Pocos escritores han tenido tanta conciencia del valor de un archivo como Idea Vilariño. Supo de esa importancia respecto de los manuscritos propios y los ajenos. Estudió los de sus poetas admirados, cuidó de los suyos mientras vivió y tomó los recaudos necesarios para cuando ya no estuviera. A pesar de todos estos cuidados, a diez años de su muerte, su archivo está desmembrado y los cuadernos en los que copió sus poemas durante más de siete décadas fueron vendidos al archivo de la Universidad de Princeton, lo que contrarió su expresa voluntad.
Idea tenía veinticinco años y sólo había publicado La suplicante cuando redactó su primer testamento literario. Está en la última página de su Diario de juventud. Cree que se va a morir y pide que su hermana Alma y una amiga se hagan cargo de sus poemas y destruyan su diario personal. Sin embargo, iba a tener una larga vida, convivió con la tentación del suicidio hasta los 88 años. Murió el 28 de abril de 2009. El año que viene vamos a celebrar su centenario. Lo haremos con un archivo disperso y, a la fecha, incompleto.
Había vivido todo a través de la escritura, sus poemas, su diario, sus cartas, y, por eso, el destino de sus papeles personales fue tan importante para ella. La decisión de quemar o no su diario, que tanto le costó tomar, y su intento, ya en la vejez, de publicar su correspondencia con Onetti, para el que no obtuvo la autorización de los herederos del escritor, fueron parte de su voluntad de disponer y arbitrar esa otra obra. Por la misma razón, a lo largo de su vida, se preocupó por dejar resuelto lo que pasaría con su archivo cuando ya no estuviera. A diferencia de la mayoría de los mortales, Idea murió testada. En su último testamento, me encargó administrar sus papeles y su obra, que yo venía editando desde la muerte de su editor Alberto “Beto” Oreggioni, en diciembre de 2001. En 2002, hicimos en colaboración su Poesía completa, que Beto ya había planificado; en 2005, a su pedido, una exigente contraparte, Última antología; en 2007, La vida escrita. Después de su muerte, prevaleció la edición de su prosa: Diario de juventud, tarea compartida con Alicia Torres; la reedición corregida de El tango, al cuidado de Aharonián; La masa sonora del poema, edición de Ignacio Bajter para la Biblioteca Nacional; De la poesía y los poetas, en Clásicos uruguayos; el impulso a algunas traducciones, y el estudio de su escritura autobiográfica.
En lugar de celebrar su arte en la conmemoración del aniversario de su muerte, me hago cargo en este artículo de una tarea sórdida y sin luz: contar lo que ha pasado con su legado. En el artículo 7 de su testamento, el único apartado que se refiere a su obra, Vilariño dispuso que yo –y si yo no pudiese, Alicia Torres– manejara sus “papeles privados” y su obra, e hizo explícito que se refería a sus “manuscritos, obra édita e inédita, correspondencia, diario personal y demás documentos”, con el encargo expreso de que “los publique”. El resto de su testamento estuvo destinado a la disposición de su casa y sus bienes, con la intención –que dejó escrita en su diario– de “cuidar a Poema”, su hermana, que vivía entonces con ella, a quien le aseguró vivienda (legó a su hermano Numen la “nuda propiedad” de su casa) y nombró heredera universal. Hubo fatalidades, hubo ironías del destino y hubo intervenciones que afectaron la administración de su obra. Poema murió antes que Idea, y Numen y su hija Elena Vilariño repudiaron la herencia, que recayó finalmente en su sobrino nieto Leandro Funes Vilariño. El inesperado doble repudio tuvo que ver con una circunstancia que acabaría por afectar el manejo de su obra: un juicio laboral por parte de quien fue por años la empleada doméstica de Idea. La abogada que defendía de oficio a la doméstica a mitad de ese juicio dejó la defensa y pasó a patrocinar a Leandro Funes, para quien tramitó la herencia. A partir de entonces, y a pesar de que la resolución del juez que designó heredero a Leandro Funes marca la observancia “a las disposiciones testamentarias respecto de sus papeles privados”, heredero y abogada comenzaron a interferir y a generar contratos paralelos, lo que derivó en situaciones penosas, que hoy tramita la justicia.
En otro sentido, el testamento tampoco evitó que muchos de los papeles y los documentos que Idea confió a mi cuidado no llegaran nunca a mis manos y permanecieran “perdidos” durante años. En agosto de 2017, los cuadernos y otros papeles vendidos a Princeton ya habían sido procesados, e integran, desde entonces, la colección número 1567 –“Idea Vilariño’s papers”, del departamento de autores latinoamericanos de la División Manuscritos de la RBSC (Manuscript Division of Rare Books and Special Collections), alojada en la Firestone Library, de esa universidad. Son cinco cajas en total, dos pies lineales de documentos. Puede consultarse por Internet el contenido sumario de cada caja y cada carpeta. Lo más valioso es media docena de cuadernos, en los que Idea copió toda su poesía, desde la de su adolescencia hasta la de su vejez, entre 1931 y 2006. Hay también otro material de interés, pruebas de imprenta, algunos originales mecanografiados y otros cuadernos, con apuntes sobre literatura, sobre traducción, sobre tango. Y hay material de relleno, quizá destinado a mejorar el cheque. Sin embargo, todavía faltan piezas clave de su archivo por aparecer. Fundamentalmente, los primeros borradores de poemas, las primeras versiones, que la poeta, como casi todos los poetas, hacía en papeles sueltos, casi en cualquier papel, y que luego eran pasadas a los cuadernos.
Desde su muerte, todo ha sido raro en la historia de estos papeles. Lo único que recibí cabalmente fueron su diario personal y la correspondencia con Onetti, que eran la gran preocupación de Idea en los últimos años y que, con cada internación médica, me confiaba, por si pasaba algo. Pero, como no podía vivir muy lejos de esos talismanes, yo volvía a llevarlos a su casa una vez que le daban el alta. La noche en que murió, fui junto con Coriún Aharonián a cumplir otro mandato póstumo: velar por su laicidad, que consistió en elegir un ataúd sin cruces. Como había pedido Idea: “Nada de Dios”. Esa noche cumplimos, con cariño, cierta torpeza (fue casi un paso de comedia en medio del luto) y final eficacia, pero yo estaba preocupada por algo que me parecía más importante: ir a buscar el resto del archivo a su casa, que Selva, la empleada de confianza de Idea, tenía instrucciones de entregarme. Cargamos varias cajas y carpetas, pero meses después, cuando hicimos un inventario, supe que faltaban muchas cosas.
En 2010, pensando en su mejor conservación y en su seguridad, deposité lo que me fue confiado en el Archivo Literario de la Biblioteca Nacional, que guarda 146 colecciones de los grandes escritores uruguayos, desde José Enrique Rodó –y casi todos los grandes autores del 900– hasta el más cercano, Ibero Gutiérrez. Fue entonces, durante la administración de Carlos Liscano, que se incrementó el acervo con nuevas colecciones y se dispuso la aclimatación del depósito de acuerdo con normas internacionales, que culminó al inicio de la nueva administración. Ese año, la Comisión de Patrimonio Cultural declaró el archivo Vilariño patrimonio histórico nacional, con la consecuente protección que otorga ese estatuto.
Pero ya faltaban documentos en el archivo depositado en la biblioteca. Por ejemplo, lo que los archivólogos denominan “impresos”, es decir, los recortes de prensa de sus colaboraciones en diarios y revistas, y las críticas que otros dedicaron a su obra (no es un material único y, en consecuencia, irremplazable, pero es arduo saber dónde buscarlo, y, aunque no cotiza, es precioso para el estudio de un autor). Llamó también mi atención lo magra que era la correspondencia de esta mujer que amaba las cartas, pero, sobre todo, la ausencia de los manuscritos de su obra.
Durante todos estos años, he estado preguntándome y preguntando a los más allegados con obsesión e impotencia: ¿dónde están los poemas? Muchas veces se me preguntó cuándo se editaría el resto de los diarios, pero nunca –en ocho años– por los cuadernos de poesía ni los originales manuscritos o mecanografiados, ni siquiera en estos tiempos, de estudios genéticos y ediciones críticas. Llegué a pensar que podía estar equivocada y que si nadie más los reclamaba, podían no existir. Eso y el escrúpulo de no escandalizar en vano me mantuvieron en silencio. Ante la súbita resurrección de los cuadernos en Princeton, es tiempo de indagar qué pasó con los papeles de Idea y reclamar lo que aún falta. Leandro Funes debería explicar el origen de los documentos que vendió.
otro fondo. En 2009, unos meses después de la muerte de Idea Vilariño, el archivo Sadil, de la Facultad de Humanidades, abrió una “Miscelánea Idea Vilariño”, que contiene borradores manuscritos de poemas canónicos, como “Eso”, originales mecanografiados de poemas de su juventud inéditos en libro, una antología que nunca se publicó, el original de una traducción de Hamlet, entre otros documentos. En la página web del Sadil figuran como una “donación del Prof. Pablo Rocca” del año 2009. Ignoro el origen de esa posesión y si existe documento que la avale y legitime. En el testamento de la poeta, fechado en octubre de 2005, se revocan testamentos y legados hechos con anterioridad y, expresamente, un documento privado relativo a su obra y “sus papeles privados” (cláusula 8). Tampoco se indica excepción para los papeles referidos en el apartado 7. Dada la deriva que ha tomado la historia de la colección Vilariño, el punto demanda una aclaración.
Desde mi lejana lectura de Los papeles de Aspern, de Henry James, me prometí no pelear jamás por un archivo; por eso no reclamé sobre estos documentos hasta hoy. Siempre percibí esas luchas como la parte yerma de la literatura. Henry James reflejó en un relato magistral una nueva pasión oscura y fetichista, capaz de transgredir toda ley y profanar todo escrúpulo con tal de apoderarse del santo grial que son los papeles de un escritor. Nuestros tiempos no son ya los de James, con sus modales aristocráticos y perversos; hoy, a la pasión enferma por los manuscritos, se ha añadido la codicia. Los papeles de los escritores se han valorizado en el mundo y se venden al mejor postor. La variante del dinero acabó por convertirme en una molesta interferencia para las ambiciones y el negocio.
En estos años, se han realizado ediciones y estudios sin poder usar el tesoro que guardaban esos cuadernos que alguien mantuvo ocultos. Como el cuaderno en el que Idea copió su poesía adolescente, que no pudimos usar cuando editamos el Diario de juventud, en 2013. Al año siguiente, dedicamos a Idea Vilariño un número monográfico de casi cuatrocientas páginas en la Revista de la Biblioteca Nacional, con colaboraciones de especialistas nacionales e internacionales, sin contar con el acceso a ese valioso registro de toda su poesía. Además de lo que no pudo hacerse, está lo que no se podrá hacer. En años recientes, la Biblioteca Nacional puso en línea y con acceso libre los cuadernos originales de Delmira Agustini y los de María Eugenia Vaz Ferreira.2 Los de Idea Vilariño podrían estar junto con los de sus predecesoras sólo si se los recuperara o si se lograra un acuerdo con el archivo de Princeton, aunque no está entre sus políticas la puesta en línea de documentos.
LA FUGA. Hasta 2017, los papeles de Idea estuvieron desaparecidos. La venta fue sigilosa, los papeles marcharon calladamente a Princeton. Un colega me alertó desde Estados Unidos de su aparición. Escribí a la universidad para adquirir una copia de los cuadernos. Se me respondió amablemente que la cantidad de copias estaba limitada y que “no podría adjuntarlas al archivo depositado en la Biblioteca Nacional de Uruguay”. Estaban informados y acaso prevenidos. En abril de 2018, aproveché la invitación a un congreso en la Universidad de Georgetown para viajar a Princeton y ver los cuadernos, que son una pieza clave del legado de Vilariño.
Desde mediados de los años cincuenta y hasta el fin de su vida, Idea tuvo una peculiar forma de editar, que fue volcar su obra en sólo tres títulos –Nocturnos, Poemas de amor y Pobre mundo–, según una profunda afinidad de motivos, que fue creciendo (también depurándose) con los años en sucesivas ediciones. Los cuadernos originales, en cambio, guardan el orden y la cronología en que los poemas fueron escritos y son, por eso, un instrumento crucial para comprender e interpretar la meditada construcción de una obra. Por este motivo son tan importantes.
El trabajo con manuscritos es una tarea morosa y minuciosa. Con tiempo, es posible descifrar en un original lo que hay debajo de algunas tachaduras, pero es imposible hacerlo en copias (sean digitales o en papel): el original es irremplazable y también lo es el tiempo. Me presenté a una beca Pulgrant,3 patrocinada por los Amigos de la Biblioteca de la Universidad de Princeton, y tuve el privilegio de ganarla, lo que me permitió viajar a fin de año y dedicar dos semanas al estudio de los cuadernos de Idea.
En la primera visita ya había tomado contacto con Don Skemer, curador de manuscritos, y Fernando Acosta, bibliotecario a cargo del Archivo Latinoamericano que intervino en la adquisición de los “papeles de Idea”. Ellos me informaron que la compra se había hecho a través de la librería Linardi y Risso y que los papeles provenían de la familia de la poeta, más precisamente, “de un sobrino”. El 13 de setiembre de 2018, víspera de mi segundo viaje, concurrí con mi abogada a la librería Linardi y Risso, donde nos recibió amablemente Álvaro Risso, quien nos confirmó haber hecho la venta. Manifestó que no estaba enterado de la disposición testamentaria de Idea y que obró de buena fe. Contó que Leandro Funes había empezado, unos años atrás, a llevarle revistas y libros que pertenecieron a Idea y que iba encontrando en la casa que heredó (existe un catálogo de la librería para la venta de ese material menor), pero que sólo muy recientemente apareció de golpe con los cuadernos. Le pregunté por qué no había ofrecido el archivo al Estado; dijo que no había interlocutores y que Princeton le pareció “un buen lugar”.
DAÑOS Y PERJUICIOS. Idea Vilariño pudo haber vendido sus papeles en vida. Alguna vez alguien se lo sugirió, pero ella se negó, a pesar de estar necesitada de dinero. Pesaba en su decisión una razón ideológica, un antimperialismo inclaudicable, por el que también se negó a recibir becas financiadas por Estados Unidos. Hay correspondencia con Ángel Rama en la que ella se niega a que él la recomiende para una beca Guggenheim y discuten sobre el tema en buenos términos, pero desde posiciones opuestas.
La historia sigue abierta. La justicia debe dilucidar si la venta de los papeles que marcharon al extranjero fue ilegal, si se contravino o no la voluntad de la poeta manifestada en su testamento. y la Comisión de Patrimonio habrá de pronunciarse sobre si esos papeles podían salir del país, si se han transgredido o no sus leyes y normas. De sus pronunciamientos depende el futuro. Esa fue también la posición que me trasmitieron las autoridades de la Firestone Library: toda decisión depende de un pronunciamiento legal en el país de origen.
Si la situación actual no se revierte, el archivo de esta gran poeta quedará desmembrado, repartido en distintos repositorios y diferentes países. Si no aparecen las piezas que faltan, quedará incompleto, una colección mermada, pobre en relación con lo que debió ser el legado de esta acopiadora, que pudo decir: “Yo que nunca tiré un papelito”, e infiel a su memoria.
Durante mucho tiempo he padecido –en soledad– la incertidumbre por el destino de estos papeles. Es hora de compartir públicamente esta gran pérdida, esta gran alarma. El tema convoca también a una responsabilidad común, a una deuda pendiente que tiene la sociedad con los archivos de sus escritores.4 No es el asunto central de este artículo, pero es parte del problema. Si Uruguay ha logrado retener la mayoría de los archivos de sus escritores, ha sido más por la lúcida previsión de estos y, en muchos casos, la generosidad de sus deudos que por el celo estatal por preservarlos y destinar un presupuesto adecuado y personal técnico que cuide ese tesoro.
Es grave que Uruguay haya perdido la posesión y la tenencia de un patrimonio tan valioso, tan simbólico, tan necesario para ser lo que fuimos, para ser mejores, para ser. Es grave que el archivo de una gran escritora quede fragmentado y disperso. Moralmente, lo imperdonable es la traición no sólo a su voluntad, sino también a sus principios.
En los años noventa, cantaba Leo Maslíah que la deuda externa de Uruguay podría pagarse con su cultura; decía uno de los versos –muchos podrán restituir la música, como de marcha, que remataba–: “Pa-ga-rá con I-dea Vi-la-riii-ño”. Hoy, a diez años de su muerte y uno de su centenario, ese verso regresa con una ironía amarga.
1. http://www.fhuce.edu.uy/index.php/letras/seccion-de-archivo-y-documentacion-del-instituto-de-letras/acervo-documental/colecciones/77-sadil/sadil-informacion-estructural (22-IV-19).
2. Proyectos que incluyen la transcripción diplomática de los textos y que fueron realizados por un equipo de profesores y estudiantes de letras, dirigidos, respectivamente, por las profesoras Carina Blixen y Elena Romiti, investigadoras del Departamento de Investigaciones de la Bnu.
3. Princeton Library Research Grant.
4. Brecha dedicó, a fines del año pasado, un extenso artículo de Mariana Abreu sobre archivos en peligro y políticas estatales, en el que trató los casos de las colecciones de Aharonián, Levrero y Zitarrosa. “Peces de plata”, en Brecha, 14-XII-18.