To Lady Midnight
¿No hay algo perturbador en el silencioso crecimiento de los árboles de Las Brujas, entre las barrancas de Portezuelo y el pasaje del muelle viejo, allí donde conviven en anárquica disposición la anacahuita con la espina amarilla, el camboatá con el algarrobo, el ñandubay con la oreja de negro, la pitanga con el tala trepador, el quebracho con el sauce blanco, la acacia de bañado con el coronilla? ¿Produciría ese verde en expansión la misma inquietud aquella mañana de abril del año del Señor de 1889, cuando las hermanas Amalia y María Inés (o María Esther) Muns (o Munz) llegaron a la zona en una diligencia de la compañía Mensajerías Orientales para ocupar un rancho de dos piezas, cocina, alero y baño afuera, a unos cincuenta metros de la costa del río Santa Lucía?
Aunque nadie las vio llegar, la noticia de su presencia en la zona se extendió rápidamente por los rancheríos, no faltando luego quien las viera trajinar, aquella misma mañana de abril, con los bártulos por el camino de las tropas rumbo al rancho en la costa, desmelenadas y polvorientas por la travesía en los caminos de tierra, parcas entre sí y silenciosas como el aire estancado que rumbea hacia el mediodía.
Y a los pocos días de su llegada comenzaron las apariciones.
Un tropero que cruzaba el río entre dos luces con un lote de vaquillonas, a esa hora en que el sol comienza a convertirse en una franja violeta y anaranjada en el horizonte, descubrió unas extrañas formas sobrevolando el agua, criaturas sin rostro y sin sustancia, si ha de creérsele al hombre que contó luego, infinidad de veces, cómo podía verse la corriente deslizarse por entre las entrañas de lo que fuera aquello. Las formas sobre el agua no avanzaron hacia el tropero y los animales, sino que trazaron algunos círculos sobre los camalotes, asustadas quizás por la intrusión de los otros, para perderse entre los juncales de la orilla.
Algunos días después, también a la hora del crepúsculo, cuando el ganado buscaba en los potreros el abrigo de los talares para pasar la noche, los pobladores escucharon un griterío creciente, un coro desesperado de voces de vacas y ovejas que por varios minutos se extendió por el aire sereno de las hondonadas, convirtiendo la calma del atardecer en una perturbadora sinfonía. La suma de balidos y mugidos se apagó de golpe, de igual forma a como se iniciara, dejando en el aire atravesado por el romerillo un silencio más inquietante que el de antes, que ni los grillos parecían animarse a quebrar.
El tercer fenómeno que alteró la impasible rutina de los lugareños fue la aparición de un animal demasiado grande para ser gato y demasiado pequeño para ser considerado puma, de pelaje negro agrisado, que empezó a ser visto rondando las poblaciones a última hora de la tarde. Al tranco pero siempre alerta, se acercaba a una distancia prudencial de los ranchos y parecía contemplar los alrededores, emprendiendo una rápida retirada cuando se descubría observado. Un zafral de la estancia de Radesca que lo siguió una tarde a caballo por el enmarañado paso de la arenera, remontando el río, perdiendo y encontrando el rastro entre los pajonales, descubrió que su destino no era otro que el rancho de las hermanas Muns (o Munz).
Cuando el terror se hizo verba desatada en la misa dominical de la parroquia de Portezuelo, el padre Inocencio Eguiguren, un vasco alto de ojos saltones que más que sacerdote parecía un forzudo de circo, altanero y mal arreado, que había sido designado en aquel recóndito reducto rural de la Iglesia Católica para desperdigar la palabra de Dios entre chacareros, tamberos y peones de estancia de la Tercera Sección, se calzó unas alpargatas destalonadas, ensilló el tordillo panzón que le habían enviado de la Curia, metió una Biblia en las alforjas y rumbeó hacia el río, para visitar a aquellas extrañas mujeres a las que tantos portentos se les estaban achacando.
Tres o cuatro días después unos pescadores que cruzaban en un botecito por el paso de Portezuelo hacia el delta encontraron al padre Eguiguren sentado en un promontorio de la costa, contemplando sin ver el agua barrosa mientras el tordillo pastaba a su lado. Les costó un rato hacerlo volver en sí. Cuando finalmente el vasco reaccionó, se abalanzó sobre los pescadores como una criatura poseída, gritando no se sabe qué asuntos sobre el castigo de los cielos. Cuando se serenó, acomodó el recado y montó en el tordillo para regresar a la parroquia, donde se sumió en el más cerrado mutismo sobre el episodio.
A partir de ese momento las hermanas Muns (o Munz) perdieron la escasa consistencia humana que alguna vez habían tenido –eran muy pocos los que las habían visto desde su llegada a la zona– para convertirse en manifestación máxima de lo inquietante, una conjunción de terrores ocultos que era empleada para dormir a los niños por las noches o para ahuyentar a los forasteros mal encarados que cruzaban el pago. El gato-puma de pelaje agrisado se convirtió en monstruo que asolaba los rebaños, destrozaba el terneraje y acechaba el juego de la gurisada en los patios de los ranchos; el monte silvestre, frondoso y achaparrado, que rodeaba la vivienda de las dos hermanas se volvió espesa selva poblada por las más fantásticas criaturas
–boyeros tricéfalos, búhos rapaces, gallinas descabezadas que correteaban entre el ramerío caído, y murciélagos de medio metro de largor que oscurecían con su vuelo sobre los campos el brillo intenso de la luna–; y la zona misma, incrustada contra el río como un brazo de tierra y pasto surgido de entre el agua que bajaba, se hizo agreste e intransitable. No pases por lo de las brujas, le advertían a algún tropero que debía cruzar con ganado por las inmediaciones, comenzando a rubricar así el nombre con el que aquel lugar de la Tercera Sección pasaría a ser conocido.
Y una mañana de agosto o de setiembre del año del Señor de 1895, alguien le pegó fuego al rancho de las hermanas Amalia y María Inés (o María Esther) Muns (o Munz). La quemazón pudo verse desde varios quilómetros a la redonda, una columna de humo intenso al principio y un embrollo de llamas amarronadas luego, alimentadas por el ramaje seco del monte silvestre y contenidas en uno de sus extremos por el río. Cuando una delegación del Cuerpo de Bomberos llegó a la media tarde desde Montevideo, la peonada de la estancia de Radesca y los milicos del destacamento de Portezuelo habían logrado contener las llamas, ardiendo aún un sedimento de palos y yuyos sobre el suelo calcinado.
Del rancho de las hermanas Muns (o Munz) no había quedado nada, ni los cimientos. Cuando el fuego se apagó no se encontró ni siquiera un fragmento de pared de adobe chamuscada, ni el resto de una viga, ni el pestillo de una puerta. Al jefe de la delegación de bomberos le costó creer que allí, donde le indicaban los gestos aparatosos de los lugareños, había existido alguna vez una vivienda. En el parte del siniestro que redactó para sus superiores no consignó el dato, describiendo una extensión de flora arrasada sin rastros de edificaciones y señalando, como probable causa del incendio, alguna fogata encendida por uno de los tantos linyeras que cruzaban la zona.
Como las hermanas Muns (o Munz) desaparecieron con el rancho y el monte silvestre, no quedando de ellas ni un hueso quemado entre los residuos, no faltó en los días siguientes quien afirmara haberlas visto cruzar el río cuando el fuego comenzaba, en un vuelo bajo, casi rasero, sobre dos escobas de chircas. Y algunos meses después unos cazadores de liebres que atravesaban a pie la zona, rumbo a Paso de los Botes, mataron a chumbazos al tigre-puma agrisado, cuando se les apareció de golpe en mitad de un descampado. Una vez colgado de un sauce y abierto en canal, los hombres procedieron a despellejar al animal y a llevarse aquella piel lisa y plateada como moneda que luego cambiarían por yerba y tabaco.
Ahora, más de un siglo después de los sucesos acá contados, cuando el padre Inocencio Eguiguren es sólo una foto desteñida pegada a una urna de lata en el retablo de la parroquia de Portezuelo, cuando la estancia de Radesca se ha convertido en un maelstrom de chacras alambradas y del muelle viejo sólo queda un bifurcado paso de piedra sobre el río, a merced de las corrientes y los temporales, el viajero que llega a la zona y se enfrenta a esa formación caótica de anacahuitas y espinas amarillas, de camboatás y algarrobos, de pitangas y talas trepadores, de acacias de bañado y coronillas, de quebrachos y sauces blancos, puede percibir, si afina el oído y logra aislarse de su propia contingencia, el silencio perturbador del crecimiento, un flujo primitivo que todo lo ensombrece y que, como la historia de quienes le dieron el nombre al lugar, se estableció entre sus márgenes para quedarse.
Martín Bentancor nació en Canelones en 1979, es autor de los libros de cuentos Procesión (2009), El despenador (2010), El aire de Sodoma (2012) y Montevideo (Premio Espacio Mixtura-Casa de los Escritores 2012) y de las novelas La redacción (2010), Muerte y vida del sargento poeta (premio Narradores de la Banda Oriental 2013), El inglés (Premio Anual de Literatura del Mec 2015) y La materia chirle del mundo (2015). Junto con el dibujante argentino Dante Ginevra publicó la novela gráfica Cardal (Fondos Concursables del Mec 2011). Es editor del diario Hoy Canelones y colabora con varios medios de prensa escrita. El sello Estuario prepara la publicación de un volumen que compila toda su narrativa breve.