Mucho se habla, y se escribe, sobre la crisis venezolana, pero faltan algunos eslabones. Entre ellos está la pregunta por los sectores populares: ¿participan de las protestas?, ¿cuál es su relación con la oposición?, ¿y con el gobierno de Nicolás Maduro? Alejandro Velasco, autor de Barrio Rising. Urban Popular Politics and the Making of Modern Venezuela (2015), responde a algunos de estos interrogantes.
—Una de las dudas que aparecen al leer sobre la crisis venezolana es qué factores sostienen a Nicolás Maduro en el poder. Siempre parece estar por caer y no cae, mientras la crisis se agrava. ¿Cuál es su interpretación?
—Se combinan varios elementos. Por una parte, está el aparato estatal y la elite chavista. En la medida en que vienen cerrándoseles espacios de maniobra en el plano doméstico e internacional, y tienen que recurrir más y más al autoritarismo, las figuras centrales del gobierno van atrincherándose al percibir una amenaza no sólo a su permanencia en el poder, sino verdaderamente existencial. Para algunos es cuestión de principios: ante una oposición envalentonada y con amplio apoyo en el país, y en particular en el extranjero, lo que está en juego es el legado de Hugo Chávez, especialmente el avance hacia el Estado comunal. Más allá de la oposición misma, esto siempre iba a significar una batalla contra la propia Constitución de 1999 –redactada en los comienzos de Chávez–, y con sectores internos del chavismo menos dados a la corriente socialista que a la de democracia participativa, base de esta Carta. De modo que, para los sectores más radicales, de cierta manera es un conflicto bienvenido aunque muy demorado, quizás demasiado para ser exitoso, pero darán la batalla de todas formas. Para otros, no obstante, el interés es más prosaico: los lazos de cuadros clave del chavismo con la corrupción desmedida –sea vinculada al dólar preferencial o, en algunos casos, al narcotráfico– hacen que cualquier salida del poder implique la cárcel, en Venezuela o en el exterior. De modo que la crispación del conflicto, vista en términos existenciales, tiende a cerrar filas, aunque por motivos muy diferentes.
Claro, hemos visto fisuras importantes en el chavismo, con gente que se ha desmarcado, como es el caso de la fiscal general, Luisa Ortega Díaz. La fiscal ha mantenido una posición muy crítica frente a los dictámenes del Tribunal Supremo que invalidaban a la Asamblea Nacional, así como ante la convocatoria a la Constituyente y la represión de las protestas.
Por su parte, la oposición –aunque más unida que en años previos– peca como en otras oportunidades de exceso de confianza y cortoplacismo, basándose en su certeza de una victoria inminente. En esta oportunidad esta dinámica ha sido alentada de manera acentuada y –estoy convencido– irresponsable, por voces como la del secretario general de la Organización de Estados Americanos (Oea), Luis Almagro, cuyas declaraciones llegan a sonar más fuertes que las de la propia oposición. El acercamiento opositor al gobierno de Donald Trump, la emergencia de gobiernos de derecha en Brasil y Argentina, y los intentos de diálogo carentes de sinceridad por parte del gobierno debilitan cualquier incentivo tendiente a moderar las posiciones y buscar espacios para negociar. Ante este escenario, el atrincheramiento por parte del gobierno tiene su espejo en la actitud, también atrincherada, del liderazgo opositor, del cual, de hecho, se nutre.
Por último, está el “factor pueblo”. Como en otras oportunidades, las manifestaciones opositoras han sido multitudinarias. Pero a diferencia de otros momentos, éstas han logrado mantener día tras día, durante mucho tiempo, niveles de participación importantes. También tienden a incorporar sectores sociales más diversos que en el pasado, aunque resultaría exagerado decir que hay un verdadero cruce de clases. De hecho, la brecha entre sectores populares y la oposición se mantiene y se manifiesta en las calles. La oposición lo atribuye a temor o control social de los barrios, sea por el Estado en su función de distribuidor de recursos –los comités locales de abastecimiento y producción (Clap)– o por los llamados “colectivos”. De eso hay algo, pero está sobredimensionado, y creo que obedece más bien a una falta de capacidad de autocrítica por parte de sectores de oposición para entender por qué, luego de 18 años, y a pesar de la crisis severa, aún no han logrado encauzar un mensaje que atienda a la enorme desconfianza que tienen algunos sectores que no creen que la oposición reunida en la Mud abogue por sus intereses a futuro. Ante esa enorme falla resulta mucho más fácil atribuir la falta de participación masiva de los sectores populares a un aparato coactivo.
Esto no sólo se remonta a la polarización en la era chavista. La desconfianza por parte de sectores populares se extiende más allá, hacia sectores de clase media y alta cuyo discurso sobre los derechos humanos y la democracia tiende siempre a enfocarse en los derechos civiles y políticos más que los económicos y sociales. Pero incluso existe una deuda moral de la oposición, vinculada a lo que fue la represión no sólo durante el golpe de 2002, sino bajo el Caracazo de 1989, además de varias masacres en los años ochenta y noventa que ponen en entredicho el apego real de sectores antichavistas a los principios democráticos que enarbolan. Todo eso impide una revuelta masiva por parte de sectores populares, lo cual tiende a darle márgenes de maniobra al gobierno.
—Vinculada a esta descripción que hace de los sectores populares, ¿por qué finalmente no “bajan” de los cerros, como suele decirse, dadas las privaciones crecientes provocadas por el descontrol económico?
—Primero es importante entender que así como la oposición es heterogénea y en el chavismo hay diferencias importantes en su interior, los sectores populares son un actor complejo y a veces contradictorio. Dos ejemplos, sólo en Caracas: en 2015 la parroquia 23 de Enero, vista como un bastión de la revolución, votó mayoritariamente por la oposición en las elecciones parlamentarias. Y en el municipio Sucre, que abarca el barrio más grande de América Latina –Petare– gobierna la oposición desde 2008, aunque también allí operan consejos comunales muy afines al gobierno. Como esos, hay muchos otros ejemplos importantes de zonas populares con representación política mixta, lo cual permite matizar sus repuestas ante la crisis, que de hecho son diversas.
Por ejemplo, si bien es cierto que no hemos visto participación masiva de parte de aquellos sectores más afectados por la severa crisis, sin duda sí hay protestas en los barrios. Tienden a verse más y más saqueos, sea de comercios o de camiones de abastecimiento. Esto ocurre de manera particular en el interior del país, donde el aparato de seguridad del Estado es más tenue que en las grandes ciudades. Además se reportan disturbios en zonas del oeste de Caracas, de corte más popular, toda vez que el sistema de abastecimiento de comida en los barrios –los Clap– presenta fallas y retrasos.
Por varios motivos, tales eventos no suelen contabilizarse como protestas. Uno, porque la oposición tiene interés en proyectar una imagen, sobre todo en el exterior, de organización no violenta centrada en reclamos de tipo político: elecciones generales, libertad de los presos políticos, recuperación de poderes para la Asamblea Nacional. En el ámbito internacional son reclamos fácilmente entendidos como contrarios a la violación de los derechos humanos, por tratarse de derechos civiles y políticos más que económicos y sociales. Ante esto, si bien es claro que una rebelión popular masiva y multisectorial sería bienvenida por la oposición, también sería difícil situarla y canalizarla dentro de los marcos discursivos y estratégicos que se han trazado. De modo que esas protestas están latentes, pero aún circunscriptas a los márgenes.
Luego está el hecho de que la idea de barrios que “bajan” está muy atada a lo que fue el Caracazo de 1989, y tiende a limitar lo que se imagina como protesta popular en Venezuela. Se piensa en términos de explosiones sociales masivas y repentinas, no con cuentagotas, como han venido trascurriendo en sectores populares propiamente identificados con los reclamos de la oposición. Hoy el tipo de protesta que se ve en sectores populares suele tener un carácter reivindicativo, más que político-partidista. Pero las cifras del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social muestran protestas continuas y a escala nacional; protestas barriales contra los efectos de la escasez, la inflación, el colapso de servicios públicos, etcétera. De modo que los barrios han venido protestando y seguirán haciéndolo.
Pero, y esto es clave, una cosa es la protesta ante el gobierno y otra la protesta antigobierno. En el pasado reciente, cuando la oposición logró una incidencia importante en sectores populares, lo consiguió enfocando su mensaje precisamente en aquellos reclamos que tienen eco en los barrios. Pero tiende a perder terreno cuando se aleja de éstos y se enfoca en demandas de corte más político: cambio inmediato del gobierno, cese de la represión y violencia del Estado, ausencia de representación política. No es que estos temas no importen en los sectores populares. Todo lo contrario: precisamente estas fueron las bases sobre las cuales Chávez, en su discurso y por un tiempo en la práctica, logró el apoyo de estos sectores otrora marginados por las elites políticas y sociales. Pero hoy el foco en la condena hacia el Estado por su represión de la oposición –sin duda correcto en principio– luce en los barrios como privilegio de clase, ya que la violencia y el abuso policial es pan de cada día en los sectores populares. Y ante ese escenario vemos el repliegue de las protestas puntuales en estos sectores, ya que, por más grave que sea la crisis, no van a apostar a un cambio de gobierno sin alguna señal más o menos concreta sobre lo que vendría, y encima con gente al mando que por décadas ha demostrado poca voluntad de acercamiento y menos aun de comprensión de las exigencias de los sectores populares; que no se esforzó en entender por qué Chávez logró cautivar los sueños de tantos venezolanos, lo que no ocurrió por meras dádivas, por carecer de sofisticación ni por ser “enchufados”.
Esto es lo que subyace en lo que refería antes: la desconfianza. Sin duda en los barrios el gobierno no sólo está debilitado sino desprestigiado, incluso entre los chavistas más comprometidos, para quienes el gobierno reacciona con timidez e incoherencia ante lo que perciben como una oposición violenta. Pero las encuestas muestran que la oposición cuenta con una clara mayoría de aproximadamente 55 por ciento de apoyo contra un 15 o 20 por ciento del gobierno. Significa que, a pesar de la crisis, una parte de la población otrora simpatizante del chavismo y hoy decepcionada con el gobierno, aún no se decide a apoyar a la oposición. Y ciertamente va a pensarlo muy bien en el marco de protestas que se tornan más y más violentas, de manera particular en momentos como el actual, en el que las protestas van dirigidas a cambiar el gobierno sin una idea más clara del futuro.
—¿Qué perspectivas imagina para la coyuntura venezolana actual?
—Todo apunta a un escenario de más confrontación, lo cual, de hecho, marca un hito en la trama reciente de Venezuela. Lo que se comenta poco es que, dada la intensidad de la polarización, la protesta y el conflicto que ha vivido el país en las últimas dos décadas (e incluso antes), a lo cual se le suma el número descomunal de armas en la calle y los altísimos índices de violencia delictiva, resulta insólito que la tensión social y política no haya pasado a mayores, incluso a una guerra civil. Lo cierto es que en momentos en los que también se hablaba en términos del todo o nada, del fin del mundo, de un desenlace final ante un tablero cerrado –como en 2002, 2007 o 2014– Venezuela y su gente, a pesar de todo, encontraron cómo frenar antes del barranco.
Hoy estamos frente a una coyuntura muy diferente de instancias previas de crispación, protesta y violencia. El gobierno no solamente está débil en cuanto a apoyo popular, sino ante un panorama geopolítico completamente adverso, y con muchos de sus cuadros inmersos en la corrupción, lo cual reduce la posibilidad de inmunidad ante un contexto de transición. El gobierno se muestra arrinconado y sin ningún interés en negociar de buena fe, ya que lo que está en juego es el todo. Por eso hace uso de todas las piezas que controla en el aparato institucional para intentar frenar esa debacle total, aceptando los costos de legitimidad que esto conlleva en el ámbito doméstico e internacional. Claro, de parte de la oposición, con más apoyo que nunca dentro y fuera de Venezuela, tampoco hay voluntad alguna de negociar. Primero por cuestiones de principios –del tipo “la democracia no se negocia”, aunque qué entienden por democracia está en entredicho–, pero más que todo por sentirse próximos a la victoria final.
No obstante, también es cierto, aunque resulte difícil aceptarlo, que, como mencionamos, ni la oposición ni el gobierno cuenta con el poder abrumador para salir victorioso. Por eso se estancan en una brutal lucha de trincheras sin un desenlace claro. El gobierno juega al desgaste opositor. La oposición a un quiebre decisivo dentro del gobierno –por ejemplo de fichas clave, especialmente en las fuerzas armadas– y al aumento de las protestas en sectores populares que obliguen a reprimirlas tal como se ha venido haciendo con las protestas más convencionalmente asociadas con la oposición. Eso le restaría muchísima credibilidad al gobierno entre sectores que si bien mantienen serias críticas y desilusión, aún no se deciden del todo a apostar por una alternativa de gobierno opositora.
El comodín son las fuerzas armadas bolivarianas. Más y más resulta evidente y conocido, no sólo a escala internacional, sino en la propia Venezuela, sobre todo entre aquellos que simpatizan o simpatizaron con el gobierno, que sus cúpulas están metidas de pleno en actos de corrupción, especialmente en el tráfico de alimentos y de divisas, que afecta de manera más directa a sectores populares. Pero al contrario de las elites civiles chavistas, los militares saben que son una ficha de negociación precisamente por controlar las armas del Estado y estar en la posición, en un momento dado, de dirigir esas armas en función de una “pacificación” de sectores –por ejemplo los colectivos– que se opongan de manera violenta a una transición. De hecho, la oposición mantiene lazos con la jerarquía militar y pide públicamente que se manifieste abiertamente contra el gobierno. Y puede que lo haga, pero más allá de la paradoja de una oposición que por años ha criticado al componente militar por sobreponerse al civil, quienes sufrirán las consecuencias son esos mismos sectores populares de los que tanto se habla. Vale recordar las palabras que el entonces flamante presidente Carlos Andrés Pérez, en vísperas de lo que sería el Caracazo de 1989, le apuntó a un dirigente de Acción Democrática: “Cuando el ejército sale a la calle, es a matar gente”. De modo que no sirve hablar de ángeles y demonios en Venezuela. Quienes ayer enarbolaban los derechos humanos hoy los violan, y viceversa. Y el precio siempre lo pagan de manera marcada esos barrios de los que tanto se habla y a los que tan poco se escucha, y menos aun se entiende. Esto es, en resumidas cuentas, el nudo y tamaño de nuestra crisis.
(Esta entrevista fue publicada a inicios de junio en la revista Nueva Sociedad. Brecha reproduce fragmentos con su autorización.)