Al día siguiente del “arresto ciudadano” que terminó en torturas a un hombre que había intentado robar un comercio, los involucrados en el linchamiento estaban declarando en la fiscalía de Toledo. En frente, familiares y vecinos de los declarantes esperaban y demostraban su apoyo con su presencia y con carteles.
Uno de ellos, escrito a mano y sostenido por una señora, decía: “¿Cuántas clases de torturas hay? ¿No es tortura la que vivimos diariamente cuando tu hijo va a estudiar y tu marido a trabajar y lo único que hacés es esperarlos rezando para que regresen vivos? ¿No es tortura salirle todos los días y que te roben una motito con la que vas al laburo y si tenés suerte no te matan? ¿No es tortura atender un negocio (chico) y estás con el ‘Jesús en la boca’ y desconfiando de todo el que entra? ¿No son tortura todos los impuestos, contribuciones y demás obligaciones que tenemos y se pagan con el trabajo y que venga ‘una víctima de los torturadores’ y te robe y te amenace, como si tu vida no valiera nada?”.
Los vecinos no se limitaban a acompañar a los suyos, ni negaban lo sucedido. Al contrario, redoblaban la apuesta: lo reivindicaban y justificaban.
No se trata de caerles a ellos en particular, que seguramente están expuestos y vulnerables, sino de preguntarse bajo qué situación puede emitirse un discurso de justificación de un delito que, a fin de cuentas, es por lo menos igual de grave que una rapiña.
¿Por qué para el cartel se eligió el tópico de la tortura? ¿Y por qué en vez de negar que se tratara de una tortura se eligió extender el alcance de la palabra a fenómenos tan variados como el robo de una moto, la desconfianza ante quienes entran a un comercio, o los impuestos?
En 1996 el capitán de navío retirado Jorge N Tróccoli (prófugo en Italia desde 2007, donde está siendo juzgado por su participación en el Plan Cóndor) admitió en una carta pública, y luego en un libro, haber torturado durante la dictadura. Allí intentó una explicación y una justificación de esos hechos que guardan ciertos parecidos con la pancarta de Toledo. Tróccoli se pregunta en el libro: “¿Dónde está el límite que marca lo que es y lo que no es tortura?”, y describe un clima general de tensión entre los militares, en una situación en la que la sociedad entera sufrió. Si tortura es propinar sufrimiento y angustia, entonces los militares también habían sido torturados, por lo que en todo caso habría que preguntarse “¿por qué nos torturábamos entre nosotros?”.
Podemos encontrar otros paralelismos. La imagen de un Estado colapsado y desbordado, por ejemplo, se repite en el discurso de la dictadura y de la mano dura. No es menor que el portavoz de la mano dura Gustavo Zubía, que ganó prensa pocos días antes al ponerle un arma arriba de la mesa a un periodista durante una entrevista, fuera el mismo que como fiscal persiguió a Irma Leites y Jorge Zabalza cuando las protestas por el traslado de la jueza Mariana Mota, ni que sea además hijo y sobrino de militares que fueron jefes de región durante la dictadura.
Estas líneas de continuidad a veces son más claras y otras más tenues. No estoy queriendo decir que todo el miedo al delito implique algún grado de simpatía hacia la dictadura o una continuación de su legado, hacerlo sería una canallada. Pero sí creo que es importante historizar algunos tópicos del discurso conservador uruguayo. Y hacerlo de manera politizada, para que no parezca que estas son cosas que pasan espontáneamente y que cualquiera en ese lugar haría lo mismo, argumento que, por cierto, utilizó Tróccoli para justificar sus torturas.
Es que ni la pancarta que relativiza la tortura, ni la tortura misma, surgen en un vacío político. El “arresto ciudadano” fue defendido en una manifestación por la Coordinadora Nacional de Vecinos en Alerta, que nuclea a grupos de vecinos organizados justamente para este tipo de acciones. ¿Cuál es el discurso ideológico de estos grupos? ¿Quiénes son sus dirigentes? Hace unas semanas, también en Toledo, un grupo de vecinos en alerta había arrestado ciudadanamente a un joven por el crimen de llevar una garrafa de noche, y quien salió a justificarlo fue Alfredo Silva, un edil colorado.
Esto no quiere decir que en lugares donde efectivamente los niveles de violencia son altos la gente no tienda a organizarse. Pero no es ideológicamente neutral la forma cómo se reacciona a la violencia y cómo se interpretan estas reacciones, ni en qué espacios sociales, políticos y mediáticos se elaboran estas interpretaciones.
¿Y LA IZQUIERDA? Mientras los vecinos mostraban sus pancartas a la prensa, un hombre filmaba con su celular y hablaba de la situación, quizás trasmitiendo para una radio o a través de alguna red social. Despotricaba contra Bonomi, hablaba de caos. Una frase suya me quedó especialmente grabada: “derechos humanos para los humanos derechos”. Esta frase, que recuerda al eslogan de la dictadura argentina “los argentinos somos derechos y humanos”, y que va contra la propia definición de los derechos humanos como universales e incondicionales, tampoco es menor en este contexto.
Aparece así, a través del vínculo entre el discurso de los linchadores de hoy y los torturadores de ayer, uno quizás más inesperado: el vínculo entre los revolucionarios de ayer y los ladrones de hoy, a quienes no se les respetan los derechos humanos, por no ser derechos. Ambos, podría decirse, cuestionaron a la propiedad; los primeros, intentando crear una sociedad socialista, los segundos, robando. A la derecha siempre le interesa hacer este paralelismo: en un spot de la campaña de Larrañaga de 2009, por ejemplo, después de que desaparecen un tractor, una bicicleta y un televisor, aparece el eslogan “Votá para que lo tuyo siga siendo tuyo”, sin que quede claro si desaparecen porque fueron robados o quitados por políticas de distribución.
Se podrá decir, desde la izquierda, que la distancia es grande, y lo es. No se trata de justificar los robos, y menos aun la violencia brutal que muchas veces los acompaña. Un ladrón está lejos de ser un revolucionario, pero en la historia reciente uruguaya los une el sufrimiento de terribles e injustificadas condiciones en las cárceles. Y si hay que decir que un ladrón, con su pequeña y a veces violenta trasgresión de la propiedad, está lejos de traer el socialismo, tenemos que decir que las políticas de estos gobiernos también.
Es notorio el desplazamiento del uso político de la palabra “trabajador”. Si a la izquierda le interesa pensar a los trabajadores disputando “hacia arriba”, contra la clase capitalista, al conservadurismo le interesa oponer a los trabajadores “hacia abajo”, contra las personas que viven en las posiciones más precarias y excluidas. La inseguridad es un excelente marco para lograr ese desplazamiento.
La pregunta es cómo contrarrestarlo. En algún punto, este es un problema de políticas públicas. Si hubiera menos delito, la inseguridad ganaría menos terreno. Desde hace años el diagnóstico “realista” del gobierno es que esto se logra asumiendo como propias las posturas de las derechas. En una nota de 2016 Rafael Paternain y Diego León Pérez mostraron cómo una parte importante de las “50 medidas para mejorar la seguridad pública” propuestas por Bordaberry en 2008 fueron llevadas a cabo por los gobiernos frenteamplistas.1 Es importante recordar esto, porque cuando se dice que la izquierda fracasó con sus políticas de seguridad, en realidad se está hablando de políticas de derecha que aumentaron más y más la cantidad de personas encerradas.
Algunos, ante esta situación, llegan a la conclusión de que fracasaron las políticas sociales, como si el objetivo de estas fuera hacer que los pobres no roben, en lugar de reparar situaciones de injusticia. Debemos tener cuidado con que esto justifique recortes y políticas más restrictivas y controladoras con los usuarios de las políticas. Pero sí se puede decir que las políticas sociales focalizadas están lejos de subsanar las enormes injusticias y desigualdades que cunden en la sociedad uruguaya, que son tremendamente violentas. Basta ir de Montevideo hasta Toledo por Avenida de las Instrucciones para verlo.
Pero si hay un problema de políticas públicas, también hay un problema de política. ¿No habla de la falta de capacidad de organización de la izquierda que en una localidad la gente se organice para linchar? ¿No habla de la falta de esperanza de cambio social cada persona que termina robando?
No es el momento de dejar que flaqueen las convicciones. La mano dura y la cárcel no solucionan el problema. La sociedad no fue demasiado generosa con los pobres. Fue, en todo caso, amarreta e incapaz de dar soluciones integrales a situaciones injustas. Requiere coraje pararse contra la máquina del miedo y el odio, rechazar las simplificaciones conservadoras y apostar por las soluciones difíciles. Pero que no nos convenzan de que este odio es un brote espontáneo y popular. Es organizado y se lo puede derrotar. La única vez que los uruguayos votaron sobre punitivismo, este fue derrotado. Tiene que volver a serlo.
- “Derecha y seguridad: las afinidades electivas”, publicado en Hemisferio Izquierdo (www.hemisferioizquierdo.uy/single-post/2016/10/07/Derecha-y-seguridad-las-afinidades-electivas