La publicación del historiador acompaña el derrotero de los grupos guerrilleros del Cono Sur desde una óptica regional, pero sin perder de vista las características y las coyunturas nacionales de cada uno. Sobre la violencia política, la idea de revolución y la vigencia de los años sesenta en épocas de democracias turbulentas habló Aldo Marchesi con Brecha.
—Usted en el libro se pregunta: ¿cómo evaluar la revolución desde un tiempo no revolucionario? Yo le pregunto eso mismo desde este 2019 de Bolsonaro en Brasil, Maduro en Venezuela y con la derecha tratando de recuperar terreno. ¿Cómo envejecieron los sesenta y los setenta?
—La pregunta que hago tiene que ver con una forma de concebir la revolución asociada a la violencia. Y en eso parece haber habido un cambio –al menos en ciertas zonas de occidente desde los ochenta en adelante– que tiene que ver con el llamado “paradigma de los derechos humanos”. En alguna medida esto cambia las ideas del uso de la violencia y de la legitimidad de la violencia política, de que la violencia era un camino legítimo para el cambio o para luchar contra ciertas formas de dominación. Ese cambio histórico radical a veces nos dificulta pensar los sesenta y setenta, porque fue un tiempo en el que eso seguía siendo considerado legítimo en muchos sentidos. La otra pregunta, más allá de la violencia política, es acerca de la revolución, la idea de revolución en tanto cambio radical, la creencia de que es posible un cambio radical en una sociedad concreta. Eso es mucho más complejo. No me animo a decir que vivimos en un tiempo posrevolucionario. Si bien los noventa se asocian con esta idea tan fuerte de Fukuyama de “el fin de la historia”, en las últimas décadas la idea de revolución empieza a aparecer en diferentes versiones, es decir, la idea de un cambio radical en alguna dirección; de derecha, de izquierda o de centro, no importa. Pero las metáforas acerca de un cambio radical, vinculado incluso con la modernidad, empiezan a aparecer. Para bien y para mal. En el cierre del libro lo planteo porque muchas veces se habla de historia reciente, pero a veces la idea de historia reciente nos hace perder de vista que, aunque sea reciente en el tiempo, puede ser distante en nuestras concepciones de la política y la violencia. Y creo que es uno de los grandes cambios desde los sesenta hasta este siglo. Nuestra visión acerca de la legitimidad del sacrificio individual en relación con la violencia cambió radicalmente. Incluso muchos de los hijos de estos militantes critican a sus padres por haber abandonado el compromiso familiar en pos del compromiso político. La expresión de esos hijos da cuenta de un cambio en el tiempo histórico también. Si el tiempo histórico hubiera sido el mismo, tal vez ese tipo de reflexiones no ocurriría.
—Cita a Theotônio dos Santos, que habla de que la radicalización política era la única salida posible.
—Hay que distinguir la idea de radicalización de la idea de radicalización en los sesenta. La radicalización no solamente tiene que ver con optar por la violencia. Es uno de los grandes problemas que se han malinterpretado mucho en ese sentido. Los sesenta son un momento de radicalización política, intelectual, cultural, de una generación de militantes sindicales, académicos, estudiantes universitarios, incluso en algunas partes de América Latina sectores campesinos, que llegan a la conclusión de que es necesario un cambio radical. En eso la violencia tiene un lugar, pero una de las cosas que intento hacer con el libro es mostrar que la violencia es parte de esa radicalización, no es todo. Y la idea de que la violencia es necesaria se va construyendo también como consecuencia de un agotamiento progresivo de otras alternativas que no prosperan.
—Por eso lo de la única salida posible. Se los cercó tanto que lo único que quedó es la violencia.
—Exactamente. Lo que dice Dos Santos es una idea que históricamente no parece tan incorrecta si uno ve lo que pasó después. De todos modos, a mí lo que me interesa es entender qué es eso de la radicalización. ¿Qué quiere decir la palabra “radicalización”? ¿Cuáles son los significados? ¿Cómo se va construyendo? ¿Cuál es la racionalidad de esa radicalización? Muchas veces la idea de radicalización se asocia con una suerte de fanatismo ideológico. El “fue Cuba” es un emblema muy usado por muchos autores, la fascinación por el marxismo-leninismo. Y en realidad lo que estoy tratando de mostrar acá es cómo diferentes militantes sociales y políticos –que incluso vienen de diferentes tradiciones políticas: algunos son cristianos, marxistas, otros de organizaciones vinculadas al populismo de los cincuenta– convergen en espacios que van viendo que la violencia es necesaria, pero es necesaria porque es necesario un cambio radical.
—Está muy presente en el libro el aspecto trasnacional de estos grupos armados. Hay muchos ejemplos de acciones en Chile de las que participaban argentinos y uruguayos, y el trasiego de gente de un país a otro, a veces para escaparse de la represión hacia los países donde todavía se podía estar. Ese perfil trasnacional se diluye un poco a causa de las dictaduras, pero quedan vestigios luego del regreso a la democracia.
—Ha habido dos grandes narrativas sobre los movimientos de izquierda armada. Una que tiene que ver con el discurso que podemos asociar más con la derecha de que estos grupos de izquierda son una suerte de invasión del exterior, la idea de que esto es una consecuencia de Cuba y de Rusia, para decirlo grosso modo. Pero esa es una narrativa en la que lo externo tiene mucha centralidad: lo que pasó se explica por lo externo. Y después tenés las narrativas más asociadas a estos movimientos, que intentan mostrar cómo había motivaciones nacionales. No es que la democracia en Uruguay fuera perfecta, había miles de problemas, y esos son los problemas que explican el surgimiento de la violencia política en Uruguay. El mismo tipo de narrativa ocurre en Chile y en Argentina. Pero hay como un problema en los dos argumentos, porque esta idea de que sólo se centra en lo nacional no permite ver algo que parece evidente para los actores de época, que ellos se ven como parte de un movimiento por lo menos continental. Pero también es cierto que ese movimiento continental no es un movimiento que esté ajeno a lo nacional. Lo que traté de hacer es contar esa narrativa regional entendiendo cómo esos actores nacionales se vinculan de una forma trasnacional. Es como una forma de mirar a ese fenómeno, que tiene causas locales, pero a la vez está influido por una circulación de ideas que se da a nivel regional. En alguna medida los orígenes son locales, pero la manera en que ellos van construyendo un repertorio de disenso, sus métodos, su interpretación política son parte de un diálogo regional. Y eso es una de las cosas que a mí me interesaba más rescatar, porque en todos los libros de historia aparece la idea de que fue parte de un proceso regional, pero nunca aparece cómo. Y cuando aparece el cómo es desde lo externo, desde estas visiones conspiratorias. El “giro progresista” de América Latina tiene mucho que ver con ese tejido que se fue construyendo en toda esa experiencia y con una idea que yo planteo por ahí, que está vinculada a ese proceso de construcción de una izquierda latinoamericana. Porque parece una obviedad, pero no es tan obvio, en el sentido de que es una izquierda que rompe sus identidades internacionales. No es una izquierda que sea comunista, socialista, trotskista, maoísta; es una izquierda que se ve a sí misma como el resultado de una experiencia regional. Y eso tiene que ver con los sesenta.
—¿Pero no ha sido la derecha la que recurre más al fantasma de los sesenta, más de lo que la izquierda reivindica esa época?
—Hay que pensar en términos de luchas por la memoria y momentos históricos. En el ciclo progresista la memoria de los sesenta fue relevante. Porque vos podés decir: “ciertos sectores de la izquierda tienen una actitud tímida” –lo que quieras–, pero el hecho de que Mujica, un ex guerrillero, haya sido presidente es un dato. Podés decir que Cristina Kirchner hizo un uso oportunista del pasado, pero el hecho de que el kirchnerismo haya hecho un uso de los sesenta y se haya reivindicado como sesentista es un dato. Lo que digo es: aunque uno podía pensar a principios del siglo XXI que los sesenta eran parte del pasado, terminaron siendo un capital político que fue utilizado por experiencias progresistas. Las formas en que fue utilizado es un asunto de discusión histórica, pero esa experiencia de los sesenta se ve que no fue tan negativa, porque siguió siendo recurrida y utilizada por actores de la izquierda, y fue de alguna forma un capital político para diferentes actores. En la izquierda uruguaya es claro. Cuando hablo de los sesenta no estoy hablando estrictamente de los tupamaros, sino de la experiencia más general…
—Del estado de ánimo…
—Exactamente. Porque, desde los ochenta, el discurso de los derechos humanos fue erosionando ese discurso estigmatizador de los sesenta que había construido la derecha. Fue el que generó las posibilidades para volver a pensar en los sesenta. Eso tiene que ver con el ciclo progresista. La derecha también utilizó los sesenta, pero la derecha en ese ciclo perdió. Lo que pasa es que es increíble cómo renace. Eso es lo que me llama mucho la atención, que también da cuenta de que los sesenta siguen siendo un capital político. En el caso de Brasil es claro. Cuando pensaba que eso estaba apagándose, aparece Bolsonaro y vuelve a estallar de la forma más primitiva. Volvemos al discurso de las dictaduras… Yo no tengo una respuesta definitiva de por qué es eso, pero de lo que da cuenta es de que efectivamente los sesenta siguen siendo un tema relevante en la discusión pública y en la discusión social, y de que hay preguntas de los sesenta que siguen siendo contemporáneas. Son los lentes que te permiten seguir viendo la realidad contemporánea.
[notice]La debilidad de los grupos guerrilleros
“No tuvieron capacidad para prever un escenario de reacción”
—¿Hubo una lectura política errónea por parte de los grupos guerrilleros en cuanto a la dimensión de lo que se venía con las dictaduras?
—Estos grupos siempre pensaron escenarios más optimistas de lo que terminaron siendo. En Chile, por ejemplo, manejaban la posibilidad de que si había un golpe de Estado, se iba a quebrar el ejército, habría un enfrentamiento entre militares y ellos iban a apoyar a un sector. No sólo el Mir, hasta Allende pensaba eso. Está esa anécdota famosa de que el 11 de setiembre Allende estaba preguntando: “¿Dónde está Pinochet?”, asumiendo que estaba de su lado. Allende confiaba en Pinochet.
—¿Eso no habla de una debilidad de esos grupos?
—Habla de muchas cosas. También de la inteligencia de los planes militares. Hay algo ahí que todavía no está estudiado. Incluso en Uruguay todo el proceso ese es muy inteligente. Los comunicados 4 y 7… cómo van generando señales que hacen que los actores no detecten el plan del golpe. Claramente ninguna organización de estas tuvo capacidad para prever un escenario de reacción. Pero también es cierto que el escenario de la reacción implicó subir la violencia estatal a un nivel que por lo menos por muchas décadas no había sido utilizada contra población civil. En Chile es clarísimo. ¡Bombardean la Casa de la Moneda! Nadie lo imaginó. Ese gesto de bombardear el palacio presidencial ya te marca el punto de partida. Es una discusión que no se ha terminado de dar, pero no sé si los actores de principios de los setenta tenían elementos para evaluar el nivel de violencia estatal que iba a ocurrir después. Aún creían en sus Estados.
—¿Por qué fue tan violento lo de Chile?
—Son cosas difíciles de estudiar, pero hubo un plan preparado con una idea de contrarrevolución. El caso chileno es más claro, pero creo que cada vez está más claro que en todos lados pasó eso: las dictaduras no son sólo regímenes que llegan a instaurar el orden, lo que buscan es –principalmente en el caso chileno– deshacer todo lo que se hizo. No sólo todo lo que hizo Allende, sino todo lo que hizo la Democracia Cristiana del 64 hasta Allende, contra todo un proceso de transformaciones. Y me parece que tenían claro que eso implicaba violencia y subir los niveles de violencia. En todos los golpes hay una racionalidad política: en el caso chileno es un golpe contrarrevolucionario, pero en otros es una suerte de contrarrevolución preventiva: tratar de eliminar a todos los actores que potencialmente en el mediano plazo podían generar condiciones para un cambio social. Y cuando digo eso no estoy hablando de estos grupos solamente, estoy hablando de Wilson Ferreira. En Uruguay el abanico es enorme, va desde Wilson hasta el Partido Comunista.
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Libro y autor
Hacer la Revolución. Guerrillas latinoamericanas, de los años sesenta a la caída del Muro (Siglo XXI Editores, 2019) se presentará el 15 de julio, a las 19 horas en la Facultad de Humanidades (Fhce-Udelar). Su autor, Aldo Marchesi, es doctor en historia por la New York University y docente del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos de la Fhce.
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El MLN y su ideología
“Los tupamaros se resistieron por mucho tiempo a asumirse como una organización marxista-leninista”
—En el libro menciona las críticas de parte de los argentinos y los chilenos a una supuesta falta de definición ideológica del Mln y cómo eso habría sido una debilidad que explicaría en parte su derrota. ¿Cómo esa falta de definición ideológica puede explicar la derrota de los tupamaros?
—Eso fundamentalmente se da en Chile, en las discusiones de la autocrítica del Mln. Ese debate estuvo influenciado por otros debates que se van dando en Argentina y en Chile por las organizaciones que son parte de la Junta de Coordinación Revolucionaria (Jcr). Ahí hay una cuestión que tiene que ver con ese encuentro que se da entre organizaciones que son muy diferentes y que se encuentran en esta coordinación de grupos armados. El Mln fue una organización que inicialmente fue mucho más abierta en un sentido político e ideológico. Como que se resistió a autodefinirse. El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (Mir, Chile) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (Prt, Argentina) venían muy influenciados por una tradición trotskista mucho más ideológica, y el Mln era una organización si se quiere mucho más marcada por ciertas tradiciones latinoamericanistas. Los primeros documentos del Mln hablan de nacionalismo, se definen como una organización nacionalista, y por mucho tiempo se van a resistir a asumir la definición de marxista-leninista. Lo que se da en Chile es esa tensión… Es un lindo ejemplo de un mapa muy complejo de las relaciones entre las organizaciones políticas de la izquierda radical, porque el otro elemento que también empieza a tener mucho peso en Chile es Cuba, la influencia de Cuba en el sentido más ideológico y la búsqueda de algunos militantes cubanos de crear una suerte de marxismo-leninismo diferente al marxismo-leninismo comunista, de la ortodoxia soviética. Entonces esa discusión de los tupamaros se da en ese contexto. Otro contexto es la derrota; en esa discusión la ideología adquiere un peso muy importante, la idea de que la definición ideológica es un factor clave en la efectividad de esas organizaciones y puede ser un salvataje para resolver problemas.
—¿Incluso problemas en sus acciones militares?
—Sí, sí. En realidad uno encuentra documentos de ese momento, del Mir, en los que se explica la derrota de los tupamaros justamente porque no habían tenido ideología. Entonces la definición ideológica es una suerte de clave mágica para resolver el problema…
—¿De tener éxito en una opción armada?
—Para eso y también para responder a la tortura, supuestamente. Es la idea de que cuando un militante tiene una ideología clara se para frente al enemigo con otra fuerza. La ideología, en ese contexto de principios de los setenta, empieza a tener un carácter mucho más fuerte que el que había tenido antes, en que lo que había primado –en el Mln y en las otras organizaciones, pero mucho más claramente en el Mln– era la idea de la práctica. Y tiene mucho que ver con el contexto de la derrota. Cuando estos grupos van siendo derrotados tienden a transformarse en organizaciones mucho más ideológicas y en algunos sentidos mucho más cerradas, más sectarias, que intentan resolver sus problemas a través de una ideología que las homogenice. De hecho, la Jcr usa la palabra “homogeneizar”. Todo lo que había sido la riqueza de fines de los sesenta, en términos de que eran organizaciones que venían de diferentes tradiciones políticas, a principios de los setenta se empieza a transformar en un problema, y la ideología, esta forma de concebir la ideología, es como un elemento homogeneizador, que busca constituir una suerte de nuevo marxismo-leninismo que pueda ser un lenguaje común, y que también tiene una dimensión un poco ingenua en la idea de que el fortalecimiento ideológico ayuda a resistir al enemigo, a resistir el terrorismo de Estado. En Chile los tupamaros sufren esa transformación, pero también se va dando en todas las organizaciones. Tiene que ver con esa tensión de cuando estos movimientos crecen y son efectivos y tienen impacto público y convocan, son movimientos muy abiertos. Y cuando empiezan a ser derrotados la ideología intenta ser el elemento que los una, los homogenice, les dé ciertas certezas que están perdiendo.
—Pero están perdiendo militarmente. ¿Esa derrota militar les hacía dudar de…?
—De todo. Porque hay un concepto que a mí me parece interesante, que hay que pensar más: todos estos grupos armados son parte de lo que se llamó la “nueva izquierda”, y la nueva izquierda efectivamente es muy nueva, son grupos que tienen muy corta vida. Uno habla de los tupamaros como si hubieran existido desde la década del 40, y tienen muy corta vida, y rápidamente son reprimidos muy duramente. Entonces, frente a otras organizaciones de izquierda… en realidad, estas organizaciones se están viendo constantemente en relación con los comunistas. Los comunistas tienen toda una tradición, tienen toda una ideología, tienen toda una serie de herramientas que les permiten mantenerse. Y en estas organizaciones, este apego por la ideología en ese momento tiene mucho que ver con eso, con la posibilidad de dar certezas.
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