Donna Haraway (Denver, 1944) se alzó como una figura disruptiva en varios campos del saber cuando publicó, en 1985, “Un manifiesto cyborg: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX” en Socialist Review. Este ensayo forma parte del libro “Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza” y comienza explicitando una posición: “Las páginas que siguen son un esfuerzo blasfematorio destinado a construir un irónico mito político fiel al feminismo, al socialismo y al materialismo. La blasfemia requiere que una se tome las cosas muy en serio”.1
La recepción, el estudio y la discusión de la obra de Haraway están atravesados, en los territorios no anglófonos, por el doble problema de la traducción, a saber: la separación temporal entre las publicaciones originales y su edición en español, y las complejidades que presenta la escritura a la hora de ser traducida. Leer a Haraway es una experiencia reveladora, un metasaber sobre lo que implica la creación con el lenguaje. Su obra no se mantiene atemporal, pero se pregunta sobre las concepciones del paso del tiempo, sospecha de la idea del “contexto” y propone cronotropos. Cambia de preguntas, pero también encuentra nuevas respuestas a las viejas interrogantes. Responde a las múltiples formas en las que se la ha clasificado y se desprende con humor de los calificativos “post”, mientras reivindica la necesidad de pensar el saber, la ciencia, la teoría crítica y el feminismo de manera situada. En su reciente libro Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno (Consonni, 2017) afirma que no es ni posfeminista ni poshumanista y propone crear nuevos parentescos que permitan producir saber a partir de la articulación para hacerle frente a una etapa de destrucción del planeta causada por el capitalismo depredador.
Haraway es doctora en Biología y profesora emérita del Departamento de Historia de la Conciencia de la Universidad de California, Santa Cruz, departamento en el que sobresalen intelectuales como Hayden White, Fredric Jameson, Teresa de Lauretis y Angela Davis. Su obra está tentacularmente trazada y atraviesa la biología, la primatología, la antropología, la historia, la epistemología, el arte, la tecnociencia, la literatura y la política.
Treinta años después de que se publicara en la revista Social Text, la editorial Sans Soleil lanzó la primera traducción, reeditada recientemente, de El patriarcado del osito Teddy. Taxidermia en el jardín del Edén. En el prólogo de esta edición, Carmen Romero Bachiller hace notar cómo y por qué, a pesar del cambio de milenio, este ensayo revela buena parte del pensamiento y el método de la autora: desmontar el proyecto colonialista, racista y sexista de la ciencia. El texto devela el rol del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York como tecnología restauradora en el marco del capitalismo monopolista de las primeras décadas del siglo XX. La edición incluye, teniendo en cuenta un horizonte de recepción que no acceda al museo del norte global, imágenes del recorrido que propone Haraway. Sans Soleil también publicó en español, en 2016, Manifiesto de las especies de compañía (de 2003), texto en el que Haraway aborda los estudios interespecíficos. En él, sitúa la complicidad entre perros y humanos como eje de la evolución humana y obliga a revisar los relatos de hominización que nos exhiben como agentes en solitario y virilmente sexuados del progreso.
El patriarcado del osito Teddy. Taxidermia en el jardín del Edén se estructura en cuatro partes, construidas de manera polifónica, que desbordan un análisis tentacular de las prácticas de exhibición y conservación museísticas, y su estrecho vínculo con las ideas y las políticas eugenésicas de comienzos del siglo pasado.
La primera parte, “El Salón Africano de Akeley y el memorial de Theodore Roosevelt en el Museo Americano de Historia Natural: experiencia”, le da sentido al título del ensayo. La reproducción del Jardín del Edén y el memorial de Roosevelt inician un recorrido por el Génesis (el Salón Africano), signado por la estatua ecuestre de Teddy, padre y protector. Haraway recoge la narración de una de las versiones del origen del Teddy bear (osito de peluche): al regresar con las manos vacías luego de una jornada de caza, una criada le regaló a Roosevelt un osito de peluche, tal vez para conmemorar no la falta de presa, sino la bondad del cazador.
El Salón Africano de Carl Akeley fue inaugurado en 1936 (diez años después de su muerte) y representa, por medio del arte de la taxidermia, la era de los mamíferos y su interconexión con la era del hombre. A través de la contextualización y la descripción de los principales dioramas en exhibición (los dioramas son panoramas o lienzos de grandes dimensiones, con figuras pintadas en ambas caras, con los que, mediante juegos de luz en una sala oscura, se producen diversas imágenes y se da la sensación de movimiento), Haraway busca historizar las categorías naturaleza, animal, cuerpo, género y raza para poner de manifiesto la intención de restauración genética del orden puesto en peligro bajo la amenaza de la “decadencia”. El Salón Africano es leído por la autora como una fábula en la que cada diorama es una “mirilla en la selva”, una composición que articula la narración de la historia natural y de cada animal, un organismo que condensa el flujo del tiempo. “Los animales en los dioramas han trascendido la vida mortal […]. Ningún visitante del África meramente física podría ver estos animales. Es una visión espiritual hecha posible solamente gracias a su muerte y literal representación.”2 La autora subraya que la fábula está hecha de jerarquías orgánicas: la división racial del trabajo justifica la primacía del hombre blanco adulto sobre las poblaciones “primitivas” del orden natural.
La segunda sección, “Carl E Akeley (1864‑1926), la pistola, la cámara y la búsqueda de la verdad: biografía”, indaga cómo la vida de Akeley y la historia del Salón Africano se entrelazan para narrar una biografía unificada de la naturaleza. Haraway pone en diálogo diferentes voces para armar la existencia de un hombre que fue cazador, fotógrafo, escultor, taxidermista y científico, para quien “la vida de África se convirtió en su vida, en su telos”.3 En cada una de las expediciones y los safaris que hizo, Akeley fue perfeccionando su punto de vista y direccionando su objetivo hacia lo que sería su gran proyecto final: el Salón Africano del Museo de Historia Natural de Nueva York. Desarrolló técnicas novedosas en el arte de la taxidermia (que nunca patentó y enseñó a su profuso equipo), inventó su propia cámara fotográfica, buscó financiación y dirigió y cazó los ejemplares típicos (adulto, macho, con rasgos específicos de porte y pelaje) que serían representados. El “tipo” que reúne esas características es el que domina no sólo en el Salón Africano, sino también en el resto de las exhibiciones del museo. La autora hace visible cómo el cazador‑científico reconocía al animal perfecto en las jornadas de caza en África: aquel que hiciera del momento de la caza un encuentro entre iguales, es decir, una epifanía de reconocimiento mutuo de virilidad. Por ello, el gorila era el logro supremo y la representación de grupos reproductivos, la unidad biográfica de la naturaleza con estatuto de verdad.
La fotografía fue otra de las tecnologías desarrolladas para la caza, la preservación y la exhibición del ejemplar, y fue desplazando a la taxidermia, indicando el inicio transicional hacia la era del simulacro: la ciencia “a simple vista” propugnada por el Museo Americano era perfecta para la cámara y, en definitiva, muy superior a la pistola para la posesión, la producción, la conservación, el consumo, la vigilancia, la valorización y el control de la naturaleza”.4
Luego del acopio de ejemplares, memorias y fotografías, el montaje de los dioramas se proyectó a través de la estética realista y fue guiado por una concepción organicista. Debía tener como resultado el “encuentro” fundamental del espectador con la escena originaria –aquella del primer acercamiento con el animal del cazador‑científico–, representada con la literalidad de la taxidermia, en una imagen suprema de la naturaleza. Haraway conecta las diferentes narraciones situadas de Akeley y sus contemporáneos con el proyecto del Salón Africano para hacer visible cómo el temor por la desaparición del mundo preindustrial y la amenaza del progreso configuraron las prácticas museísticas de exhibición en las primeras décadas del capitalismo monopolista en África y América.
En la tercera parte, “Contando historias”, la autora se pregunta qué historias aparecen y desaparecen en la construcción de la biografía de la naturaleza en el Museo Americano de Historia Natural y cuáles han sido los autores y las voces autorizadas para narrarla. Para ello, primero se enfoca en los sucesos de la caza del elefante que decoran el centro del Salón Africano y, a través de la comparación entre los escritos biográficos de Carl Akeley, Mary Jobe Akeley y Delia Akeley, y fuentes del archivo fotográfico, demuestra que probablemente dicho elefante no haya sido cazado por Carl, sino por su primera esposa, Delia. La historia de la virilidad blanca en África no tiene una única versión: “Con Delia, la historia está cerca de la parodia; con Carl, está cerca de la epifanía”.5
Luego, centra su atención en los safaris y su gestación, organización y ejecución para visibilizar cómo la raza, el sexo y el colonialismo les asignaron a los africanos una condición espiritual de segundo grado a través del anonimato.
“El Museo Americano de Historia Natural y la construcción social del conocimiento científico: la institución” es la última parte del ensayo. Haraway analiza las actividades públicas y pedagógicas del museo, la exposición y la conservación, y sostiene que los impulsos eugenésicos estadounidenses de las primeras décadas del siglo XX nacieron junto con dichas prácticas museísticas. El ensayo invierte la relación causal entre tecnología y relaciones sociales de dominación para develar la complejidad del vínculo entre ciencia y política, y problematizar el binomio naturaleza‑sociedad.
Las operaciones institucionales son parte de la construcción de la naturaleza en tanto tecnología de la praxis social. Los dioramas del Salón Africano concentran un potente cuerpo de relaciones sociales que se presentaron como neutras y universales, pero que estaban situadas y trazaron las formas en las que el conocimiento se convirtió en mercancía. Los padres fundadores de los parques nacionales fueron también los caballeros, los filántropos, los monopolistas y los cazadores que “necesitaban una ciencia que instaurase la paz selvática, con su promesa de restaurar la virilidad, combinada con una ética trascendente de la caza; por ello la compraron”.6
Al poner en evidencia que la primatología y la biología son discursos situados geopolíticamente, Haraway desmonta la narrativa científica y se pregunta por las prácticas que han atravesado el campo de la investigación y la producción de conocimiento. Para la autora, apostar a una epistemología parcial no quiere decir renunciar al rigor ni a la objetividad en la producción de conocimiento, sino lo contrario: cuestionar el ojo esencializador del hombre blanco en tanto discurso no neutro a partir de conocimientos localizables. Invierte el supuesto positivista de que una posición particular impide la objetividad, y reivindica el feminismo y el antirracismo como posiciones que pueden develar los poderes que han representado el mundo y, así, expandir la comprensión y el conocimiento sin renunciar a la ciencia.
La obra de Haraway, consciente de su propia posición, tensiona los límites disciplinarios y, por ello, se la ha situado como teórica del ciberfeminismo, la tecnociencia, la crítica cultural y la historia de la ciencia, el feminismo posmoderno y la ecología. En su escritura apuesta por la polifonía y hace de la heteroglosia una condición de posibilidad para discutir en contacto con los saberes, los temas y los debates que la rodean. Ha generado controversia con su crítica de algunas nociones identitarias en el amplio mapa del pensamiento feminista y con su apuesta por el Chthuluceno en las discusiones sobre Antropoceno‑Capitaloceno, una alternativa no sólo epistemológica, sino también gnoseológica y política, desarrollada por medio de un entramado de lenguajes: el artístico, el poético, el científico y el político.
Haraway despliega su escritura para continuar preguntando cuáles son las categorías que han construido los dualismos dominantes y cuál es la dimensión política de la epistemología. Examinar los binomios sujeto‑objeto, naturaleza‑cultura, ciencia‑política y objetividad‑neutralidad tiene como correlato reconocer la necesidad de un proyecto epistemológico que no reproduzca las lógicas de la invisibilidad, que sea políticamente responsable. Revisar los discursos científicos y tecnológicos en tanto prácticas es disputar sentidos con una mirada crítica que desarrolle un conocimiento responsable, porque “debemos encontrar otra relación con la naturaleza distinta a la reificación y la posesión”. “La naturaleza no es el ‘otro’ que brinda origen, provisión y servicios. Tampoco es madre, enfermera ni esclava […], es un topos, un lugar común sobre el que reconstruir la cultura pública.”7
Leer a Haraway compromete a “seguir con el problema”, a ser capaces de pensar en contacto con humanos y no humanos, a postular conocimientos colectivos y mundos posibles con parentescos extraños, a estar atentos a la responsabilidad política del saber y a no caer tan fácilmente en la tentación apocalíptica. Hacer el intento de comprender sus ideas y comprometerse con ellas es hacer un esfuerzo, es cierto. Pero se trata de un esfuerzo especial, justamente, por su insistencia blasfematoria.
1. Haraway, Donna (1995). Ciencia, cyborgs y mujeres. Cátedra: Madrid. Pág 251.
2. Pág 47.
3. Pág 63.
4. Pág 99.
5. Pág 122.
6. Pág 132.
7. Haraway, Donna (1999). Las promesas de los monstruos: Una política regeneradora para otros inapropiados inapropiados/bles. Política y Sociedad, 30, Universidad Complutense: Madrid. Págs 121‑136.