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Las alas francesas del Plan Cóndor

Que el Plan Cóndor, surgido hace 40 años, tuvo en Estados Unidos su eje vertebrador es algo sobre lo que se ha abundado. Menos sabido es que mucho debe esa operación de coordinación entre las dictaduras latinoamericanas a otra “escuela”: la francesa.

Fotograma de la película La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo

La operación conjunta entre los ejércitos y los servicios de inteligencia de los países del Cono Sur latinoamericano luego conocida como Plan Cóndor nació en Santiago de Chile el 25 de noviembre de 1975 en una reunión entre representantes argentinos, paraguayos, uruguayos, bolivianos y chilenos (los brasileños se incorporarían después) coordinada por el entonces jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la policía política de la dictadura de Augusto Pinochet, Manuel Contreras. Archivos desclasificados de la CIA estadounidense, investigaciones periodísticas e incluso declaraciones de algunos participantes han sido tajantes al respecto. Tampoco hay duda alguna –la documentación es también profusa– respecto de la concepción estadounidense del plan, el papel jugado por el secretario de Estado Henry Kissinger y la diplomacia de su país en su armado y aplicación, el apoyo dado por Washington a su ejecución práctica, el rol “formador” de la Escuela de las Américas…

Lo que se sabe bastante menos, aunque ya sean muy pocos los que continúen negándolo, es la inspiración francesa del plan: cuánto el Cóndor, sus ejecutantes y quienes lo concibieron tras bambalinas deben a lo que se llamó “la doctrina francesa”. La evidencia estaba al alcance de la mano. Bastaba reunir documentación, escarbar un poco, atar cabos, sonsacar alguna declaración. Fue precisamente lo que hizo Marie Monique Robin y producto de su trabajo son una serie de publicaciones y el documental Escuadrones de la muerte. La escuela francesa.

22 - segunda foto LUPA

Interesada en conocer la génesis del Plan Cóndor, que por su dimensión, su eficacia y su capacidad de exterminio le parecía una de las mayores operaciones de coordinación represiva entre países jamás realizada, esta documentalista, periodista e historiadora se dedicó a leer libros y documentos sobre el tema. Le sorprendió que en todos ellos, escritos en su mayoría por investigadores latinoamericanos, “se mencionaba a los franceses como parte de la cuña ideológica” del plan, según contó a los periodistas argentinos Raúl Favella y Silvia Rodulfo. Se lo daba como un dato, sin más. A Robin le llamó la atención. “Nunca había oído hablar de esto, como nadie en Francia, ni siquiera los historiadores. Trabajando sobre el Plan Cóndor pensé que iba a llegar a Estados Unidos, por supuesto, pero nunca a Francia.”

Robin comenzó en la época –despuntaba el nuevo siglo– un extenso trabajo de archivo que la hizo remontarse a las décadas de 1950 y 1960, a las guerras coloniales en Indochina y Argelia, a las estrategias antiinsurreccionales, a la “guerra psicológica” y de inteligencia ideada por los comandantes franceses –varios de ellos con un papel protagónico en la resistencia al nazismo 20 o 25 años antes– para combatir al Vietminh y al Frente de Liberación Nacional (FLN) argelino. La documentalista pudo comprobar entonces cómo metodologías como la de los desaparecidos, los vuelos de la muerte, el propio concepto de “enemigo interno”, de “subversión”, el uso sistemático de la tortura como arma de guerra, la organización territorial de los cuerpos represivos, las “aceitadas maquinarias paramilitares” al estilo de los escuadrones, manejados por los ejércitos sudamericanos –fundamentalmente el argentino– en los setenta habían sido concebidas para ser aplicadas en las calles argelinas después de la tremenda derrota sufrida por la Francia colonial ante el Vietminh en las selvas indochinas. Lo que descubrió en los archivos del Quai d’Orsay (la cancillería francesa), a Robin literalmente la aterrorizó.

EL RETORNO DE LO REPRIMIDO. En el año 2000 Florence Beaugé destapó en el diario Le Monde una “vieja historia”, enterrada en París por generaciones de políticos y por sucesivos gobiernos de distinto signo: los métodos utilizados por el ejército francés para combatir a los movimientos de liberación en el patio trasero africano. “Sin el testimonio de Louisette Ighilahriz en la portada del 20 de junio del año 2000 –señalaba la misma periodista 12 años después en Le Monde (17-III-12)– el retorno de la memoria sobre la guerra de Argelia no hubiera tenido lugar. Su relato fue como un piñazo: ‘Estaba acostada, desnuda, siempre desnuda. Podían venir una, dos o tres veces por día. Desde el momento en que oía el ruido de sus botas me ponía a temblar. Luego, el tiempo se volvía interminable. Los minutos me parecían horas, y las horas días. Lo más duro es resistir las primeras horas, habituarse al dolor. Después uno se desprende mentalmente. Un poco como si el cuerpo se pusiera a flotar…’. Louisette Ighilahriz tenía 20 años cuando se encontró, gravemente herida, en los locales de la 10ª División de Paracaidistas en Argel, en setiembre de 1957, luego de un enfrentamiento con el ejército francés. Durante su cautiverio vio pasar por momentos a los generales Jacques Massu y Robert Bigeard, algunos de los mayores responsables militares franceses de la época. Uno de los adjuntos de ambos, el capitán Graziani, fue encargado de interrogarla. No utilizó picana ni submarino para hacerla hablar. La violó.”

El testimonio de Ighilahriz operó como un revulsivo: 40 años después, sobrevivientes de ambos lados hablaron. Para negar, reconocer, reafirmar, denunciar, según los casos. El general Bigeard negó todo y amenazó con un juicio al diario y a la ex combatiente argelina; su colega Massu, en cambio, admitió la tortura. La omertà que se habían jurado los militares franceses se rompió. Definitivamente se rompió. “Nadie esperaba este ‘retorno de lo reprimido’”, escribió Beaugé (Le Monde, 17-III-12). El historiador Pierre Vidal Naquet, uno de los numerosísimos intelectuales franceses que respaldaron al FLN durante la guerra de Argelia, comentó entonces que nunca creyó poder asistir al momento en que la verdad sobre el infierno impuesto por Francia en Argelia saliera a luz.

Otro de los que hablaron en aquel año 2000 fue el general retirado Paul Aussaresses, un antiguo héroe de la resistencia en la Segunda Guerra Mundial. Aussaresses reconoció entonces (y ratificó después en su libro Servicios especiales. Argelia 1955-1957) haber mandado torturar y/o ejecutar a decenas de combatientes y simpatizantes del FLN. Pero fundamentalmente habló de un método, de una concepción, de una estrategia, y dijo que Francia no sólo la puso en práctica en Argelia sino que ayudó a hacerlo en muchos otros lugares, que su éxito para destrozar en cierto momento al FLN y a sus redes de apoyo le sirvió para crear doctrina, y que esa doctrina los franceses la exportaron. Habría que esperar aún un tiempo para que, gracias a las investigaciones de Marie Monique Robin, lo sugerido por Aussaresses cobrara su verdadera dimensión.

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Théoule sur mer es una localidad de la Costa Azul. Coqueta, montañosa, recostada sobre el Mediterráneo. En noviembre de 2002 allí se dio cita una no despreciable cantidad de nostálgicos de la época de la “Argelia francesa”. Ex legionarios, ex paracaidistas, integrantes de la Organización Armada Especial (OAS), una estructura paramilitar que operó en la antigua colonia –el primer escuadrón de la muerte de que se tenga registro–, se reunieron para conmemorar aquellos “viejos buenos tiempos” en que Francia era todavía un imperio y “al país se lo respetaba por su grandeza”.

Uno de los convocantes tenía 96 años y era un mito viviente de los servicios franceses: el coronel Charles Lacheroy. En 1951 Lacheroy había desembarcado en Indochina para combatir, al mando de un regimiento, contra el enemigo, que además de independentista era comunista, el Vietminh. El coronel fue uno de los militares interrogados por Marie Monique Robin para su investigación sobre la génesis del Cóndor sudamericano. En una nota publicada en Página 12 de Buenos Aires (“La letra con sangre”, 3-IX-03) la documentalista cita lo que Lacheroy le declaró: “Llegué a Indochina y enseguida leí de punta a punta el Libro rojo de Mao Tse Tung. Fue el primero que me hizo comprender que lo que llamaban retaguardia es más importante que la tropa y que antes que de la tropa hay que ocuparse de la retaguardia. El enemigo que tenía enfrente en Indochina era hábil para servirse de la población. Era imposible llegar a un lugar sin que lo supiera. No había línea de frente, estaba en todas partes, metido dentro de la gente”. La guerra regular contra un enemigo así, que “se mueve como pez en el agua” en ciudades y aldeas, no porta uniforme y hace carne con “la gente”, un movimiento guerrillero, ya no era concebible. Había que buscar otra forma de aniquilarlo.

En Indochina los franceses llegaron, vieron, pero no vencieron. En 1954 el Vietminh los derrotó en la batalla de Dien Bien Phu. El fracaso fue impactante, y los cuadros militares que participaron en la batalla y vivieron en el terreno la pérdida de “una parte del territorio francés” juraron por todos los dioses que no volverían a pasar por una humillación así, y que “algo bueno” debía sacarse de la guerra perdida. Lacheroy comenzaría entonces a poner a punto su teoría de la guerra revolucionaria, y los legionarios y militares instalados en Argelia, otra de las joyas del decadente imperio, serían llamados a darle carnadura. Entre ellos el por entonces capitán Paul Ausaresses, un suboficial culto y políglota que había participado en la resistencia al nazismo.

MASACRANDO EN LA CASBAH. Cuenta Robin: “Durante la guerra de Argelia el Estado Mayor del Ejército adhirió definitivamente a la doctrina de la guerra revolucionaria, llamada aún guerra subversiva. Su obsesión: cortar al FLN de su retaguardia, es decir de la población. Para ello los franceses innovan. Cuatrocientos mil soldados son desplegados en el territorio argelino. Es la técnica de la cuadriculación, primera aplicación concreta de la teoría de Lacheroy. En enero de 1957 el ministro (residente en Argelia) Robert Lacoste toma una decisión que tendría graves consecuencias: delega el poder de policía en el coronel del ejército Jacques Massu, que comanda la X División de Paracaidistas. Objetivo: aniquilar a la organización político-militar del FLN, que multiplica los atentados en la capital argelina. Comienza así la Batalla de Argel”.

De esa batalla emblemática, que quedaría en la historia como “modelo de la guerra contrarrevolucionaria”, apenas hay registros: algunas fotos que muestran a los paracaidistas en operaciones en la casbah, el barrio árabe de casas blancas y calles escarpadas de la capital argelina, apuntando a la gente con sus metralletas o patrullando la ciudad. Y poco más. La reconstrucción más fidedigna de lo que fue la batalla –en realidad una masacre en toda la línea– estuvo a cargo de un cineasta italiano, Gillo Pontecorvo, que en 1965, a partir de investigaciones propias y de testimonios de sobrevivientes exiliados, hizo una película que, censurada a rajatabla, casi nadie pudo ver en la Francia de la época. La batalla de Argel pone en escena secuestros, torturas, asesinatos, sugiere violaciones, “muestra” los interrogatorios, exhibe las tácticas de los militares, la represión que se extiende como tela de araña y que abarca a las familias, a los allegados, a los simples conocidos de los combatientes, la bestialidad de los represores pero también su trabajo de inteligencia.

Lo curioso del caso es que la película, de culto en los medios de izquierda del mundo entero y pensada como un documento de denuncia, fue también aclamada en las academias militares. “Es magnífica. Muy próxima a la verdad. No se puede hacer algo mejor, y está muy bien interpretada”, le dijo Aussaresses a Robin. Generales argentinos, chilenos, instructores militares estadounidenses le admitirían también que La batalla de Argel era uno de los materiales de base utilizados en los cursos de contrainsurgencia dictados por los franceses en los sesenta y setenta. “Mostraba muy bien cómo operábamos, los interrogatorios, base de nuestro trabajo de inteligencia. Había que conseguir información a cualquier precio, quebrando al enemigo, liquidando su capacidad de resistencia, aniquilándolo, y eso aparecía muy bien mostrado en este filme”, reconocería Robert Bigeard.

24 -  Imagen que muestra claramente la brutal política colonial y contrainsurgente llevada a cabo por el Estado francés en Argelia

La batalla de Argel, la “auténtica”, duró apenas unos meses, entre enero y setiembre de 1957. Durante ese tiempo 24 mil personas fueron detenidas, casi todas ellas torturadas. Casi una sexta parte, más de 3 mil, “desaparecerían”. No se sabría dónde habían ido a parar: simplemente no estaban vivas ni muertas, como diría Jorge Rafael Videla años más tarde para explicar “la esencia del desaparecido” en Argentina. “En la cárcel no estaban. Preguntaba por alguno y me decían que había desaparecido. Que los habían enviado a Bigeard. La gente de Bigeard les ponía los pies en cemento y los tiraba al mar desde helicópteros”, contaría a la documentalista Paul Teitgen, que en la época era prefecto de policía de Argel pero no compartía “los métodos sucios de hacer la guerra”. Aussaresses lo confirmaría sin ningún prurito. Y abundaría: “Los escuadrones de la muerte eran suboficiales que el general Jacques Massu puso a mi disposición, y cuyo número y nombre jamás revelaré. Yo recorría todas las noches los regimientos preguntando a sus jefes y a los oficiales de informaciones qué habían hecho y qué habían conseguido. Cuando teníamos a un tipo que ponía una bomba lo apretábamos para que diera toda la información. Una vez que había cantado todo lo que sabía, terminábamos con él. Ya no sentía nada. Lo hacíamos desaparecer”.

Tan exitosa fue la campaña de exterminio, tan eficaz el funcionamiento de sus ejecutores, que desde 1958 la batalla de Argel –la real y la ficcionada– fue materia de curso en el Centro de Entrenamiento en Guerra Antisubversiva creado por el ministro de Defensa Jacques Chaban Delmas, un gaullista de pura cepa que bastantes años más tarde conociera sus quince minutos de fama progresista como amigo del presidente socialista François Mitterrand. “La batalla de Argel tuvo también su manual, titulado La guerra moderna, escrito por el jefe de Aussaresses, el coronel Roger Trinquier, quien justificó en forma abierta el uso de la tortura como arma de guerra antisubversiva” y fue uno de sus teóricos, apunta Robin.

El centro funcionaba en la Escuela de Guerra de París, y no formaba únicamente a uniformados franceses. También portugueses (Portugal estaba gobernado por una dictadura y libraba su propios combates contra movimientos de liberación en sus colonias) e israelíes. Igualmente estadounidenses, que aplicarían la doctrina francesa en tramos de la guerra de Vietnam y en otros sitios. Y fundamentalmente latinoamericanos. Robin pudo establecer que los primeros alumnos de los profesores franceses en contrainsurgencia fueron argentinos, y que entre ellos figuraron en destacado lugar oficiales que intervendrían en el golpe de marzo de 1976, como el general Alcides López Aufranc. Jorge Rafael Videla reconoció a su vez cuán útiles fueron “las lecciones francesas, que fueron trasladadas al territorio argentino en la guerra contra el terrorismo”.

LA MISIÓN. Entre 1959 y 1981 Francia dispuso en Buenos Aires de una “misión militar permanente”. No tenía su sede en cualquier lugar sino en un local dependiente del propio jefe del Estado Mayor del Ejército argentino. Quienes la animaban tampoco eran simples oficiales del montón: todos habían tenido un papel protagónico en Argelia o en Indochina. Y en su mayoría eran no sólo ejecutores sino teóricos de la “guerra antisubversiva”. “Hasta hoy el tema es tabú. Ninguno aceptó hablar del rol de la misión ante una cámara”, escribió Robin en 2003. Pasada una década larga de ese texto, el tabú se mantiene.

López Aufranc fue, en 1959, el primer oficial seleccionado por el Estado Mayor de su ejército para viajar a París. Robin lo entrevistó en 2002-2003. “Los profesores tocaban siempre el tema de la guerra revolucionaria. Era algo totalmente nuevo para nosotros. En América Latina no conocíamos ese tipo de problemas. Había luchas políticas, a veces violentas, pero no subversivas. No conocíamos la importancia de la población en ese tipo de guerra. Para nosotros sólo existía la guerra clásica, con fusil, tanques, cañones.”

La primera promoción de argentinos instruidos por franceses constó de 120 cadetes, divididos por mitades: 60 se formaron en Francia continental y el resto en la propia Argelia. Los coroneles Bernard Cazamayou y Robert Bentresque fueron algunos de los instructores. Ambos le admitieron a la documentalista, sin agregar detalles, que la “guerra revolucionaria” fue el eje de los cursos y que como material de enseñanza recurrieron a traducciones al español de libros de Trinquier y a La batalla de Argel. Julio César Urien y Aníbal Acosta, dos ex cadetes de la Armada que en 1972 serían dados de baja por denunciar prácticas de tortura, recuerdan la proyección de la película en la Escuela Naval en 1967, a cargo del director de los cursos y de un capellán de la Armada. “Un sector de la Iglesia Católica sostuvo ese tipo de práctica. Nos presentaron la película para acostumbrarnos a un tipo de guerra que no era la que nos había llevado a entrar a la Escuela Naval. Nos prepararon para una guerra irregular, nos iban adiestrando de a poco en esos métodos que se emplearían más adelante pero que todavía no eran sistemáticos. Nada que ver con la guerra contra un enemigo exterior. Nos preparaban para misiones policiales contra la población civil, que pasó ser el nuevo enemigo”, confió Urien. Los capellanes militares bendecirían años después a los soldados y oficiales que participarían en las “operaciones antisubversivas” de exterminio del enemigo. Bendecirían, por ejemplo, los vuelos de la muerte. Lo mismo habían hecho en los cincuenta los capellanes del ejército francés.

En 1961 los veteranos de Argelia e Indochina organizaron el primer Curso Interamericano de Guerra Contrarrevolucionaria, dirigido por López Aufranc y con participación de militares de 14 países de la región, entre ellos Uruguay. Jorge Rafael Videla estuvo entre los alumnos. En los cursos había también militares estadounidenses, que aplicarían luego las enseñanzas de sus docentes europeos en la Escuela de las Américas. El embajador francés, François de la Gorce, en Argentina escribió en un correo a su cancillería: “Hay que señalar la presencia de militares estadounidenses en un curso donde se le dio un lugar importante al estudio de la lucha antimarxista en el espíritu y según los métodos basados en la experiencia del ejército francés”.

El propio Aussaresses jugó un papel central en la exportación de la “doctrina francesa” a Estados Unidos. El ministro de Defensa Pierre Messmer lo envió en 1961 a Fort Bragg –a pedido del mismísimo John Kennedy, que según consigna Robin conocía muy bien y admiraba la “gesta” francesa en Argelia– a trasmitir su experiencia a los oficiales que integrarían las fuerzas especiales yanquis en Vietnam. El general compartiría misión en Estados Unidos junto a otros nueve oficiales franceses veteranos de Argelia. “Enseñé las condiciones en las que hice un trabajo que no era el normal en una guerra clásica, las técnicas de la batalla de Argel: arrestos, inteligencia, tortura”, contó Aussaresses a Robin.

El general John Jons y el coronel Carl Bernard, que formaron parte del alumnado de Aussaresses y pasaron más tarde a militar contra la tortura, confirmaron que la Operación Fénix, una ofensiva contra las redes de apoyo al Vietcong en Saigón, fue ideada como una réplica de la batalla de Argel. Unas 20 mil personas fueron exterminadas entonces por las tropas especiales estadounidenses. Las mismas técnicas de interrogatorios serían empleadas varias décadas después en Irak, Afganistán y en la cárcel clandestina de la base de Guantánamo. “Aussaresses nos enseñó en Fort Bragg –relata Carl Bernard– la importancia capital de la inteligencia en este tipo de guerra, cómo obtenerla y cómo explotarla. Y nos explicó la tortura. Tomaba un prisionero. En general lo convencía de hablar. La mayoría hablaba. Pero al que no quería lo sometía a sufrimientos físicos que hacían que terminara por hablar. Explicaba que si otro prisionero asistía a la sesión de tortura se convencía de hablar porque sabía que sería el siguiente. El problema adicional era qué hacer con el prisionero torturado. La respuesta de Aussaresses era que debía ser ejecutado”. Y desaparecido.

Mucho después de Washington, el oficial francés fue designado en misión en Brasil, en 1973, donde se reencontró con colegas a los que había formado en París. Allí estuvo un par de años, adiestrando a militares de varios países de la región, en Manaos. Después del golpe en Chile, Manuel Contreras, que no conoció personalmente a Aussaresses, despachó a la ciudad brasileña a varios contingentes de oficiales, uno cada dos meses. “Éramos admiradores de la OAS en el ejército, por su valentía y combatividad”, le dijo el ex jefe de la Dina a Robin en la cárcel Vip de Punta Peuco, donde estaba detenido, y la francesa lo filmó con una cámara oculta y lo exhibió en su documental.

Toda una generación de oficiales argentinos se formó, entre 1956 y 1963, en la escuela francesa, admitió en 2003 el general Martín Balza, ex comandante del Ejército, el primer jerarca militar rioplatense en pedir “perdón” por los crímenes cometidos por las fuerzas armadas y en adherir al “nunca más” al terrorismo de Estado. Lo peor de esa escuela no fueron los métodos de tortura, que en definitiva ya se aplicaban en Argentina desde mucho antes, sino una concepción ideológica, teórica, del poder del Ejército, que deriva en el terrorismo de Estado, le dijo Balza a Robin.

La “cooperación” francesa con los argentinos decayó entre 1963 y 1973, eclipsada por la ascendente influencia directa de los “formadores” yanquis, muchos de ellos formados a su vez por los franceses pero ya deseosos de marcar presencia y de presentarse como superiores a sus maestros. Pero en 1973 renació, a pedido de los propios argentinos. Pierre Messmer, que se había transformado en primer ministro del presidente Georges Pompidou, despachó entonces a varios instructores especializados en la “lucha antisubversiva” en el medio urbano y en el medio rural. “Argentina los quería y los tuvo. Argentina es un país independiente y no había razón para negar lo que pedían”, explicó muchos años después el dirigente gaullista.

Los propios decretos de “aniquilamiento de la subversión” dictados por el gobierno “democrático” de Isabel Perón, y las operaciones de exterminio de la guerrilla rural en Tucumán, iniciadas un año antes del golpe, fueron inspirados en la “escuela francesa” de guerra contrarrevolucionaria. El cuerpo del Ejército que exterminó a la Compañía de Monte del ERP en Tucumán en 1975 estaba dirigido por el general Antonio Bussi, ex alumno de Aussaresses, y su predecesor en el cargo, el general Acdel Vilas, tenía como libro de cabecera Guerra, subversión, revolución, de Robert Trinquier.

En 1974 la misión francesa en Argentina había sido asumida por el coronel Robert Servant, un veterano de Indochina que en Argel dirigió los interrogatorios a los simpatizantes del FLN y que calzaba perfectamente con el perfil buscado por el Ejército argentino para instruir a sus efectivos para la guerra de nuevo tipo que se avecinaba. Ex integrantes de la OAS viajaron igualmente a Buenos Aires y tuvieron una influencia decisiva en la constitución y modo de funcionamiento de la Triple A.

RETAGUARDIA PARISINA. Aun después de concluida su misión oficial Aussaresses siguió instruyendo a oficiales en Brasil y actuando de mercader para concretar la venta de armas francesas a la potencia sudamericana, y él y otros oficiales franceses viajaron continuamente a Buenos Aires. La cooperación fue igualmente estrecha con chilenos y uruguayos. En Brasil, la Operación Bandeirantes (OBAN), ejecutada en San Pablo contra la guerrilla desde 1970, fue puesta a punto por instructores franceses, que inspiraron la creación de los Destacamentos de Operaciones e Información-Centros de Operaciones de Defensa Interna (DOI-CODI), organismos de inteligencia dependientes del Ejército calcados sobre el modelo utilizado en Argelia. “Como en Argel, la recolección de información y las acciones de la OBAN, que se repiten en los DOI-CODI, ‘se ejercen de manera clandestina’”, traduciéndose en incursiones nocturnas, desapariciones, torturas en centros clandestinos, dice la periodista francesa Anne Vigna, citando al historiador brasileño Rodrigo Nabuco (“Um torturador francês na ditadura brasileira”, Agencia Pública, 1-IV-14).

Pero no sólo a nivel de instructores cooperaron los franceses con los militares sudamericanos. También por canales diplomáticos y a través de los servicios de inteligencia, que entregaron información a sus pares latinos sobre los exiliados su-damericanos. Cualquier uruguayo, argentino o chileno radicado por aquellos años en París, ya veterano o poco más que adolescente, recordará haber sido citado “en averiguaciones” en algún momento por la Dirección de Seguridad Interior. Algunos descubrieron una noche que sus casas habían sido misteriosamente dadas vuelta sin que nada les fuera robado.

23 - LUPA - ESMA - Foto HIJOS

Así como Buenos Aires, eje del Cóndor, fue la cabeza de puente francesa en los ejércitos latinoamericanos, París fue uno de los principales ejes operativos en el exterior de los servicios argentinos. En 1977 se instaló en la capital francesa el llamado Centro Piloto, formado por oficiales argentinos especialmente enviados para infiltrarse entre los exiliados. Uno de sus integrantes era un joven marino, rubio y pintún, que un día llegó a una reunión del Centro Argentino de Información y Solidaridad (CAIS) presentándose como un militante recién arribado. Durante varias semanas el capitán Alfredo Astiz pudo operar en el CAIS, hasta que despertó sospechas y debió partir. Astiz participaría poco después en el secuestro y desaparición en Buenos Aires de las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon, una operación en la que también tuvo intervención, según testificó el almirante argentino Luis María Mendía, el agente de inteligencia francés Bertrand de Perseval. Escapado hacia Argentina en 1962, después de la firma de los acuerdos de paz que consagrarían la independencia de Argelia, De Perseval había integrado la OAS. Mendía fue a su vez uno de los teóricos de los vuelos de la muerte, una técnica que había aprendido de sus instructores franceses.

En julio de 1976, apunta Marie Monique Robin, “la CIA describe una conferencia del Cóndor en Santiago de Chile en la que se habla de operaciones en París. En un acuerdo separado, los servicios uruguayos de inteligencia aceptaron operar con sus homólogos argentinos y chilenos contra grupos de izquierda, bajo cobertura de París. (…) Nadie lo sabe, pero unos meses más tarde se envía a un equipo uruguayo a París con el fin de ejecutar a opositores. Y sobre todo los argentinos instalan en 1977 el Cóndor en París con su centro piloto funcionando en un anexo de la embajada”.

Por testimonios de militares y ex agentes, Robin pudo saber también que la Dirección de Seguridad del Territorio francesa informó detalladamente a la inteligencia chilena sobre los movimientos de exiliados en París, en particular sobre el embarque hacia Santiago, bajo nombres falsos, de militantes del MIR que pretendían reconstruir a la organización. Todos ellos fueron secuestrados por la Dina y desaparecieron. El ministro del Interior de la dictadura argentina Albano Harguindeguy le reconoció a la documentalista haber recibido en 1978 en Buenos Aires a su par francés Michel Poniatowsky, un hombre de la OAS que en 1968 fue una de las bestias negras de la revuelta de mayo. “Me impresionó mucho la hipocresía de los gobiernos franceses de la época, fundamentalmente el de Valéry Giscard d’Estaing, que mientras recibía con los brazos abiertos a los exiliados de las dictaduras latinoamericanas paralelamente los espiaba, los delataba y los entregaba, después de haber adiestrado a sus asesinos”, diría Robin.

La cooperación francesa con las dictaduras del Cóndor cesó con la llegada de la izquierda al gobierno, en 1981. Ese mismo año los militares argentinos formados en la Escuela de Guerra parisina salían a exportar el Cóndor fuera de las fronteras sudamericanas, hacia América Central, confluyendo en tierras guatemaltecas u hondureñas con instructores israelíes que también habían pasado por las aulas francesas.

EPÍLOGO. Las revelaciones de Robin en 2003 se tradujeron en pedidos de informes parlamentarios sobre el papel de los gobiernos franceses en la asistencia a las dictaduras del Cono Sur. Varios diputados exigieron que se citara a declarar al ex presidente Giscard d’Estaing, a Pierre Messmer, y a otros jerarcas civiles. La prensa, con excepción de Le Monde y algunos diarios de izquierda como el comunista L’Humanité, pasaron el asunto por alto. Las investigaciones fueron enterradas por la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara, presidida por el diputado derechista Roland Blum, que estimó que no había prueba seria alguna para sostener una acusación. Blum se negó a recibir a Robin, y en un breve documento de 12 páginas descartó de plano que pudiera haber habido una cooperación entre los servicios, las fuerzas armadas y los gobiernos franceses con sus pares sureños. “Los militares latinoamericanos no tenían necesidad de formación para asesinar, torturar, intimidar, hacer desaparecer (…). Las atrocidades cometidas tienen que ver en efecto con la banalidad del horror y no comprometen más que a quienes las cometieron. Que generales argentinos o chilenos indiquen que aplicaron métodos enseñados por otros puede comprenderse –buscan atenuar sus responsabilidades (…)–, pero no debe hacernos olvidar que los torturadores en cuestión no son testigos dignos de confianza”, escribió Blum en 2003. Después, el silencio.

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