“Querido amigo, toda teoría es gris,
pero es verde el áureo árbol de la vida.”
Fausto, 1829,
Johann Wolfgang von Goethe.
Los aniversarios son siempre una buena excusa para volver a debates y autores, más cuando lo que se celebra es el bicentenario del nacimiento de Karl Marx. Pero a la excusa hay que tomarla por lo que es, una excusa, que permite volver, o reincidir, en temas que no tienen que ver con rememorar el pasado, sino con buscar referencias para comprender mejor el mundo que queremos transformar. Así las cosas, en esta nota se plantean algunas ideas deliberadamente polémicas para sacudir un poco el tono reverencial, y hasta fúnebre, que viene acompañando el aniversario.
¿MARX O MARXISMO? Cuenta la leyenda que Marx le dijo a su yerno, el militante socialista Paul Lafargue, que él no era marxista. Es una frase rodeada de misterio, pero coherente con su pensamiento. Marx fue parte de una generación de intelectuales, los “hegelianos de izquierda”, que protagonizó el giro del idealismo al materialismo, y que nuestro homenajeado sintetizó en aquella famosa frase según la cual “el ser social es lo que determina su conciencia”.
Si Marx fue un materialista en los últimos cuarenta años de su vida, difícilmente lo convenciera eso de desarrollar una concepción del mundo partiendo de las ideas de un individuo, y no del propio conocimiento de la realidad.
Sin embargo, de fines del siglo XIX a la fecha buena parte de los que se reconocen como marxistas hacen justamente lo contrario de su maestro. Pretenden encontrar todas las respuestas en sus textos, o peor, en la interpretación que de éstos realizaron los “marxistas consagrados” del siglo XX: aquellos que protagonizaron revoluciones. Basta recorrer la literatura de la izquierda política para hacerse una idea de este ejercicio cuasi escolástico.
Por eso, más que recurrir a Marx como criterio de verdad, o de usar al “marxismo” como “ideología” que se aplica externamente a la realidad, la sugerencia que él nos haría, de estar vivo, sería que nos enfrentáramos nosotros mismos a lo que tenemos delante, auxiliados, claro, por los avances que otros pensadores han desarrollado.
EL ARMA ESTÁ EN EL MÉTODO. No por acaso recordaba Engels, poco antes de morir, que más que una doctrina Marx nos legó un método. Éste resulta de un modo ordenado de aproximarse a la realidad que abreva directamente en la dialéctica de Hegel, para el cual toda existencia es un devenir contradictorio. En otros términos, la realidad es en sí misma movimiento, y el conocimiento dialéctico lo que permite es conocer las determinaciones de ese movimiento, integrando las partes en el todo, y develando la esencia detrás de las apariencias.
Por eso el conocimiento dialéctico no es un acto contemplativo o separado de la acción, como sucede en la ciencia contemporánea. Para Marx conocer científicamente la realidad era conocerse a sí mismo, para encontrar allí las potencias para la acción revolucionaria. No hay separación entre teoría y práctica, ni necesidad de vincularlas externamente, puesto que este conocimiento no es sino un momento más de la política.
A esa tarea dedicó su vida, y sus principales hallazgos están desarrollados en El capital, una obra abierta e inacabada. Abierta porque lo que está en sus textos es el intento de “reproducir en la cabeza el movimiento de lo real”, y, si la realidad es movimiento, no queda otro camino que volver a ella permanentemente. E inacabada porque sólo publicó en vida el tomo 1, quedando la edición de los siguientes dos tomos en manos de Engels. Por eso Roberto Fineschi, un reconocido marxólogo, señala no sin cierta provocación que “un texto de Marx publicado en tres volúmenes que por más de un siglo ha sido leído como El capital no existe como tal. Se ha leído en realidad la edición engelsiana de una serie de textos de Marx que se encontraban en un nivel de elaboración muy dispar entre sí”.1
LA SENDA ESTÁ TRAZADA. La actualidad de Marx, su condición de pensamiento vivo, reside en que lo primero que encontramos cuando observamos nuestro entorno es que “la riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ‘enorme cúmulo de mercancías’, y la mercancía individual como la forma elemental de esa riqueza. Nuestra investigación, por consiguiente, se inicia con el análisis de la mercancía” (El capital, tomo 1, pág 1).
Seguimos regidos por un modo de reproducir la vida donde todo, empezando por nuestra propia capacidad de trabajar, es mercancía. A esas sociedades, aunque el término genere escozor, las llamamos capitalistas, porque lo que organiza la vida es únicamente la acumulación de capital: la relación social fundamental que determina todos los poros de nuestra vida, y que se alimenta de la necesidad de vender nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir.
Sin embargo, los avances realizados por Marx son condición necesaria pero no suficiente. Y esto por dos motivos principales. El primero es que su obra está en un nivel de generalidad, de abstracción, que no avanza sobre las particularidades inherentes a la división internacional del trabajo. El segundo es que, como es evidente, el capitalismo al que se enfrentó no es el mismo que el de ahora, a pesar de que sus determinaciones esenciales no se hayan modificado.
La tarea entonces es seguir avanzando en el conocimiento de las particularidades que hoy determinan nuestra vida. Y si de América Latina se trata, lo que observamos, tomando como punto de partida la línea de investigación abierta por Juan Iñigo Carrera,2 es que la especificidad de buena parte de nuestras sociedades ha estado determinada por los ciclos de apropiación de renta del suelo (agraria y/o minera). En otras palabras, nuestras sociedades se integraron a la acumulación mundial de capital porque poseían medios de producción naturales con los cuales producían (y exportaban) mercancías agrarias y mineras con menores costos, a cambio de lo cual se apropiaron de crecientes masas de renta del suelo. Cobre, oro, plata, petróleo, gas natural, hierro, carne, trigo, lana, árboles, soja marcan a fuego la historia de Latinoamérica.
La renta del suelo, estudiada por Marx en el tomo 3 de El capital con base en las investigaciones previas de los economistas clásicos, es el plusvalor que remunera a los terratenientes (sean públicos o privados) por el mero hecho de poseer medios de producción finitos, naturales y heterogéneos como la tierra. La particularidad de la renta reside en que se puede confiscar, ya que no reproduce ni al capitalista ni al trabajador, mediante la acción del Estado con mecanismos como los impuestos a las exportaciones, tipos de cambio diferenciales, fijación de precios internos subsidiados, entre otros. Además, también es fuente de ganancias extraordinarias para capitales de los países “industrializados” que buscan recuperar la renta que pierden al importar materias primas mediante la inversión extranjera directa y el préstamo de capital (deuda externa) a altas tasas de interés.
En nuestro continente, esta forma de apropiación de la renta impuso un rezago estructural en materia de productividad con respecto a los llamados países “desarrollados”, ya que los capitales que aquí sobreviven no lo hacen con base en la innovación tecnológica permanente, sino a partir del uso de la renta como principal factor de compensación de su menor productividad.
Esto no sería un problema, a no ser porque la renta tiene flujos recurrentes de alza y de baja, cuya manifestación más evidente son los precios de los commodities. Esto determina un movimiento orbital en torno a los ciclos de la renta. Las fases de alza están asociadas a momentos populistas/progresistas de expansión económica con crecimiento de salarios y reducción del desempleo, como sucedió en períodos de nuestra historia, cuando el crecimiento hacia afuera de fines del siglo XIX o el más reciente “ciclo progresista” que, más allá de las particularidades de cada país, se sustentaron en la expansión de las exportaciones de mercancías que portan renta del suelo.
Por el contrario, las fases de baja están asociadas a momentos liberales/neoliberales en los que la falta de renta se compensa primero recurriendo al endeudamiento externo y luego, directamente, confiscando salarios, al tiempo que se incrementa la población obrera abiertamente sobrante (desempleo y migración). Basta observar la evolución salarial y el flujo migratorio en Uruguay durante la última dictadura.
Es evidente que la generalización presentada exige análisis concretos que permitan conocer las especificidades espacio-temporales de cada país. Porque en definitiva a cualquier teoría, por más prestigio que tenga o haya tenido, primero hay que pasarla por el tamiz de la realidad.
Y ahí es donde Marx aparece como el verdadero maestro que entendió que para superar al capital había que conocerlo. O mejor, había que conocerse, enfrentando la realidad tal como se presenta. Ese es el mayor legado que nos heredó ese hijo de la modernidad europea que se reconoció en la causa obrera, y que en ésta reconoció la potencia para nuestra emancipación.
* Estudiante de doctorado de la Unam. Trabajador docente de la Universidad de la República (Uruguay). Integrante del comité editorial de Hemisferio Izquierdo (HI). Este artículo es un adelanto del número de mayo de HI.
- “El capital después de la nueva edición histórico-crítica”, en revista Memoria, número 261.
- Su obra se puede consultar en http://cicpint.org/es/category/jic/