Lo que Trump hizo - Brecha digital

Lo que Trump hizo

Colapsó el marco de la política de Estados Unidos en Oriente Medio.

Ahora que el presidente estadounidense, Donald Trump, adoptó completamente el discurso político de la derecha israelí sobre Palestina, la Autoridad Palestina (AP) se encuentra en una situación muy difícil.

“Decidí que es hora de reconocer oficialmente a Jerusalén como la capital de Israel”, dijo Trump en Washington el miércoles 6. Acuciado por los problemas, el presidente hizo lo que muchos le habían pedido que no hiciera. Pero en verdad hace años que la política exterior estadounidense es fallida. Nunca fue justa, tampoco pretendió serlo nunca.

Trump no hizo más que soltarle la mano, no sólo al llamado proceso de paz, la solución de dos estados, la “fórmula tierra por paz”, sino también a todo el resto de los gastados clichés que hace tiempo caducaron y están en estado de descomposición.

Pero el anuncio de Trump también enterró la ilusión de que a Estados Unidos le haya interesado en algún momento conseguir una paz justa y duradera entre Israel y sus vecinos.

¿Qué podrán decir aquellos que dejaron en suspenso el proyecto palestino de liberación nacional durante casi tres décadas, a la espera de que Estados Unidos cumpliera su rol autodesignado de “mediador honesto para la paz”?

El movimiento Fatah, del presidente Majmud Abbas, declaró un “día de rabia” en respuesta al anuncio de Trump. Una manera de desviar la atención sobre la verdadera crisis que se presenta: el hecho de que la AP ha fracasado miserablemente cuando vendió el destino de Palestina a Washington, y, por extensión, también a Israel.

Hay quienes argumentan que la solución de dos estados no es propiedad exclusiva de Estados Unidos y que los palestinos pueden seguir reivindicándola como una solución sensata y posible.

Sin embargo, la desagradable verdad es que esta posible solución, en su forma actual, fue una propuesta formulada por Estados Unidos, dentro de un marco más amplio promovido sobre todo por este país desde la Conferencia de Madrid, en 1991, cuando presionó a los israelíes y palestinos en la mesa de negociaciones.

Seguramente habrá otros que intentarán cumplir ese rol, pero ¿qué diferencia podrán hacer, por ejemplo, París o Londres si Tel Aviv y sus benefactores en Washington no tienen ni el más mínimo interés en ello?

El anuncio de Trump no debería haber sorprendido demasiado.

Desde el precipitado retiro estadounidense de Irak, la estrategia “pivote para Asia”, la doctrina “lead from behind” (“liderar desde atrás”) durante toda la primavera árabe y la falta de presión sobre el primer ministro israelí, Biniamin Netaniahu, para que frene las colonizaciones ilegales en la Jerusalén ocupada y en Cisjordania, las políticas estadounidenses eran cada vez más fallidas y fútiles.

Esto le abrió camino a un nuevo enfoque: en lugar de consentir a Israel mientras hacia afuera declaraba su compromiso con la paz, ahora optó por abrazar plenamente el discurso político y el horizonte israelí.

De hecho, el reciente anuncio de Trump fue una versión domesticada de sus declaraciones del año pasado ante el lobby israelí.

En marzo de 2016, el entonces candidato republicano a la presidencia pronunció su famoso discurso ante el Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos (Aipac, por sus siglas en inglés). Entre las tantas afirmaciones falsas y promesas peligrosas que hizo Trump, se destacó una que ofrecía pistas de lo que sería la política de su futuro gobierno respecto de Israel y Palestina. “Cuando Estados Unidos apoya a Israel, las chances de paz aumentan verdaderamente, y aumentan exponencialmente. Eso es lo que ocurrirá cuando Donald Trump sea presidente de Estados Unidos”, anunció. “Correremos la embajada estadounidense a la eterna capital del pueblo judío, Jerusalén”, dijo. Los aplausos y aclamaciones que desató fueron ensordecedores.

Ahora que Trump es presidente heredó la política fallida de su antecesor sobre Oriente Medio, una política en la que Trump no ve ningún mérito para su administración. Lo que sí le importa al nuevo presidente es el respaldo del mismo grupo de votantes que lo llevó a la Casa Blanca. Los electores derechistas, conservadores, evangélicos, siguen siendo las bases que sostienen su turbulenta presidencia.

Así que el 4 de diciembre Trump levantó el teléfono y comenzó a llamar a líderes árabes para informarles su decisión de anunciar una medida que había sido pospuesta durante muchos años: el traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén.

Los árabes echaban chispas, porque esta movida desestabilizaría aun más la región que hace años avanza por una senda destructiva. Gran parte de esa inestabilidad es el resultado de políticas estadounidenses equivocadas, basadas en guerras injustificadas y un apoyo ciego a Israel.

Reconocer a Jerusalén como capital de Israel es el último pronunciamiento de un discurso agonizante. El viejo marco de la política de Estados Unidos para Oriente Medio está colapsando, algo que confunde a sus aliados en la región, y, por supuesto, alegra a Israel.

De hecho, la decisión de Trump representa un volantazo en el enfoque estadounidense respecto de Oriente Medio, ya que Palestina e Israel han sido parte importante en los conflictos de la región.

La mudanza de la embajada fue una opción atractiva para la administración de Trump por varios motivos. La inestabilidad política actual en Estados Unidos es inaudita. Quienes pretenden que Trump enfrente un juicio político están ganando terreno, mientras que varios funcionarios de su gobierno han desfilado ante investigadores del Departamento de Justicia enfrentando diferentes acusaciones, incluso de colusión con países extranjeros.

En estas circunstancias no hay ningún asunto que Trump pueda tratar sin enfrentar un escándalo político, excepto uno, Israel.

Históricamente, ser proisraelí ha unido a los dos principales partidos estadounidenses, al Congreso, a los medios hegemónicos y a muchos estadounidenses, sobre todo en las bases políticas de Trump. De hecho, cuando el Congreso aprobó la ley para establecer la embajada en Jerusalén, en 1995, el interés de Trump por la política era sobre todo casual y personal. Pero el Congreso fue incluso más allá de eso. En un intento por forzar a la Casa Blanca, agregó una cláusula que obligaba a la administración a implementar la ley antes de mayo de 1999 o bien enfrentar un recorte del 50 por ciento en el presupuesto del Departamento de Estado por concepto de “adquisición y mantenimiento de edificios en el exterior”.

Para evitar violar la ley y mantener vivo un ápice de credibilidad, por más pequeña que fuese, cada presidente estadounidense ha venido firmando una exención de seis meses; una laguna jurídica que le permitía a la Casa Blanca posponer la reubicación de su embajada.

En el discurso de Trump ante la Aipac, su promesa de mudar la embajada parecía entonces simplemente frívola y oportunista. Pero era un análisis errado. La colusión entre el equipo de Trump e Israel comenzó antes de que el nuevo presidente llegara a la Casa Blanca. Los dos colaboraron para socavar las iniciativas de la Onu, en diciembre de 2016, que pretendían adoptar una resolución que condenara la colonización ilegal israelí de los territorios ocupados, e incluso de Jerusalén.

Quien fue designado para impulsar las iniciativas “de paz” es el yerno de Trump y buen amigo de Biniamin Netaniahu, Jared Kushner. El compromiso de Trump con Israel claramente no era fugaz.

Trump decidió, finalmente, quitarse la máscara con la que durante décadas se han cubierto los presidentes estadounidenses. Curiosamente, al hacer eso, Estados Unidos reniega del rol paradójico que durante los últimos 50 años había creado para sí: el de “forjador de la paz”.

*    Periodista, escritor, editor de Palestine Chronicle y doctor en estudios palestinos por la Universidad de Exeter.

 

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