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Colombia se suma al ciclo de protestas en la región

Noviembre caliente

Los colombianos viven la oleada de protestas más grande de las últimas décadas. Represión, toques de queda y el asesinato de manifestantes han sido los primeros reflejos del gobierno ante las demandas de múltiples sectores sociales. Aunque, con el ejemplo de Chile en mente, el presidente llamó luego a un diálogo nacional con el fin de rebajar la tensión, las demandas de los manifestantes apuntan contra aspectos claves de su mandato.

Miles de personas manifestaron el pasado sábado 23 en Bogotá, luego del toque de queda durante el paro nacional / Foto: Xinhua, Jhon Paz

Miles de colombianos, especialmente jóvenes, protagonizan durante este mes de noviembre movilizaciones diarias en la nación cafetera. Todo empezó con un gran paro nacional el jueves 21, algo que no ocurría en el país desde 1977. Entre los convocantes a estas marchas y al paro destacan sindicatos, organizaciones estudiantiles, organizaciones de mujeres, indígenas, ambientalistas y agrupaciones políticas opositoras al gobierno de Iván Duque.

Para enfrentarlos, el gobierno colombiano ha utilizado la vieja táctica de intentar instalar un clima de vandalismo generalizado en las manifestaciones, con lo que busca criminalizar el reclamo social. Primero en Cali, luego en Bogotá y posteriormente en otras localidades –a pedido del presidente– se fueron decretando toques de queda “para garantizar el orden público y la seguridad de los habitantes”, según declararon las autoridades. De igual manera, las fuerzas armadas han tomado posiciones en las grandes ciudades del país, de forma especial en Bogotá, donde desde el 18 de noviembre las tropas están acuarteladas en estado de alerta.

Los allanamientos de viviendas y locales sociales de forma ilegal se han dado por doquier en estos últimos días, al igual que las detenciones arbitrarias. La estrategia implementada por el gobierno es expandir el terror, algo a lo que el Estado está acostumbrado tras 60 años de conflicto interno con la insurgencia. Imágenes de cuerpos de manifestantes lacerados, intoxicados por el gas pimienta han sido retransmitidas en redes sociales hasta la saciedad. Según la propia Policía, ya son cuatro los muertos y hay al menos 180 detenidos. Los organismos de derechos humanos, por su parte, hablan de al menos 500 heridos.

En ese contexto, el asesinato del estudiante de 18 años Dilan Cruz a manos del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) ha abierto un debate social que se ha incorporado a las demandas de algunos de los sectores movilizados: disolver este violento cuerpo represivo que forma parte de la estructura de la Policía Nacional. Este jueves 28, el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Colombia concluyó en que la muerte a comienzos de esta semana de Cruz se debió a un homicidio. La forma en que se cercenó su corta vida no deja lugar a la discusión: en el informe forense se indica claramente que “la muerte del joven es secundaria al trauma craneoencefálico penetrante ocasionado por munición de impacto disparado por arma de fuego, lo cual ocasiona severos e irreversibles daños a nivel de encéfalo”.

A Cruz le habían disparado el sábado pasado, durante la represión de una protesta, a manos del Esmad, con un cartucho de carga múltiple y munición de impacto tipo bean bag, en un arma de fuego tipo escopeta calibre 12, un tipo de armamento permitido para el cuerpo antidisturbios. Pancartas y grafitis alrededor del Congreso manifiestan en estos momentos el reclamo popular: “No más Esmad”, “Esmad asesinos” y “Desmonte Esmad”. A su muerte se sumó este martes 26 la de Brandon Cely, un soldado de 21 años que se grabó a sí mismo apoyando las manifestaciones y que, amedrentado por sus compañeros y por el mando militar, decidió quitarse la vida.

MALA EDUCACIÓN. En la actualidad, tras 15 meses en el poder, Duque roza un 70 por ciento de desaprobación entre la población. De hecho, el pasado mes de octubre, su partido, el Centro Democrático, perdió las elecciones seccionales en ciudades como Bogotá, Cali e incluso Medellín, un feudo político del líder de su partido, el ex presidente Álvaro Uribe. Precisamente es en estas tres ciudades donde las protestas se han hecho sentir con más fuerza durante este caliente mes de noviembre.

El peso juvenil en estas protestas viene marcado por dos circunstancias especiales: el enorme distanciamiento existente entre este sector social y el establishment político colombiano –sea este conservador o progresista– y la lucha de los universitarios en las calles en reclamo de una educación gratuita y de calidad. En los meses previos al estadillo actual, habían sido varias las movilizaciones protagonizadas por los estudiantes de la enseñanza superior que pedían más presupuesto y atención para la educación pública. Colombia, un país que se jacta de ser parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde), aparece entre los más rezagados de sus Estados miembros si se tienen en cuenta los indicadores referidos al nivel formativo de su población estudiantil. Por otro lado, tan sólo el 9 por ciento de los estudiantes provenientes de familias pobres colombianas llega a acceder a la universidad, frente a un 53 por ciento de acceso de estudiantes provenientes de familias pudientes.

Las organizaciones estudiantiles –especialmente las universitarias– están exigiendo ahora el fin de los recortes presupuestarios en la educación, el cumplimiento de los acuerdos alcanzados con el gobierno con anterioridad a las protestas (dotación presupuestaria, aplicable en cuatro años, de más de 1.300 millones de dólares para la educación superior en instituciones gratuitas) y el cese de la corrupción enraizada en la gestión de las universidades estatales.

Este reclamo ha tenido particular eco en el resto de la población, en vistas de que la corrupción en la gestión pública en Colombia tiene un carácter generalizado y estructural. Dicha situación genera pérdidas para el país, cuantificadas por la Contraloría General de la República, en torno a los 15.000 millones de dólares. Colombia no ha sido tampoco inmune a los millonarios escándalos de la constructora brasileña Odebrecht, a los que se suma el de la Refinería de Cartagena, un caso de malversación de fondos públicos que salió a la luz en 2016 y que es aún investigado por la justicia, con implicación de funcionarios de los gobiernos de Álvaro Uribe y de Juan Manuel Santos.

“¿De qué me hablas, viejo?”. Sin embargo, quizá el detonante más importante detrás de la convocatoria del conjunto de las protestas de estos últimos días fue la revelación de la masacre de al menos ocho niños en un operativo de las fuerzas de seguridad, ocurrida el 30 de agosto en un campamento guerrillero ubicado en el departamento de Caquetá. Estas muertes, como ha sido habitual durante los años de plomo, habían sido ocultadas a la opinión pública por parte del gobierno de Duque y al salir a la luz a comienzos de noviembre causaron una profunda indignación popular y la salida del Ejecutivo de Guillermo Botero, hasta entonces ministro de Defensa.

El caso se conoció por la población recién el martes 5, cuando durante un debate parlamentario sobre una moción de censura contra Botero, el senador Roy Barreras, del Partido de la Unidad Nacional, lo acusó de ocultarles a los colombianos que había “bombardeado a niños”. Ante eso, el ministro decidió renunciar antes que ser censurado por el Congreso. Algunos días después de lo sucedido en el parlamento, un periodista interpeló sobre el tema al presidente Iván Duque, durante un acto político en Barranquilla. La contestación del mandatario, que quedó grabada en un video filmado por el propio periodista, circuló rápidamente en las redes sociales: Duque escucha la pregunta, responde: “¿De qué me hablas, viejo?”, y raudamente se aleja en otra dirección.

En el mismo departamento del Caquetá, donde sucedió la muerte de los ocho infantes, se vive una cada vez mayor espiral de violencia por la presencia de grupos armados, disidencias de las Farc, paramilitares, bandas narcotraficantes y las propias fuerzas armadas. Se trata apenas de un capítulo más de una situación que ya se ha cobrado la muerte de gran cantidad de colombianos, entre ellos decenas de líderes comunitarios en todo el país. Las organizaciones indígenas convocantes al paro nacional con el que comenzaron las protestas reclaman al gobierno el cese de la impunidad frente a los ya 134 líderes sociales asesinados desde que Iván Duque asumió la presidencia de la República en agosto de 2018.

De igual manera, los manifestantes reclaman por la intención gubernamental de reformar el actualmente reconocido derecho a la protesta social, reforma que, según denuncian los convocantes al paro, tiene como finalidad articular campañas de criminalización social y jurídica sobre quienes se movilizan en las calles. Además, existe un descontento generalizado con el gobierno por su incumplimiento permanente de los acuerdos alcanzados con organizaciones sociales de distinta índole: indígenas, campesinas, ambientales, de la educación y, especialmente, sindicales.

AGENDA NEOLIBERAL. A los sindicatos les preocupa especialmente la reforma laboral perseguida por el oficialismo con el respaldo de la Ocde, la Asociación Nacional de Instituciones Financieras, el Consejo Gremial y varios partidos conservadores con representación en el Congreso. El proyecto busca flexibilizar aun más el mercado laboral existente mediante medidas como que, en su primer empleo, a los jóvenes se les pague tan sólo el 75 por ciento del salario mínimo establecido. En paralelo se plantea una lógica de contrataciones por hora que hace imposible –en el marco de persistencia del desempleo propia de la inestabilidad macroeconómica que caracteriza al actual capitalismo– que los trabajadores puedan lograr una jubilación digna al final de su vida laboral.

Entre las cuestiones que inquietan a las organizaciones de trabajadores también está la reforma del sistema de pensiones planteada por Duque. Las centrales obreras se resisten al intento de implementación del modelo chileno en Colombia, con el que se busca eliminar el fondo estatal de pensiones, Colpensiones, y entregar los aportes de empresas y trabajadores a manos de fondos privados. Dicha reforma, promovida por las instituciones de Bretton Woods, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, cuenta con el apoyo del sector financiero privado y las organizaciones patronales del país, y es defendido por el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla. Para el jerarca, esta sería la única manera de atajar la crisis pensional que vive Colombia de cara a su insostenibilidad en veinte o treinta años.

Otra propuesta del gobierno que enfrenta gran resistencia social es la reforma tributaria planteada desde la Casa de Nariño. Aquí la cosa es muy sencilla, denuncian los sindicatos: el Ejecutivo pretende rebajar la presión fiscal sobre empresas nacionales y transnacionales que operan en la economía colombiana a cambio de incrementarla sobre la clase media y los trabajadores. En paralelo, Duque plantea privatizar las empresas más rentables del país: la petrolera estatal Ecopetrol y la eléctrica Cenit, además de todas aquellas empresas públicas en las que el Estado sea propietario de al menos el 50 por ciento del accionariado (en torno a 40 compañías de distinta índole).

UN DIVORCIO EVIDENTE. Por último, y no menos importante, hay un tercer elemento que salió a relucir en estas protestas en curso: el acuerdo de paz. Recordemos que este acuerdo con la principal guerrilla colombiana –las Farc– fue firmado por el presidente anterior, Juan Manuel Santos, en 2016. Duque y su partido desarrollaron en aquel entonces una fuerte campaña en contra de dicho pacto. Ahora, uno de los principales ejes de intervención del actual partido de gobierno ha sido intentar obstaculizar la negociación y los compromisos acordados por la gestión anterior.

La confluencia de todas estas frustraciones, demandas, reivindicaciones y resistencias desencadenaron una ola de protestas con un respaldo popular como hace décadas no se veía en Colombia. Sin duda, el fin de 60 años de conflicto armado con las Farc ha influido positivamente en la nueva articulación de estas luchas sociales bajo un rechazo generalizado a la gestión del presidente Iván Duque (véase “Cómo se cuece el sancocho”, en página 19).

Las enormes movilizaciones en curso hicieron que Duque reaccionara de forma relativamente rápida. El mandatario colombiano ofreció, a poco de comenzadas las protestas, un diálogo nacional con el fin de rebajar la tensión social existente y desmovilizar a la ciudadanía, pero el ofrecimiento no estuvo acompañado de propuestas ni respuestas directas a los reclamos de las multitudes, lo que le hace carecer de credibilidad ante la sociedad movilizada. En resumen, la llamada al diálogo de Duque ha ido en paralelo a la avalancha de críticas que ha recibido por el brutal uso de la fuerza llevado a cabo por los aparatos represivos del Estado contra los manifestantes.

En ese marco, las perspectivas de resolución del conflicto a corto o mediano plazo en Colombia son tan complejas como las que se viven en Chile o las que posiblemente se reediten en breve en Ecuador. Hipotecados al Fmi y a otros organismos multilaterales de crédito, los gobiernos de estos países carecen de soluciones ante los reclamos populares, lo que se suma a la falta de confianza de la población ante las instituciones públicas y el propio Estado. Se trata de una coyuntura en la que las ideas de los de arriba ya no convencen a los de abajo y en la que la aspiración ciudadana ya no es sólo sustituir a los detentadores actuales del poder, sino una profunda y total subversión cultural que ponga en cuestión al concepto de Estado en sí mismo. El divorcio entre sociedad y política institucional en América Latina y gran parte del planeta es cada vez más evidente.

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