Y que nuestro amo no tenga nombre, que sea un rostro difuso al cual respondemos en un afán de cumplir con nuestro lugar de esclavos; las dificultades de no tener un dios, de no tener a quién echarle la culpa –nuestros padres van envejeciendo y con el peso de sus pieles y entre sus arrugas se pierde su poder–. “Le llamo a esto la dificultad del no-creyente,/ o, dicho de otra forma, despertarse, cada mañana,/ sin un dios”. Y no somos tierra ni sonido, ni océanos ni cuerpos celestiales, sino “los pequeños animales/ que siempre fuimos”, destinados a ser comidos y destinados a esperar debajo del sol a que llegue otro más fuerte, que lama los restos que dejamos de nuestro cuerpo; volvernos algo muerto que, por el hecho de morir, alimenta a los vivos.
Y pensar en las distintas anatomías, en las múltiples membranas que forman la vida, en el huevo, con la yema flotando dentro de su caparazón frágil; en los cuerpos que se rompen y que no pueden volver a ser arreglados. “¿Pero arreglado? Bueno. Mejor empezar/ otra vez, con un cuerpo nuevo, vacío// de uno más tibio, remendado y dado vuelta./ Mejor empezar como si un animal de pequeñas manos// no nos hubiese reventado contra una roca,/ lamido nuestro interior y dejado// secarnos al sol –como si su mandíbula firme/ no nos hubiera devorado por completo.”
Mejor empezar otra vez, con un cuerpo nuevo, que saber que la piel entera está recubierta por las membranas cosidas de nuestras heridas antiguas; mejor empezar otra vez y no temer la posibilidad de que el dolor se expanda. Pero las moscas siguen flotando alrededor de nuestros pequeños cadáveres. “Yo pienso, algo podría haber crecido aquí/ aunque// sé que estaba destinado a ser comido,/ siempre estuvo destinado a arruinarse.”
Y no somos cuerpos celestiales, no somos ni esta tierra ni este mar ni lo inevitable del océano, no somos la conjunción de estos espacios cuando rozan sus dedos divinos. Y llamamos conocer a dejar que el otro vea un poco de nuestra piel, un poco de lo que sentimos, “llamamos al mostrar/ conocer en lugar de practicar.// Parecemos decir,// en tiempos distintos,/ que el sentimiento se acerca”. Practicar las diferentes posturas frente al otro, acá estoy yo, así es como hago, así es como me vuelvo un árbol.
Vivir y crecer sin un dios, sin un sentido predeterminado, sin un amo a quien echarle la culpa, vivir como pequeñas migajas que levantamos desesperados en el camino, pero deseando dejar algo nuestro, darle sentido a la existencia absurda de vivir sin un dios, de vivir sin creencia, sin creer en otra cosa que no sea la pequeña membrana que nos permite flotar en los distintos planos dimensionales que nombramos casa. Y los santuarios se vuelven pequeñas mujeres que sangran al ser tocadas, llenas de lazos de plástico, esperando a que algo reviente la superficie y así poder llorar. “¿Qué buen uso pueden llegar a tener nuestras manos?”
Donika Kelly, nacida en los ochenta en Los Ángeles, es profesora en la Universidad de Bonaventura, en Nueva York, y autora del libro Besitary, publicado por Graywolf Press en 2016.