La risa como epifanía - Brecha digital

La risa como epifanía

El truco, de Emanuel Bergmann. Traducción de Carmen Gauger. Anagrama, Barcelona, 2018. 336 págs.

El truco, de Emanuel Bergmann. Traducción de Carmen Gauger. Anagrama, Barcelona, 2018. 336 págs.

Desde la literatura religiosa hasta la multifacética literatura contemporánea, parecería haber una constante en la producción judía y esta se caracteriza por el despliegue de una ambivalencia generalmente lógica entre la tragedia y la dicha. Es decir, la desdicha más trágica siempre está arraigada en la convicción de un bienestar futuro, aunque esté atravesada hoy por cierta revisión de los pilares socioculturales que la sostienen. El recorrido por los textos que han sedimentado esta vertiente es un camino por el terreno de la esperanza y allí no puede haber desventura sin una futura satisfacción. El dolor no puede ocuparlo todo, pues siempre es posible resistir a él y es esa resistencia la que reafirma la condición de nuestro estar en el mundo. En este caso, o en estos casos, esa resistencia está dada por el humor. Y si hay algo insoslayable a medida que se recorre esta primera entrega de Emanuel Bergmann es esa mezcla de humor y melancolía que remite, de un modo inevitable, al Nobel Isaac Bashevis Singer y a Woody Allen.

El truco es la historia de dos personajes cuyas vidas, si bien se encuentran separadas por el tiempo, están unidas por los acontecimientos. De un lado tenemos a Mosche Goldenhirsch, un anciano que lleva una vida al borde de lo lumpen, de carácter huraño, con tendencias suicidas, que se pasa la vida en clubes de striptease en busca de compañías que lo hagan sentir menos vacío. De a poco, descubrimos que Mosche es sólo la sombra de lo que alguna vez fue. Anteriormente, se lo conocía como el gran Zabbatini, un famoso mago mentalista que recorrió una Europa que posteriormente sería ocupada por los nazis. El otro personaje es Max Cohn, un muchacho de 10 años que se enfrenta a la cruda realidad de darse cuenta de que sus padres están a punto de separarse. Por una de esas extrañas casualidades, Max descubre que existe un conjuro de amor que podría volver a unir a sus padres y que el único que puede llevarlo a cabo es Zabbatini. A partir de ese descubrimiento, el muchacho explora cada rincón de Los Ángeles con tal de encontrar a ese mago capaz de salvar la felicidad de su familia.

En El truco, las situaciones están contadas en clave de tragicomedia. Mosche, ya casi centenario, sabio a su manera y repleto de experiencias (algunas tienen que ver con el amor, otras con la magia y las peores con el holocausto), es la representación de aquellos que se sienten desengañados por una vida demasiado larga y tortuosa. Por otro lado, y como contrapartida, Max, todavía signado por la fe y por algo parecido al optimismo, es el punto de candidez que contrarresta el cinismo –o la locura– de los demás personajes. Ambos convergerán; el narrador, en su omnisciencia, nos relata cómo era la vida de cada uno antes de que sus destinos se cruzaran, a través de una prosa que –traducción mediante– parece conservar cierta cadencia propia de la oralidad. Sin embargo, a pesar de que la historia de Max está muy bien detallada, con secuencias humorísticamente memorables, está claro que su protagonismo es la excusa esencial para poner en marcha los recuerdos de Mosche, verdadero núcleo de esta novela.

La mirada de un yo que se sumerge en la fe o la inocencia de Max genera una impresión de que allí también hay una búsqueda de un paraíso perdido, quizá el de la trascendencia en medio de un mundo desdivinizado. De hecho, algunos de los pasajes más poéticos del libro se vinculan con las disquisiciones que el niño y Mosche hacen sobre la magia. En “Los hijos del limo”, Octavio Paz indicaba: “Lo específico de la magia consiste en concebir al universo como un todo en el que las partes están unidas por una corriente de secreta simpatía. El todo está animado y cada parte está en comunicación viviente con ese todo”. De ahí que abra “ante nosotros su abismo relampagueante: nos invita a cambiar y a ser otros sin dejar de ser nosotros mismos”. De este modo, pues, magia y narrativa se confunden; esa síntesis define una transfiguración, porque hace que la existencia de estos personajes, tan diferentes como complementarios, se contaminen mutua y celebratoriamente.

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