sospechoso, algunos, incluso, muy poco caucásicos, que supuestamente era más adecuada para la diseminación del virus y otros males.
Y acá estamos llegando a la moneda en sí, a la unión de ambas caras: el arte (y en alguna medida las ciencias sociales y las humanidades, si consideramos la reforma del bachillerato) no es del agrado de ciertos intereses poderosos, que necesitan gente que fabrique productos básicos: ropa, comida, software, tornillos: no poesía, música o cine. Lo que se sale de esa receta molesta. Por un lado, en el caso actual, puede molestar que los artistas suelan ser (o hayan sido) de izquierda y en muchos casos apoyen, aunque sea verbalmente, diversas causas populares no amigas de ciertos poderes. Pero hay argumentos más permanentes. No me atrevería a relacionar, como se hace a veces, al arte con la rebeldía o el espíritu crítico, porque la verdad es que esas cualidades no parecen ser las más destacables en varias vertientes mainstream, pero sí puede haber una relación entre la práctica del arte y ciertas formas de pensar, que no implica homogeneidad de opiniones. Como sugerí antes, el arte produce algo que no es demasiado utilizable inmediatamente para ser comido o vestido, o para aumentar nuestra adicción a internet o a los azúcares y las grasas. El arte genera, por definición, una actividad mental que, aunque no se sepa bien de qué tipo es, en cualquier caso es inconveniente. Los artistas son vistos como «los enemigos» (expresión utilizada por la influencer colorada Mercedes Vigil en un tuit reciente, que hablaba de algo que pasó en carnaval hace ya bastante tiempo).
Como es de esperar, la Universidad de la República ofrece formación artística. Pero un detalle no menor es que las universidades privadas y otras instituciones pagas cuentan con abundante oferta de ese tipo de carreras. Es que no se pretende limitar en general el derecho a ser artista; eso sería totalitario, contrario a los principios liberales que animan al gobierno. No, la limitación se aplica solo a los que no pueden pagarlo, a los que son necesarios como mano de obra barata y, en lo posible, maleable.
¿Por qué pensamos que el arte tiene ese efecto mental? No es algo mágico ni exclusivo, podemos pensar en dos modelos: un laberinto de una sola salida, y uno de muchas. Practicar un arte es comparable a jugar con un laberinto de muchas salidas, de las que hay que descubrir la más adecuada según criterios que implican lo estético, lo afectivo, lo racional, lo emocional (modelo 2). Eso es muy distinto a la educación que apunta a laberintos de una sola salida, con un modo único de ser resueltos (modelo1). Las ciencias duras, practicadas en serio, tampoco se ajustan a este modelo, pero tal como se las suele enseñar en secundaria (por falta de tiempo, de recursos, de lo que sea) lo terminan haciendo. Hacer hincapié en cuestiones aplicadas, como la ingeniería o la programación, tampoco parece estimular el amor (sí, amor) por la investigación básica, con el conjunto de preguntas cuasi filosóficas que, cual satélites cuánticos, la orbitan de forma no muy definida.
Estas tendencias, varias de las que describí, no son propiedad exclusiva de este gobierno ni de la derecha (al menos, lo que tradicionalmente consideramos bajo ese rótulo, aunque creo que sí son ideas de derecha). Pero hoy parece haber un entusiasta énfasis en ellas.
¿Cuán fácilmente es sustituible por máquinas (inteligencia artificial incluida) una fuerza laboral educada según los principios del modelo1 (salida única) o el 2? ¿Qué tan fácil de manipular es una opinión pública a la que se le brinda una respuesta a un problema y automáticamente deja de buscar otras, porque fue entrenada para creer que no las hay? Leamos discusiones en las redes y veremos que, cada vez más, si no estás 100 por ciento de acuerdo con alguien, te terminará tratando de vendido, nazi, traidor o similar. La sociedad manipulada, las salidas únicas, las alternativas inviables, todo eso puede aparentar apuntar hacia una mayor eficiencia. Menor pérdida de tiempo, mayor verticalismo –disfrazado de lo que sea, pero verticalismo en la práctica–, mayor predecibilidad. Los defensores de la selección natural darwinista aplicada a la sociedad suelen ser defensores del modelo 1; sin embargo, en la naturaleza, la evolución es un claro ejemplo de modelo 2: se redunda, se «inventan» varias veces las mismas cosas, los restos de estructuras que perdieron funcionalidad no se eliminan de una, sino que quedan ahí y muchas veces terminan adquiriendo funciones nuevas. La vida es el modelo 2, el laberinto de muchas salidas. Y estamos, por ahora, en un mundo de seres vivos, así que no le creamos a ningún totalitario liberoide que nos pretenda decir cómo son las cosas.