Increíblemente, nunca lo vi entrar a la redacción de Brecha, la de la calle Uruguay. Es cierto que la disposición de aquella redacción era ideal para un ñoqui, para los que llegan tarde y se van temprano, los que caminan de espaldas hacia la puerta por si los agarran in fraganti. No era el caso de Brecha, donde no hubo un administrador con látigo; y no era el caso de Fermín, todo lo contrario de un ñoqui. Fermín tenía la habilidad de pasar desapercibido, cuando quería. Se desplazaba como una sombra por el vericueto de habitaciones que antaño habían conformado una pensión de cierta categoría (porque muchos de los cuartos tenían baño). No era difícil deslizarse en una especie de anonimato, a menos que uno metiera la cabeza en cada «despacho» e hiciera bulla saludando. Como la fragmentación en cubículos dificultaba la sociabilidad (y favorecía la conspiración), Fermín aprovechaba esa cualidad difusa de una no redacción para llegar inadvertido al hoyo donde solía desplegar sus escasos útiles. Si por casualidad te lo encontrabas por ahí, y lo saludabas, recibías una media sonrisa tímida, que después solía reproducirse en nuestras asambleas caóticas y tormentosas, pero entonces con un aire de astucia. Una de sus tatuceras preferidas era la pieza del altillo donde se guardaban los ejemplares viejos del semanario, una sucursal, digamos, del «archivo». Compartía esa cualidad de humildad en materia locativa con Guillermo Waksman, y, mirando ahora para atrás, pienso que ambos competían por ocupar el lugar más miserable y minúsculo. Debería haberles regalado un cilicio, pero hay muchas cosas que no hice y no dije, y ahora es tarde. Fermín supo descubrir que por detrás del estilo tajante, gritón, áspero, intolerante que desplegábamos Guillermo y yo (sobre todo yo) había una corriente sólida de compañerismo e identidad, y por eso nos bautizó «Batman y Robin», el dúo dinámico.
Hubo una época en que yo trabajaba mucho, es decir, escribía varias notas por semana, y la cantidad, no la calidad, me hacía merecedor de una ilustración de Ombú. Fermín no comentaba con el autor el sesgo y la intención de la nota. Simplemente leía la prueba de galera y dibujaba. Y siempre, inevitablemente, estabas de acuerdo con la interpretación artística, que mejoraba notablemente tu crónica. Una sola vez estuve en completo desacuerdo, y fue cuando el gobierno cubano ejecutó a unos terroristas. Para Brecha fue un sacudón, porque había tantas posturas como trabajadores. Se resolvió como solía hacerlo el semanario: abriendo la posibilidad del disenso, la exposición del desacuerdo, la multiplicación de las visiones. Fermín dio su opinión con una caricatura que ilustró una de las muchas notas sobre el tema en esa edición y que mostraba a un Fidel Castro bastante arrugado, sin pantalones y exhibiendo un pene flácido. Era dura. Y lo primero que se me ocurrió fue pensar que Fermín, con el arma poderosa de la caricatura, le estaba haciendo un favor a la contrarrevolución y a la CIA, que financiaba y abastecía a los terroristas. Como dije, pocas veces nos cruzábamos, así que no pude descargar en Fermín el rechazo que me producían esos enfoques. Pero no mucho después llegué a valorar, en toda su dimensión, la valentía de Ombú, expresando de una forma tan impactante y directa (y sin los pliegues que ofrece la escritura para matizar y zigzaguear) una opinión que era un sentimiento. Como no llegué a comunicarle mi discrepancia, no me sentí obligado a la autocrítica, así que la cálida relación, salpicada moderadamente con algunos tragos en algún boliche, discurrió hasta que la artritis (la mía) impuso que dejara de ir a la redacción. Y ahora me doy cuenta de que Fermín era un pibe. Lo extrañaremos, tanto como a sus trabajos.