No se puede negar que el tema de los «asentamientos irregulares» preocupa hace tiempo a nuestro actual presidente, el doctor Luis Lacalle Pou. En 2014, su programa de vivienda para la elección presidencial tuvo uno de sus puntos altos en la propuesta Asentamiento Cero, que, si bien no estaba muy claro en qué consistía ni cómo se financiaba, hacía esperar que no habría más familias viviendo en casas superprecarias, sin servicios ni las mínimas condiciones compatibles con las necesidades actuales.
Solo que la definición adoptada de irregularidad se basaba más en ser o no propietario del terreno que en las características de la vivienda habitada,1 con lo cual era imposible eludir la sospecha de que solo se tratara de distribuir papelitos de propiedad que no mejorarían más que un aspecto de la calidad de vida de la gente que vive en asentamientos (y de forma, por lo menos, discutible), al tiempo de incorporar al mercado muchas hectáreas de tierra de buen valor inmobiliario. Imaginemos, por ejemplo, Maldonado.
Cinco años después, y posibilidades más firmes de llegar a la presidencia mediante, el cero se fue atenuando hacia un futuro, y en el programa del Partido Nacional ya se trataba de «llegar tendencialmente a [esa situación] en un horizonte de 10 años», al tiempo que aparecía el propósito de «tomar medidas inmediatas para desalentar o impedir la formación de nuevos asentamientos», lo que supuestamente era estimulado por operadores frentistas. A su vez, el «Compromiso por el país» de la coalición multicolor rebajaba las expectativas a «desarrollar una política activa de regularización de asentamientos», sin aclarar en qué plazo y con qué recursos.
Después vino la responsabilidad del gobierno y los objetivos se fueron alejando aún más, al punto de que la ministra cabildante de Vivienda, la doctora Irene Moreira, declaraba, a poco de asumir, que eliminar los asentamientos no era posible. La Ley de Urgente Consideración, el Plan Quinquenal de Vivienda, enviado al Parlamento junto con el Presupuesto, y ahora la Rendición de Cuentas 2020 no cambiaron mucho el panorama: la creación de la Dirección Nacional de Integración Social y Urbana (Dinisu), que tendría la responsabilidad de abordar el tema de los asentamientos, no vino con recursos (se podría haber acompañado, por ejemplo, con fondos específicos, provenientes de algún impuesto o aditivo a la riqueza y su circulación), y los que proveyó el Presupuesto fueron pocos y discutidos.2
Todas esas normas, en cambio, aportaron en la dirección de flexibilizar los requerimientos para efectuar las regularizaciones, como si se tratara más de decir que se regularizó que de hacerlo realmente, aceptando, sin más, pasar a urbano lo que es rural y transgrediendo normas de loteamiento y edificación, cuya aplicación a veces puede ser engorrosa, pero casi siempre tienen una razón que no hace bueno transgredirlas.
Al mismo tiempo, comenzó un clivaje para diluir la responsabilidad del Ministerio de Vivienda en la solución de los problemas más acuciantes… de vivienda (visible, por ejemplo, en el proyecto de ley de Cabildo Abierto para reglamentar el artículo 45 de la Constitución, que consagra ese derecho; véase «Un retroceso de cincuenta años», Brecha, 4-VI-21) y endilgársela a algún otro que por allí anduviera. Y, asimismo, para preocuparse más por que no hubiera nuevos asentamientos irregulares que por combatir las causas por las cuales se forman, o por mejorar la vida de la gente que allí habita.
Así, el proyecto de Rendición de Cuentas 2020 incluyó una insólita disposición que facultaba al Poder Ejecutivo a «resarcirse de los costos incurridos en el desalojo y re locación de asentamientos irregulares cuando se constate la omisión de acciones o el no ejercicio del cometido de policía edilicia de parte de los gobiernos departamentales a efectos de evitar la formación de nuevos asentamientos irregulares» (artículo 207).
La forma de resarcirse era nada menos que descontar esos dineros de las partidas de origen presupuestal que correspondieran a cada intendencia, y la intención era extender el concepto de «policía territorial» (facultad que la Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible, en sus artículos 68 y 69, otorga a los gobiernos departamentales, a efectos de que controlen el cumplimiento de las normas de ordenamiento territorial y edilicias) a la vigilancia de la propiedad inmueble, pública o privada, transformándola en perseguidores de los ocupantes.3
La idea encontró amplia resistencia entre los intendentes, más allá de sus colores, y resultó claro que no contaría con los votos necesarios en el Parlamento. Los mismos que votaban el desguace del Instituto Nacional de Colonización, para financiar el fideicomiso que aportaría fondos al trabajo de la Dinisu, ahora se negaban a que también los desguazaran a ellos.
Pero los engranajes de la coalición comenzaron a funcionar y sucedió lo que parecía imposible: la fórmula resistida se modificó y los cinco partidos coaligados se pusieron de acuerdo para votar una nueva versión de la disposición resistida; pero lo más notable no fue esto, sino que lograron que ella fuera aún peor que la anterior. En efecto, mediante un larguísimo texto de cuatro páginas y diez apartados (aspirante a ser el artículo más largo de la historia de nuestra legislación), el que ahora sería el artículo 214 de la Rendición de Cuentas modifica el 69 de la ley 18.308 agregándole un texto adicional que define un procedimiento express (faltaba más) para el desalojo de las ocupaciones y hace a las intendencias departamentales omisas en reprimir los asentamientos irregulares «responsables solidarios de los costos que se generen al Poder Ejecutivo en el procedimiento de realojo». Y lo mismo para las personas públicas estatales y no estatales respecto de los bienes inmuebles de su propiedad o bajo su cargo.
Con lo cual, por otra vía, se llega al mismo resultado que con la versión anterior de este asunto. Con la diferencia, para peor, de que el castigo por no reprimir las ocupaciones no será ya una medida administrativa del Poder Ejecutivo, sino una decisión judicial con base en una ley. Y con el agravante de que la categorización como delito de las ocupaciones de inmuebles (ley 18.116, de 2007, votada por la unanimidad del Parlamento a instancias de los mismos legisladores blancos que promovieron la iniciativa que ahora se recoge en la Rendición de Cuentas) transformará a los gobiernos departamentales no solo en desalojantes, sino también en denunciantes. ¿Tendrá algo que ver en esto que los dos departamentos en los que se concentra la enorme mayoría de los asentamientos irregulares del país haya gobiernos frenteamplistas?
En todo caso, he aquí otro interesante tema para someter a referendo. Porque, aunque el artículo 79 de la Constitución establece que este instituto no es aplicable «respecto de las leyes que establezcan tributos», sería insólito sostener que no se puede usar para derogar un artículo que nada tiene que ver con los tributos, incluido, a las trompadas, en una ley que sí puede tener que ver con ellos.
1. Según la definición adoptada en el Censo 2011-2012 por el Instituto Nacional de Estadística, los asentamientos irregulares son «agrupamientos de más de 10 viviendas, ubicados en terrenos públicos o privados, construidos sin autorización del propietario en condiciones formalmente irregulares, sin respetar la normativa urbanística. A este agrupamiento de viviendas se le suman carencias de todos o algunos servicios de infraestructura urbana básica en la inmensa mayoría de los casos, donde frecuentemente se agregan también carencias o serias dificultades de acceso a servicios sociales». Como se ve, hay dos condiciones necesarias (la falta de autorización del propietario y el irrespeto de la normativa urbanística) y otras accesorias, que pueden coexistir o no: las carencias de infraestructura urbana o social. No se mencionan las carencias de la propia vivienda.
2. De acuerdo a las estimaciones realizadas, los recursos que manejaría la Dinisu para los tres programas a su cargo (regularización de asentamientos, otros realojos y acciones del Plan Juntos) serían del orden de la mitad de los que se aplicaron en 2019.
3. Tan lejos está esto del sentido que la ley 18.308 da a la «policía territorial» que el artículo 65 de esa misma ley admite que quienes ocupen un inmueble para solucionar su precariedad habitacional pueden prescribirlo (o sea, obtener la propiedad por vía judicial) luego de cinco años.