Militar la patente - Brecha digital
Cómo las farmacéuticas se aseguraron el monopolio sobre la vida y la muerte

Militar la patente

Pfizer encabeza una dura oposición a la propuesta de suspender los derechos de propiedad intelectual para las vacunas contra el covid-19. En el pasado, la misma empresa lideró el lobby que hoy impide el acceso de los pobres a medicamentos cruciales.

Planta de Pfizer en Amboise, Francia Afp, Alain Jocard

La vacuna contra el covid-19 desarrollada por el gigante farmacéutico Pfizer junto con su socio alemán Biontech fue la primera en ser aprobada por varios Estados para su uso de emergencia y su aplicación ya se encuentra en estado avanzado en varios países. No obstante, mientras esto sucede, Pfizer ha mostrado una vehemente oposición a uno de los esfuerzos globales más importantes realizados en pos de garantizar que los países pobres puedan acceder a la inmunización contra la enfermedad.

En octubre, India y Sudáfrica presentaron una propuesta para que la Organización Mundial del Comercio (OMC) suspendiera de forma temporal la vigencia de las patentes de los tratamientos contra el covid-19, en virtud del acuerdo de propiedad intelectual conocido como Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). Apoyada ahora por casi un centenar de países, la iniciativa permitiría la producción asequible de tratamientos genéricos durante lo que dure la pandemia.

Si se aprueba, la propuesta podría salvar innumerables vidas en el Sur global, en momentos en que los países ricos acaparan los stocks de vacunas (véase «Sálvese quien pague», Brecha, 18-XII-20) y cuando un estudio realizado por científicos de la Universidad Johns Hopkins advierte que una cuarta parte de la población mundial no recibirá el pinchazo hasta 2022 (British Medical Journal, 15-XII-20). Pero, hasta ahora, Estados Unidos, la Unión Europea, Reino Unido, Noruega, Suiza, Japón y Canadá han bloqueado la moción, a pesar de que en el contexto actual las demoras en el acceso a las vacunas significan, en los hechos, más muertes.

Con Pfizer a la cabeza, la industria farmacéutica, preocupada por proteger sus ganancias, es un socio poderoso de este frente opositor. «La propiedad intelectual es la sangre del sector privado y es la que trajo una solución a esta pandemia. En este momento, no es una barrera», declaró a comienzos de diciembre Albert Bourla, su director ejecutivo. Días antes, Pfizer había registrado oficialmente su oposición a la propuesta de India y Sudáfrica en un artículo del 5 de diciembre en The Lancet, en el que afirmaba que «un modelo global único [de acceso a las vacunas] ignora las circunstancias específicas de cada situación, de cada producto y de cada país».

En los alegatos de la empresa, el marco actual de las normas de propiedad intelectual y de los monopolios farmacéuticos es presentado como un orden planetario basado en el sentido común y cuyos beneficios para la sociedad serían evidentes. En realidad, estas normas internacionales son relativamente recientes y fueron moldeadas, en parte, por la propia Pfizer. Desde mediados de la década del 80 hasta principios de la del 90, la empresa desempeñó un papel fundamental en el establecimiento de las mismas reglas de propiedad intelectual de la OMC que ahora invoca para argumentar en contra de la liberación del suministro de vacunas para los países pobres. La «sangre del sector privado» mentada por Bourla no corresponde a un orden natural, sino que refleja una estructura comercial global que la compañía ayudó a crear en detrimento de los pobres de todo el mundo.

UNA CAMPAÑA CORPORATIVA

A mediados de la década del 80, el entonces presidente de Pfizer, Edmund Pratt, tenía una misión: asegurar que se incluyeran fuertes protecciones para la propiedad intelectual en la Ronda Uruguay del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés). Aquellas fueron las negociaciones multinacionales de comercio que resultarían en el establecimiento de la OMC en 1995. El razonamiento de Pratt era simple: semejantes protecciones eran vitales para proteger la «competitividad» global de su empresa y de otras industrias estadounidenses.

Pratt tenía un poder institucional considerable más allá de su puesto corporativo. Como señalan los investigadores de Harvard e Insead Charan Devereaux Robert Z. Lawrence y Michael D. Watkins en su libro Case Studies in US Trade Negotiation, Pratt formó parte del Comité Asesor sobre Negociaciones Comerciales de los gobiernos de Jimmy Carter y Ronald Reagan. En 1986, cofundó el Comité de Propiedad Intelectual, un organismo que se dedicaría a construir vínculos con corporaciones de Europa y Japón, se reuniría con funcionarios de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de la ONU y llevaría adelante un agresivo lobby para garantizar que se incluyera la propiedad intelectual en las negociaciones comerciales.

Ya en aquellos años, tanto a nivel mundial como estadounidense, Pfizer jugaba un rol importante en la promoción de la idea de que el comercio internacional debía depender de unas determinadas reglas de propiedad intelectual: según su concepción, los países que no siguieran las reglas de propiedad intelectual estadounidenses se dedicaban a la piratería. Los expertos en regulación comercial internacional de la Universidad Nacional de Australia Peter Drahos y John Braithwaite señalan, en su libro Information Feudalism, que «como el batir de un tambor, el mensaje sobre la propiedad intelectual se fue replicando por las redes empresariales, las cámaras de comercio, los consejos directivos, los comités de negocios y los organismos corporativos. Progresivamente, los ejecutivos de Pfizer que ocupaban puestos clave en las gremiales empresariales estratégicas lograron reclutar el apoyo de esos grupos a una concepción de la propiedad intelectual que estaba basada en el comercio».

Por aquel entonces, la idea de que la propiedad intelectual debía ser parte de las reglas comerciales internacionales no era algo universalmente aceptado. Muchos países del tercer mundo se resistieron a su inclusión, con el argumento de que, si se establecían normas más estrictas de propiedad intelectual, se iba a estar protegiendo el poder monopolístico de las corporaciones y se socavarían los controles internos de precios.

En 1982, la primera ministra de India, Indira Gandhi, decía a la Asamblea Mundial de la Salud, el máximo órgano de decisión de la OMS, que «un mundo mejor ordenado será aquel en el que los descubrimientos médicos estén libres de cualquier patente y donde no se haga negocio a partir de la vida y la muerte». Y en 1986, el Christian Science Monitor informaba que «Brasil y Argentina encabezan un grupo que ha bloqueado los intentos de Estados Unidos de incluir la protección de la propiedad intelectual en la nueva ronda de conversaciones de comercio».

Pero el presidente de Pfizer tenía aliados poderosos, entre ellos el presidente del gigante tecnológico IBM, John Opel. Sus esfuerzos combinados desempeñaron un papel clave para asegurar que finalmente se incluyeran reglas de propiedad intelectual en las negociaciones del GATT. Pratt nunca dudó en atribuirse ese éxito. «Esta victoria en el GATT, que establece disposiciones para la propiedad intelectual, resultó en buena parte de los esfuerzos a brazo partido hechos por el gobierno de Estados Unidos y las empresas estadounidenses, incluida Pfizer, durante las últimas tres décadas. Hemos estado en esto desde el principio, asumiendo un rol de liderazgo», declaró por entonces, tal como lo recogen los investigadores Lori Wallach y Patrick Woodall en su libro Whose Trade Organization? The Comprehensive Guide to the WTO.

Durante las negociaciones para la protección de la propiedad intelectual en el GATT, el grupo de lobby cofundado por Pratt jugó un papel activo como organizador de empresarios de Estados Unidos, Europa y Japón decididos a conseguir una regulación fuerte en la materia. Cuando, a mediados de los años noventa, se estableció formalmente la OMC y se firmaron los acuerdos internacionales, Pratt ya no era presidente de Pfizer, pero su contribución y el papel de la empresa que había dirigido todavía se hacían sentir. Fueron Pratt y Opel quienes, desde un comienzo, «diseñaron, presionaron y engatusaron al gobierno estadounidense para que incluyera la propiedad intelectual como uno de los temas de negociación», en palabras de uno de los miembros del equipo negociador de Estados Unidos citado por Devereaux, Lawrence y Watkins.

El acuerdo sobre los ADPIC de la OMC, que entró en vigor en 1995, se convertiría en el «acuerdo sobre propiedad intelectual más importante del siglo XX», escriben por su parte Drahos y Braithwaite. Ese tratado puso a la mayor parte del mundo bajo estándares mínimos de propiedad intelectual, parte de los cuales significaron el establecimiento de un monopolio global de patentes en manos de las empresas farmacéuticas. Para Dean Baker, economista y cofundador del think tank izquierdista Center for Economic and Policy Research, «el acuerdo sobre los ADPIC de la OMC requirió que países de todo el mundo adoptaran normas de patentes y derecho de autor de tipo estadounidense. Anteriormente, ambos temas habían estado fuera de los acuerdos comerciales internacionales y los países podían tener las reglas que quisieran al respecto. India tenía una industria farmacéutica bien desarrollada en la década del 90. Antes del acuerdo, el Estado no permitía que las empresas farmacéuticas patentaran medicamentos. Podrían patentar procesos, pero no medicamentos».

ACCESO LIMITADO

El acuerdo sobre ADPIC trajo fabulosas ganancias a las compañías farmacéuticas y «elevó los costos farmacéuticos en Estados Unidos, al tiempo que restringió aún más la disponibilidad de medicamentos vitales en los países en vías de desarrollo de la OMC», según afirma la ONG Public Citizen, dedicada al contralor de prácticas corporativas. Esta dinámica se manifestó de forma brutal durante la crisis del sida, que se encontraba en su apogeo cuando se creó la OMC. «Le tomó al gobierno sudafricano casi una década romper los monopolios de las compañías farmacéuticas extranjeras que mantenían al país como rehén y condenaban a su gente a la muerte», recordaban hace poco en The New York Times (7-XII-20) Baker, el activista por la salud pública Achal Prabhala y el economista Arjun Jayadev.

Es difícil pensar en un escenario más propicio para defender una suspensión de las leyes de propiedad intelectual que el de una pandemia mundial, un argumento que ciertamente no es marginal en el contexto político actual. Además de una larga lista de activistas globales, los principales grupos de derechos humanos y los expertos en la materia de la ONU han sumado sus voces a la demanda de suspender las leyes sobre patentes. Sus llamamientos continúan lo iniciado por el movimiento por la justicia global de la década del 90 y principios de la del 2000, que puso en cuestión el papel que tuvo la OMC –junto con otras instituciones globales, como el Banco Mundial y el FMI– en la destrucción, a manos de las corporaciones, de las regulaciones nacionales en materia laboral, ambiental y de salud pública. Un punto clave de su crítica fue el enorme poder de las corporaciones estadounidenses en la OMC, que se revela hoy en su bloqueo de la propuesta para suspender las patentes de las vacunas contra el covid-19.

Pfizer no es la única que se opone a pausar por un momento las reglas de propiedad intelectual. Las gremiales de la industria farmacéutica y empresas individuales, se han manifestado con toda su fuerza en contra de estas propuestas. «La influencia de la industria farmacéutica es enorme», señala Baker. «No hace falta decir que Trump apoyará estas corporaciones. Incluso Biden será presionado por la industria farmacéutica y tendrá enormes dificultades para hacer algo que a esta no le guste».

La lucha sin cuartel de la industria farmacéutica por acaparar información que permitirá salvar vidas en plena pandemia contrasta con el gigantesco papel que ha tenido la financiación pública en el desarrollo de las vacunas (véase «Sálvese quien pague», Brecha, 18-XII-20). Sin embargo, con un costo estimado de 19,50 dólares estadounidenses por dosis en sus primeras 100 millones de dosis, la vacuna de Pfizer es demasiado costosa para muchos países pobres, particularmente a la luz de sus requisitos de almacenamiento. La compañía farmacéutica Astrazeneca, que produjo una vacuna junto con la Universidad de Oxford, se comprometió, en 2020, a facilitar el acceso de los países pobres a su producto y afirmó que no obtendrá ganancias durante lo que dure la pandemia. Pero, al mismo tiempo, «se ha reservado el derecho a declarar el fin de la pandemia a partir de julio de 2021», según señalan en el Times Prabhala, Jayadev y Baker.

Se podría tomar un mapa de la pobreza mundial, colocarlo sobre un mapa de acceso a las vacunas y se obtendría una coincidencia virtual de uno a uno. «Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y otros países están reservando dosis en proporciones que superan con creces el tamaño de sus poblaciones», informó en diciembre The New York Times, «mientras que muchas naciones pobres luchan por asegurarse apenas lo suficiente» (15-XII-20). Es el resultado lógico de un sistema diseñado desde el principio para reforzar estructuras de poder existentes desde hace mucho tiempo y heredadas de un sistema colonial. Independientemente de las intenciones que se haya tenido, se dejará morir una vez más a las naciones negras y pardas, mientras que los países ricos del Norte global exceden con creces sus propias necesidades. Dado el riesgo de que podamos ver un apartheid global de la distribución de vacunas, en el que los países pobres continúan enfrentando pérdidas devastadoras mientras que los países ricos persiguen la inmunidad colectiva, no parece que alcance con vagas garantías de benevolencia empresarial. Como dice Baker, «¿no querría usted que todas las vacunas estuvieran disponibles tanto como sea posible?».

(Publicado originalmente en In These Times con el título «Pfizer Helped Create the Global Patent Rules. Now it’s Using Them to Undercut Access to the Covid Vaccine». Traducción y titulación en español de Brecha.)

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