Medio abeja y colibrí - Brecha digital
Con Ernesto Díaz

Medio abeja y colibrí

Llegado del norte al sur del Uruguay, hace ocho años el cantautor artiguense Ernesto Díaz pateó el tablero musical montevideano con un puñado de maravillosas canciones, cargadas de una poética rebelde que rebasa fronteras geográficas, lingüísticas y culturales: un disco que ya es considerado una obra de culto. Ahora, pronto para mostrar su nuevo material discográfico. En diálogo con Brecha, el músico comparte su sentir, su pensamiento, su arte y, sobre todo, la calidez de su persona.

MAGDALENA GUTIÉRREZ

La radio ha estado prendida todo el día en volumen mínimo. En la casa, aquel sonido resulta imperceptible durante el día, se disuelve en el ruido cotidiano de los cubiertos y la prosa. Va cayendo la noche. Algún vecino pasa y compra un cigarro suelto, que el hombre le alcanza por la ventana de la sala.

Ya todos se acuestan y el silencio los envuelve. Es entonces cuando el umbral del oído se desplaza y, aunque nadie ha movido la perilla, el volumen de la radio empieza a subir. La propia estación de Quaraí parece emitir en frecuencia modulada directamente desde el cuarto de Ernesto, que escucha clarita la voz juguetona de Jorge Ben.

Foi um gol de anjo, um verdadeiro gol de placa. Filho Maravilha, nós gostamos de você!

Después de Jorge Ben viene Amelinha, después parece que Chico Buarque… Desde su cama, poco a poco, Ernesto deja de prestar atención a la música. Hay otra cosa, escucha un ruido como de conversaciones, algunas risas, pedazos de frases. No le hablan a él, pero las escucha como en una sala de espera o en un ómnibus. Son voces que ya conoce y que lo seguirán acompañando con los años, como telón de fondo de su vigilia.

Es domingo y amanece lloviendo. Ernesto siente el ruido de las gotas y ya sabe lo que significa. El abuelo, conocido chocolatinero de la ciudad, que vende golosinas afuera de la escuela o del cine y recita versos de memoria a quien le compre, hoy no va a trabajar. En cambio, sin levantarse de la cama, el hombre prenderá la veladora y elegirá una enciclopedia o un libro de Rudyard Kipling de la pila de textos que descansan en su mesita de luz.

La abuela, que ya calienta el aceite para los buñuelos y las tortas fritas, fingiendo enojarse, le ordena:

—Ernesto, diz pra teu agüelo que no séya vagabundo. Que se levante!

Obediente, el niño va al cuarto y le dice bajito: «Abuelo, dice la abuela que es hora de levantarse. Y que no seas vago». Apartando los ojos del libro, el hombre responde a su nieto con dulzura: «Decile a tu abuela que me traiga un café bem quente y bem doce». Y vuelta el gurí a la cocina.

—Abuela, diz o abuelo que lleves para él café bem quente e bem doce e dexa de rezongá.

—Diz pra ese vagabundo que eu naum so empregada de ninguém!

Y así lo tienen al gurí Ernesto, que, sin darse cuenta, en su trasiego del dormitorio a la cocina, va traduciendo del portuñol de frontera, de la abuela, al español argentino de Salta, del abuelo, y viceversa.

—Abuelo, dice la abuela que ella no es tu empleada. Y que te levantes.

CANDOMBE DE DOIS

Es un sábado de julio por la tarde. La pesadez del aire casi se puede palpar y la humedad lo impregna todo.

En el barrio de Punta Carretas, la calle Patria está apacible y por sobre los techos de las casas emerge, entre la bruma, una de las torres de las luces del estadio Luis Franzini.

Ernesto Díaz (Artigas, 1973) prende la estufa y se ceba un mate. Usa una gorra rasta, jeans, buzo beige de hilo y unos zapatos blancos de fútbol cinco. Estamos en un viejo apartamento que en algún momento fue su casa. Hoy es donde da clases de composición y ensaya con la banda Más Quereres, uno de los tantos proyectos musicales en los que participa. Esa noche, de hecho, se presenta junto a Braulio López, con quien toca hace nueve años.

«Yo soy un cancionista», afirma. «La persona que hace canciones es un comentarista, vive citando. No hay canciones mías que no tengan cita; todas tienen. Y no hay canciones mías que no sean para alguien. Todas son para alguien, para la energía de alguien, aunque ese alguien no se entere. El motor mío es ese.»

Y es verdad: basta ver en el librillo de su disco Cualquier uno (Ayuí, 2014) cómo cada una de sus 15 canciones entrelaza nombres de padrinos y madrinas. No es un detalle menor, sino que hace patente lo que Ernesto pone en juego al hacer música. Sus canciones son actos de amistad, de amor y de rebeldía. Sus versos son danzantes y, por más duro que sea el tema que aborda, escucharlo es siempre recibir la calidez de su persona.

Cualquier uno es su primer disco, que irrumpió en la escena musical local con la sorprendente extrañeza de lo nuevo. Es una producción artística del propio Ernesto Díaz junto con Fernando Ulivi y Guilherme de Alencar Pinto. Las canciones se destacan por su faz tanto de compositor como de intérprete. Su voz es firme y con matices, con un amplio registro que alcanza con facilidad el falsete y se desdobla en múltiples climas. En el disco participan una constelación de músicos uruguayos, como Braulio López, Leo Maslíah, Francisco Fattoruso, Jorge Galemire, Ney Peraza y Walter Nego Haedo, entre otros.

Ernesto estaba en Artigas en 2015, cuando se agotaron las 700 copias de la primera edición del disco y se enteró de que había sido nominado en dos categorías de los Premios Graffiti. «Pero yo no les doy pelota ninguna a los premios. Me parece un manejo comercial que separa en vez de unir. No es como un festival, donde defendés la canción. En Latinoamérica los premios son hechos para que la gente se separe por el estrellato y no se una en un movimiento de la canción», comenta. Por eso se enoja con la música «demasiado» industrializada porque es «muy poco humana». La música humana, afirma, es errática, se hace desde adentro y sin receta.

Para el álbum, Ernesto empezó cantando 45 canciones. Luego filtró 25. Hasta que quedaron las 15 definitivas. «El disco salió gracias a Guilherme y Ulivi. Ellos me dijeron: “Che, Ernesto, vamos a grabarte, porque si no, no vas a grabar nunca”. Yo había grabado antes con Carlos Giraldez. Grababa un día y al otro día borraba, grababa y borraba. Y Carlos no me daba bola, guardaba lo que le gustaba sin que yo supiera. Ellos ya sabían eso. Me decían: “Ernesto, vos no vas a tener acceso al material”. Por las dudas…», cuenta, con una sonrisa.

Le digo que su comportamiento en el estudio de grabación me recuerda al de Eduardo Mateo en su también disco debut, Mateo solo bien se lame, grabado en los estudios ION de Buenos Aires en 1971, gracias al esfuerzo titánico del productor Carlos Píriz. Eran las épocas «divagantes» de Mateo. «Debe ser lo único que tengo parecido a Mateo», dice Ernesto, divertido. Y, sin embargo, durante la entrevista aparecen otras cosas. Por ejemplo, su lado percusionista. Y obviamente el candombe. «Yo me terminé viniendo a Montevideo para ver qué pasaba acá con el candombe.»

—¿Por qué decidiste eso?

—Yo escuchaba candombe que no era de Montevideo, las lecturas de candombe de Los Olimareños y de José Carbajal el Sabalero. Pero cuando escuché gente de Montevideo, como Ruben Rada, Eduardo Mateo, Jaime Roos, dije: «Yo tengo que ir ahí». Me interesaba mucho más que ir al Brasil. «Porque esto no viene hasta acá, yo tengo que ir ahí.»

—¿Con qué te encontraste?

—Al primero que vi fue a Heber Píriz. Era el candombe canción encarnado en una persona. Estaba haciendo un repertorio de candombe eléctrico con una banda que se llamaba La Licuadora. El primer tipo que me invitó a tocar en Montevideo fue Heber Píriz, con el Pato Rodés. Yo me recorría todos los boliches de Montevideo para ver música, era el año 1990, 1991…

—Ahí tenías 20 años…

—Sí. Vi a Heber Píriz y dije: «Esto es lo que vine a ver». Después vi a Sarabanda y venían así… [su cara se desfigura, la mirada se le va y gesticula con los brazos el toque de un tambor]. A mí me encanta el samba, me gustan todo tipo de comparsas, todas tienen su energía. El candombe es una cosa guerrera, ya en la concentración sentís la mirada. Es una energía que tiene que ver con el barrio, hay un tiempo, un aroma y algo que no sé cómo explicar. Yo soy de afuera. Pero vine a estudiar eso humildemente, mirando, «desde la vereda», como decía Walter Venencio. Esa gente era la perfección, esa energía puesta en la canción. Después tuve el privilegio de tocar con Yair Flores, que lo perdimos, porque no tiene teléfono ni celular y vive en una casa que no tiene timbre. Entonces la única forma es gritarle por la ventana, preguntarle a algún vecino. Es difícil de encontrar y está viejito.

—¿Qué edad tendrá ahora?

—Dejame hacer la cuenta. Veinticuatro años más que yo, así que tiene 73. Yair nació en Livramento, la madre era brasilera. Él hacía candombe porque de chiquito se crio en la calle La Cumparsita. Grabaron un disco precioso con Ney Peraza (Yair Flores-Ney Peraza, Perro Andaluz, 2002). Yair también era esa energía que yo vine a buscar. Hoy escucho a una muchacha que se llama Sofía Álvez. En sus canciones, en su voz, en su fraseo y en su poética tiene cosas como las que yo olfateaba desde allá. Tiene que ver con la energía de Montevideo. Porque es muy importante Montevideo musicalmente. Es muy importante. Mirá que es más importante que lo que llegamos a dimensionar hoy. Montevideo es un bastión de resistencia.

—Entonces encontraste lo que viniste a buscar. ¿Qué fue lo que te dio el candombe?

—Lo que pasa es que yo quería aprender percusión. Entonces fui a clase con Juan Carlos Ferreira, que empezó a pasarme cosas cubanas y también candombe. Me dio un mes de clase y me dijo: «Yo no te puedo enseñar. Vos tenés una forma de tocar con los dedos, yo te paso técnicas y no agarrás. No tenés que seguir conmigo, tenés que hacer otra cosa». Y ta, me echó.

Pero no me frustré para nada, tenía 19 años. Empecé a estudiar guitarra con Rubén Olivera, que ya lo conocía. Las congas costaban 2 mil dólares, pero una guitarra buena salía 300 dólares. Me compré una Yamaha. Ahora tengo unas congas que me regaló mi ex. Me las regaló con su hija que yo ayudé a criar. Me regalaron las congas de divorcio. Cuando nos separamos [risas].

—Eso es genial. ¿Pero recién ahí empezaste a aprender guitarra?

—Claro. Rubén me pasaba ejercicios, pero yo empecé enseguida a componer. En la primera reunión de estudiantes, me presentó: «Acá tienen a Ernesto, es un gran compositor de pedazos de canciones». No tenía ninguna canción entera, eran todo pedazos. La primera canción que hice entera, mía, fue «Los momentos», en 1994. Se la hice a Fredy Pérez. Yo no lo conocía. Él entraba al TUMP [Taller Uruguayo de Música Popular] todo serio y siempre tocaba la guitarra. Se encerraba y cantaba y chiflaba. Y yo, esperando para entrar a clase, afilaba la oreja y decía: «¿Quién es?». Fue la inspiración, era lo que yo quería pescar en el aire, algo como un falsete finito. Un día lo vi bajando. «Ah, es este.» La otra parte de la canción es pensando en un amigo que vivía conmigo en la pensión estudiantil, que le decíamos Tancredo. A mí me costaba mucho esfuerzo tocar lo que sonaba en mi cabeza. Pasaba horas con la guitarra y él me acompañaba. Cuando se fue al baño a mear, yo sentí que estaba chiflando la melodía. Entonces me dio la pauta: «Bueno, hay algo que se parece a música, porque si salió chiflando…».

—«Los momentos» está grabada en el disco que se editó 20 años después…

—Exactamente, 20 años después. Me faltaban dos versos, la terminé y se la mostré a Rubén. La escuchó y me dijo: «A ver, tocala de nuevo». Y llamó a Guilherme de Alencar Pinto y a Jorge Schellemberg, que estaban ahí en el TUMP. Me quedé reintimidado. Schellemberg dijo: «Qué lo tiró Artigas, ¿eh? Da buenos jugadores de fútbol y da buenos músicos». Me dio para adelante. «Vos decís por lo que yo juego al fútbol», dije yo.

—En el TUMP también conociste a Ney Peraza…

—Sí, cuando se presentó la carpa del TUMP en 1995 en la Intendencia. Los alumnos subíamos y cantábamos lo que estábamos haciendo. Un año después de la primera canción, yo compuse «Chico tristeza». La hice con la idea de escribir una novela, y el personaje era un músico que se deprimía y lloraba. Tenía esa doble personalidad. La canté en la carpa, todo cagado de miedo. Y no dije nada, bajé nomás. Ahí vino el Ney y me preguntó: «¿Qué es eso que cantaste? ¿De quién es esa canción?». «Es mía», le dije yo. «Pero vos no podés hacer esa canción. Vos sos alumno», me decía. Yo no me animaba a decir que era mía, me daba vergüenza, porque, además, era medio en portuñol.

UNA LENGUA SIN DUEÑO

En la academia lo denominan dialecto portugués del Uruguay (DPU). Empezó a sonar en más oídos montevideanos cuando el artiguense Fabián Severo, profesor de Literatura formado en el CERP de Rivera, publicó el libro de poemas en portuñol Noite nu Norte (Ediciones del Rincón, 2010), que ganaría un Premio Morosoli de Bronce ese mismo año. Fue un revuelo, principalmente en Artigas, donde, por un tiempo, varias sobremesas familiares se dedicaron a discutir acaloradamente si el portuñol se escribía como lo había escrito Fabián o no.

El poeta y el cantor no se conocían del pueblo, porque Fabián es ocho años más joven que Ernesto. Se conocieron en Montevideo, por una amiga en común. Se juntaron, compusieron canciones, se hicieron amigos. Entonces el escritor le propuso al músico que lo acompañara a una gira de presentación del libro Noite nu Norte. «La hicimos sin un peso. Y si había un peso, se repartía. Fabián agotó toda la edición del libro. Y después, en 2014, cuando yo tenía el disco para editar y había que poner una plata, él me la dio. Yo después se la devolví», cuenta Ernesto.

Como en una actualización fronteriza del tema «Exilios», de Larbanois-Carrero, combinada con el desparpajo de un Chito de Mello, miles de estudiantes de Artigas y Rivera empezaron a identificarse con la canción «Me solta Montevideo», que cuenta las peripecias de dos amigos que comparten «el amor de una cerveza» a medida que vuelven de Montevideo a Artigas de carona (a dedo), cruzándose con todo tipo de situaciones y personajes. Complemento ideal para los versos de Fabián, que supieron introducir la canción en sus presentaciones conjuntas: «Minha língua le saca la lengua al dicionario. Baila uma cumbia encima dos mapa. Y hace con la túnica y la moña una cometa pra voar livre y solta por el cielo. Artiga tiene una lengua sin dueño».

Es la lengua rebelde que al principio a Ernesto le avergonzaba mostrar al público a través de sus canciones. Pero, aunque empezó tímido, en su fuero íntimo ya tenía una convicción: «No voy a seguir escondiendo la lengua que me enseñó mi abuela. Yo la extraño y la forma de estar con ella es hablando como ella me enseñó. Ella me dejó su poesía y es mía. La uso cuando quiero».

Es una ficha que nos cae tarde a los fronterizos emigrados. Primero, dejar los confines del país, donde campea la mistura, para venir al centro capitalino. Adaptar nuestra lengua bífida a la norma aceptada. Cuando lo logramos, empieza a morir el norte a merced de un sur que lo desconoce en absoluto. De ahí la importancia del rescate del artista, que es el rescate de los que una vez vinimos del norte y cada vez nos disponemos menos a recorrer las ocho horas hasta el final de la ruta 30.

Esa es la identidad que se escucha en el disco Cualquier uno, según lo explica el cantautor. «Tengo “Chico tristeza”, que es en portugués de la frontera; “Me solta Montevideo”, que es en español de acá, un poco de la frontera y un poco de portuñol; tengo “O Preyudicado”, que hice con el Guta Leyes, que es portuñol radical, con mucha gíria [jerga], y “Los Oreia”, que es del Ñato de la Peña, que es español gíria de la plaza de Artigas de los años noventa. Es artiguense con pinceladas. Como decía el Chito de Mello: es misturado.»

La referencia al riverense Chito de Mello, cantor prácticamente desconocido en el sur, es recurrente y obligatoria, tanto que Ernesto asegura que hablar de él «es como hablar de Violeta Parra o de Atahualpa Yupanqui», porque es un artista «que se fue al hueso en el asunto» y que es «un pilar» en la identidad del norte. «No canto en broma, soy rompidioma y no toy ni ahí», cantaba el Chito, fallecido recientemente, en 2020. Son recordadas las reuniones musicales que hacían con otros artistas, como Numa Moraes, en la localidad de Moirones, Rivera. Allí se encuentra la casa de otro célebre músico fronterizo, Yoni de Mello, autor de la canción «Yaguatirica», que fuera ampliamente difundida en la voz de Alfredo Zitarrosa.

Entre estas y otras referencias musicales, Ernesto también va contando historias de su familia, que denomina «un crisol de razas y creencias». Pasa por su niñez, su padre militante perseguido por la dictadura. Las botas gigantes que de repente aparecían en el living de su casa. Su madre, maestra, como sostén de la familia. La violencia y la tristeza. Sus convicciones y su idioma atravesado, que reivindica. Todo aquello confluye en una identidad particular. La dura vida del norte, la fama de mal arreados… En su caso, de ese portuñol y esa dureza parece brotar una rebeldía luminosa que es a la vez combativa y tierna, disonante y original.

—¿Cómo describirías tu identidad como artiguense?

—Yo lo resumo así: de la frontera, como lugar de origen, nunca te podés ir. Y, cuando querés volver, nunca podés volver del todo. La frontera tiene más que ver con el tiempo que con el espacio: es la lengua, la poesía, la forma de vivir y de hablar. Lo que más te afecta cuando venís a Montevideo es el tiempo de las cosas, el ritmo. Y, además, está la lengua rebelde, que sigue dando que hablar. Allá chocan dos lenguas imperiales, el español y el portugués. Ese es el problema, chocan, ¡pum! Para algunas personas es caos y para otras es cosmos. Dentro de esa explosión, esa maraña, se forman pequeños universos. Bueno. Eso pasa en la frontera.

—¿Por qué creés que escondías tu lengua?

—Es que la escondemos siempre, por la disglosia. Ahora, por ejemplo, estamos hablando español, porque es la lengua que nos enseñaron en la escuela. Y es legítima. Pero hay un español de Artigas, un español más abrasilerado, hay un brasilero, un portuñol de barrio, uno de la cancha de fútbol… Hay muchos. No es lo mismo el portugués gaúcho, una variante que tiene mucha influencia del español, pero que es una lengua oficial, que el portugués de la frontera, que es una variante de la lengua oficial del país que está al lado, pero no es oficial del Uruguay. Ese es el gran problema político que había. A mí eso no me importa nada y me importa mucho.

—¿Te importa o no te importa?

—Me importa porque fue perseguida. Por ejemplo, por [Guillermo] García Costa, un político que fue ministro de Educación y Cultura, que era un tremendista. Pensó que era una invasión brasilera que había empezado ayer de mañana, no que el Uruguay había sido fundado con comunidades lingüísticas que hablaban así hacía años. Cuando en 1828 se establecieron los límites del Uruguay, había familias en el interior de Tacuarembó y Salto que hablaban esa mezcla. Entonces no es una invasión, al contrario. Vos tiraste la red, la atarraya, y quedó gente adentro, comunidades enteras. ¡Integrá, que es riqueza! Cualquier artiguense promedio va a entender los códigos de todos lados y va a hablar con todos de una forma. No hay demasiado problema con eso. Es toda una alharaca vareliana de uniformización, con un discurso que tiene que ver con el derecho al acceso a la educación, que está muy bien. Pero ese derecho puede contemplar los matices locales.

—Por eso integrás todos esos matices en tus letras. ¿En la música también? Porque parece haber una búsqueda de la disonancia, de romper moldes y estructuras…

—Hay una búsqueda. Pero muchas veces son errores. ¿Viste que a veces agarrás la pelota y de repente le diste un dedazo y entró en el ángulo? Entonces decís: «Sí, yo vi al golero adelantado». Mentira, te salió mal y clavaste la pelota en el ángulo.

—En este caso más bien parece que la tirás al córner [risas]…

—Yo utilizo material de la lengua para hacer canciones, por la sonoridad. Pero la música mía no tiene género. Podrá ser fea o linda, pero no está siendo comparada con un género instalado. De rock y de jazz no entiendo nada. No entiendo los géneros. Para mí, es una cosa más de mercado, una etiqueta. Que una música no tenga género es tratar de no afiliarse a un bloque, es dialogar y comentar cosas que ya están ahí.

—¿Es con una intención de fusionar?

—No. Increíblemente todo el quehacer termina siendo tomado como etiqueta. Hay gente que hace fusión. Yo no. Fusión es toda la música popular, si vamos a la definición.

—Fusión no. ¿Misturado sí?

—La mistura es la verdad de la cultura nuestra. Pero ¿qué pasa? Yo no voy a fusionar. No hay nada en estado puro. Por ejemplo, yo hago una lectura fronteriza de los ritmos del sur del Uruguay. Pero como viví mucho tiempo en el sur, también hago una lectura medio candombera de la música del norte.

—Nombrame algunos ritmos que se puedan encontrar en esta gran mezcla que es tu primer disco.

—Hay milongón, candombe funkeado, candombeado de murga. Hay tumbados de plena en algunas guitarras.

Hay transiciones tangueras y lecturas de chacarera. Hay un toco, una rítmica de afoxé, charanga, samba brasilero… hay montones de cosas de esas. Y también tengo un disco nuevo que está pronto. Tuvo más problemas, está trancado con unas cuestiones que tengo que resolver. Pero es más oscuro el disco, no tiene falsetes, es muy heterogéneo rítmicamente. Tiene cosas mucho más oscuras y tiene cosas bailables también. Es distinto. ¿Querés escuchar un poco?

LA BELLEZA ES UN CONFÍN NACARADO

—¿Qué hacés? – dice la mujer medio dormida, el ceño fruncido de sueño interrumpido, a las tres de la mañana.

—No te preocupes, que no me hablan a mí. Cuando me empiecen a hablar, te aviso y llamás a la ambulancia
bromea Ernesto.

Acostumbrada, ella sonríe y vuelve a acurrucarse bajo la manta. Silenciosamente, él se levanta, agarra su celular y se baja una aplicación multipista. Ambos están en cuarentena por sospecha de contacto y eso le ha impedido a Ernesto avanzar con la música de El ratón Juancito, relato de Julio César da Rosa que el actor Eduardo Migliónico le ha encomendado para convertirlo en audiocuento. Tiene la música en la cabeza, entonces decide grabarla con guitarra y voz en el celular.

Ernesto ya tiene la experiencia de haber hecho la música de la obra de teatro Viralata, adaptación de la novela homónima (Viralata, Rumbo/Estuario, 2015) de su amigo Fabián Severo, presentada en El Galpón. Para El ratón Juancito es algo simple, tres canciones. Sin embargo, cuando empieza a componer se convierte en otra cosa. Van pasando las horas y brotan las composiciones. Ernesto se pasa la noche trabajando y a las cinco de la tarde tiene entre sus manos un disco: Los ratón, grabado de un tirón el 26 de julio de 2020. Se lo manda a su amigo Eduardo y le escribe un mensaje: «Elegí la que quieras».

«Me entusiasmé e hice un disco de 12 músicas instrumentales. Está inédito. Es un disco muy honesto. Desde niño, siempre escuché mucho ruido en mi cabeza, voces, risas. Cuando me voy a dormir, escucho charlas. Hice algo con eso, es una forma de sacarlo», cuenta.

Para la obra de teatro Viralata también hizo un disco, que «está guardado». Y, por si fuera poco, ahora me está por mostrar el disco sucesor de Cualquier uno, también producido por Fernando Ulivi y Guilherme de Alencar Pinto. Se llamará Calengo y será editado próximamente por Ayuí. Son 13 nuevas canciones, la mayoría grabadas en una sola toma. «“Calengo” –cuenta Ernesto– quiere decir ‘enclenque’. Es una poetización dialógico-dialectal de “escaleno”, de algo desparejo. Cuando algo está flojo o no funciona bien, decimos “está todo calengo”.»

Enchufa el celular al parlante y empezamos a escuchar. Suena un forró con tumbadoras. Ernesto va comentando: «Acá hay una banda de gente. Mirá lo que es el Ñato de la Peña en percusión. Esta letra la hice con Fabián Severo». Van pasando las canciones. Suenan flautas y acordeón. Voces femeninas. Vuelve a perdérsele la mirada. Gesticula como un director de orquesta. «Álvaro Salas en las congas», dice. Álvaro Salas Gularte, hijo de la Chola Gularte. Amigo de infancia de Eduardo Mateo. Otra vez Mateo: «Se va la Chola»…

Pista a pista, me va mostrando todo el disco entre charlas y anécdotas. Hasta que llega la última canción. «Se llama “Las dos abuelas”», dice. Ahí sí, nos quedamos en silencio. De repente ya no estamos en la sala de ensayos de la calle Patria. Ya los sonidos llegan oblicuos, cortando los planos de la realidad. Suena el tema entero una vez. Cuando termina, Ernesto agarra la guitarra desnuda y lo vuelve a cantar, suave y bajito.

Otra vez, una historia que duele, un peso más que cargar en esta vida. Nuevamente la tristeza rescatada por la calidez del poeta:

Flor de azúcar de hojas granas/ poderoso girasol/ estaré donde no hay viento/ mana en las grietas del no/ con un poco de sombrita/ la belleza es un confín nacarado/ Suave y cruje de la hierba/ tenue de primeros pasos/ yo sí viví/ Hay que irse pena mía/ y que nadie más me llore/ ahora sé de partidas/ Por eso, mi niña, cargo y traigo/ un rebozo blanco/ hecho de toda mi vida/ Nunca me fui, mi bonita/ te vi llegar, aquí estoy/ y es como el trozo de un sueño/ que en las mañanas amansa/ y te canta luminosa/ más que nunca mi voz.

Fallo del concurso de entrevistas María Esther Gilio

El jurado del Concurso de Entrevistas María Esther Gilio, reunido el 29 de agosto de 2022, analizó 22 artículos presentados. Tres fueron descartados por no ceñirse a las bases propuestas. De los 18 restantes, resultó ganador el trabajo titulado «Con Ernesto Díaz. Medio abeja y colibrí».

A entender del jurado, el trabajo premiado presenta con solvencia al personaje elegido, retratado a través de su contexto y su cultura –la cultura de la frontera con Brasil–, y muestra cómo sus búsquedas y caminos de creación están íntimamente ligados a esa cultura.

El jurado quiere destacar la búsqueda narrativa de los autores, que contribuyen a situar al lector en el ambiente cotidiano del protagonista, así como la manera sutil en la que los entrevistadores se introducen en el texto presentado.

El tribunal también evaluó que al retratar al personaje se presenta y amplía un aspecto cultural poco explorado de la cultura nacional (el uso de modalidades del lenguaje por fuera del español) y la problemática que se debate en torno a esto, otorgando visibilidad a un tema desconocido para la mayoría de los uruguayos.

Virginia Martínez, Martín Pérez y Mariana Contreras

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